Выбрать главу

– Cuanto más lo pienso, más evidente me parece que este asesinato estaba planeado. Incluso puede que la profanación no tuviera otro objetivo que lanzar a los investigadores sobre una pista falsa. Por supuesto, para el abad sería mucho más conveniente que lo hubiera hecho alguien de fuera.

– Ningún cristiano profanaría una iglesia de ese modo, fuera reformista o papista.

– No. Es una auténtica abominación -murmuré cerrando los ojos.

Estaba muerto de cansancio. No podía pensar más por ese día. Cuando volví a abrir los ojos, Mark me miraba fijamente.

– Habéis dicho que el cuerpo del comisionado Singleton os había recordado la ejecución de Ana Bolena.

– Es un recuerdo que aún me pone enfermo -dije asintiendo.

– La rapidez de su caída sorprendió a todo el mundo. A pesar de que nadie la quería.

– No. La llamaban El Cuervo de Medianoche.

– Dicen que la cabeza intentó hablar después de que se la cortaran.

– No puedo hablar de eso, Mark -lo atajé levantando una mano-. Yo me encontraba allí en calidad de funcionario del Estado. Venga, tienes razón. Deberíamos dormir.

El muchacho parecía decepcionado, pero se levantó sin replicar y echó más troncos al fuego. Nos acostamos. Desde mi cama podía ver la ventana y los copos de nieve, que se recortaban contra otra ventana iluminada a cierta distancia. Los monjes trasnochaban. Los días en que la comunidad se retiraba antes de que anocheciera para levantarse a orar a medianoche eran cosa del pasado.

A pesar del cansancio, mi mente seguía activa, y empecé a dar vueltas en la cama. Pensaba, sobre todo, en la muchacha, en Alice. En un lugar como aquél todo el mundo estaba en peligro potencialmente, pero una mujer sola siempre es más vulnerable. Me gustaba la chispa de carácter que había visto en ella. Me recordaba a Kate,

Pese a mis deseos de dormir, no pude evitar que mi cansada mente se remontara tres años atrás. Kate Wyndham era hija de un comerciante de paños londinense que había sido acusado de fraude contable por su socio ante el tribunal eclesiástico, con el argumento de que un contrato era equivalente a un juramento ante Dios. En realidad, el socio estaba emparentado con un archidiácono que tenía influencia sobre el juez; pero yo conseguí que el caso se trasladara al tribunal del Rey, que lo desestimó. El agradecido comerciante, que estaba viudo, me invitó a comer y me presentó a su única hija.

Kate tenía suerte. Su padre opinaba que las mujeres debían aprender algo más que contabilidad doméstica, y su hija tenía la cabeza en su sitio, además de un dulce rostro en forma de corazón y una hermosa melena castaña que le caía sobre los hombros. Era la primera mujer que conocía con la que podía hablar de igual a igual. Nada le gustaba tanto como discutir sobre los asuntos de la justicia, los tribunales y hasta de la Iglesia, pues la experiencia su padre los había convertido a ambos en fervientes reformistas. Aquellas largas veladas de conversación con Kate y su padre en la casa familiar y, más adelante, los largos paseos por el campo con ella fueron los momentos más felices de mi vida.

Yo sabía que ella sólo veía en mí a un amigo -solíamos decir, en broma, que hablaba con ella tan libremente como con cualquier hombre-, pero no podía evitar preguntarme si aquella amistad podría convertirse en algo más. Aunque no era la primera vez que me enamoraba, nunca me había atrevido a manifestar mis sentimientos, seguro como estaba de que mi deformidad sólo me granjearía el rechazo y de que lo mejor era esperar hasta haber amasado una fortuna que pudiera ofrecer como compensación. Pero a Kate podía darle otras cosas que ella valoraría: buena conversación, camaradería y un círculo de amigos con las mismas inquietudes.

Aún sigo preguntándome qué habría ocurrido si le hubiera mostrado mis verdaderos sentimientos antes, pero lo cierto es que esperé demasiado. Una noche, me presenté en su casa sin anunciarme y la encontré en compañía de Piers Stackville, hijo de un socio de su padre. Al principio no me preocupé, pues, aunque atractivo como un demonio, Stackville era un joven sin más prendas que una caballerosidad laboriosamente afectada. Pero la vi sonrojarse y reírle sus insulsas gracias: mi Kate transformada en una bobalicona… Desde aquel día, no la oí hablar de otra cosa que no fuera lo que Piers había dicho o hecho, con suspiros y sonrisas que se me clavaban en el corazón.

Al final, le confesé mis sentimientos. Lo hice tarde y torpemente, entre vacilaciones y tartamudeos. Pero lo peor fue su cara de sorpresa.

– Matthew, creía que sólo deseabas mi amistad. Nunca he oído una palabra de amor de tus labios. Parece que me has ocultado muchas cosas.

Le pregunté si era demasiado tarde.

– Si me lo hubieras dicho seis meses antes…, quizá -respondió con tristeza.

– Sé que mi aspecto no es el más apropiado para inspirar pasión.

– ¡Eres injusto contigo mismo! -exclamó Kate con inesperada vehemencia-. Tienes un rostro atractivo y varonil, y modales exquisitos; le das demasiada importancia a tu deformidad, como si fueras el único que la tiene. Te compadeces demasiado de ti mismo, Matthew; eres demasiado orgulloso.

– Entonces…

Kate sacudió la cabeza con los ojos llenos de lágrimas.

– Es demasiado tarde. Quiero a Piers. Va a pedirle mi mano a papá.

Le espeté que Stackville no era lo bastante bueno para ella, que a su lado se moriría de aburrimiento; pero Kate replicó con firmeza que no tardaría en tener hijos y una buena casa de los que ocuparse y me preguntó si no era ése el papel propio de una mujer, el que Dios le había destinado. Estaba destrozado y me marché sin decir nada más.

No volví a verla. Una semana después, la peste se abatió sobre la ciudad como un huracán. La gente empezaba a temblar y sudar, caía en cama por centenares y moría en dos días. La enfermedad acabó con grandes y pequeños, y se llevó tanto a Kate como a su padre. Recuerdo el funeral, que hube de organizar como albacea del difunto, y las cajas de madera descendiendo lentamente al fondo de la fosa. Al mirar a Piers Stackville por encima del ataúd, su demudado rostro me dijo que amaba a Kate tanto o más que yo. Movió la cabeza en un gesto de silenciosa condolencia y yo hice lo propio con una tenue y triste sonrisa. Di gracias a Dios porque al menos había conseguido liberarme de la creencia en el purgatorio, cuyas penas habría debido soportar Kate. Sabía que un alma tan pura como la suya estaría en el cielo, descansando entre los bienaventurados.

Las lágrimas acuden a mis ojos mientras escribo estas palabras, como acudieron aquella primera noche en Scarnsea. Las dejé rodar por mis mejillas en silencio, por miedo a despertar a Mark con mis sollozos y obligarlo a presenciar tan embarazosa escena. Purificado por el llanto, me dormí.

Sin embargo, la pesadilla volvió a asaltarme esa noche. Hacía meses que no soñaba con la muerte de la reina Ana, pero ver el cadáver de Singleton me había turbado profundamente. Una vez más, estaba en la explanada de la Torre una hermosa mañana de primavera, entre la inmensa multitud que rodeaba el patíbulo cubierto de paja. Estaba en primera fila; lord Cromwell había ordenado que todos sus servidores asistiéramos a la caída de la reina y nos identificáramos con ella. El propio vicario general estaba a unos pasos de mí. Había hecho fortuna como partidario de Ana Bolena, para acabar urdiendo la acusación de adulterio que había consumado la desgracia de la reina. Permanecía con el entrecejo severamente fruncido, como la encarnación de la justicia punitiva.

De pie, junto al tajo, a cuyo alrededor había esparcida abundante paja, el verdugo llegado de Francia aguardaba con los brazos cruzados y la cabeza oculta bajo la siniestra capucha negra. Busqué con la mirada la espada que, a petición de la propia reina, había traído consigo para asegurarle una muerte rápida, pero no conseguí verla. Tenía la cabeza respetuosamente inclinada, pues me acompañaban algunos de los hombres más importantes del país: el lord canciller Audley, sir Richard Rich, el conde de Suffolk…