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Estábamos inmóviles como estatuas y en absoluto silencio, mientras detrás de nosotros la muchedumbre parloteaba animadamente. El manzano que hay en la explanada estaba en flor, y un mirlo posado en una rama alta cantaba ajeno a la multitud. Alcé los ojos hacia él y no pude por menos que envidiar su libertad.

La reina apareció en medio de un murmullo de expectación. Iba escoltada por sus damas de honor, un capellán vestido con sobrepelliz y varios guardias con uniforme rojo. Pálida y consumida, caminaba con los huesudos hombros encorvados bajo la blanca capa y el pelo recogido bajo una cofia. Avanzaba hacia el tajo volviendo la cabeza constantemente, como si esperara la llegada de un mensajero con el indulto del rey. Había pasado nueve años en el corazón de la corte, pero seguía sin comprender nada; aquel gran espectáculo no se detendría. Cuando llegó al centro del cadalso, sus grandes y ojerosos ojos castaños miraron a su alrededor desesperadamente, buscando, como los míos, la espada.

En mi sueño no hay largos preliminares; ni interminables rezos ni discurso de la reina rogándonos que oremos por la vida del rey. En mi sueño, Ana Bolena se arrodilla de inmediato frente a la muchedumbre y empieza a rezar. Vuelvo a oír sus débiles y ásperas súplicas, repetidas una y otra vez: «¡Jesús, recibe mi alma! ¡Dios Misericordioso, ten piedad de mí!» Luego, el verdugo se agacha y coge la espada, que permanecía oculta bajo la paja. «Así que ahí estaba…», me digo y, un instante después, tenso el cuerpo y ahogo un grito mientras el arma corta el aire tan deprisa que el ojo apenas puede seguirla y la cabeza de la reina salta sobre el tajo y cae en medio de un gran chorro de sangre. Una vez más, reprimo una arcada y cierro los ojos mientras la muchedumbre exhala un gran murmullo, puntuado por algún «¡Hurra!» aislado. Vuelvo a abrirlos al oír la frase preceptiva, apenas inteligible en boca del verdugo francés: «Así mueren todos los enemigos del rey.» Tanto la paja como las ropas del esbirro, que sostiene en alto la goteante cabeza de la reina, están empapadas en la misma sangre que sigue manando a borbotones del cadáver.

Los papistas dicen que en ese momento las velas de la iglesia de Dover se encendieron solas, una más de las muchas y absurdas leyendas que circularon por el país; pero yo puedo atestiguar que, en la cabeza decapitada de la reina, los ojos se movieron y recorrieron la multitud, y los labios temblaron como si quisieran hablar. Alguien chilló a mis espaldas, y un murmullo de sobrecogimiento se elevó de la muchedumbre mientras las abullonadas mangas de los vestidos de fiesta se alzaban hasta las frentes para hacer la señal de la cruz. En realidad, cuando los movimientos cesaron habían transcurrido menos de treinta segundos, y no la media hora de la que se hablaría luego. Pero en mi pesadilla reviví cada uno de esos segundos rezando para que aquellos espantosos ojos se estuvieran quietos de una vez. De pronto, cuando el verdugo arrojó la cabeza al cajón que haría las veces de ataúd y el cráneo golpeó la madera con un ruido seco, me desperté ahogando un grito y comprendí que estaban llamando a la puerta.

Volvieron a golpear con los nudillos, y un instante después oí la angustiada voz de Alice:

– ¡Doctor Shardlake! ¡Comisionado!

Era plena noche, el fuego apenas ardía y la habitación estaba helada. Mark gruñó y se dio la vuelta en el catre.

– ¿Qué ocurre? -pregunté con voz temblorosa y el corazón aún palpitante por la pesadilla.

– El hermano Guy os necesita, señor.

– ¡Un momento!

Me levanté de la cama con dificultad y encendí una vela en las ascuas de la chimenea. Mark también se levantó, parpadeando y con el pelo revuelto.

– ¿Qué pasa?

– No lo sé. Espérame aquí.

Me puse las calzas y abrí la puerta. La chica, que llevaba un delantal blanco sobre el vestido, me miró apurada desde el pasillo.

– Os ruego que me perdonéis, señor, pero Simón Whelplay se ha puesto peor y quiere hablar con vos. El hermano Guy me ha dicho que os despertara.

– Muy bien -respondí siguiéndola por el gélido corredor.

A escasa distancia de nuestra habitación había una puerta abierta. Oí voces: el hermano Guy y alguien que gemía angustiosamente. Al asomarme, vi al novicio acostado en una cama baja con ruedas. Tenía el rostro reluciente de sudor y deliraba entre ansiosos jadeos. Sentado junto al camastro, el hermano Guy le enjugaba la frente con un paño que de vez en cuando empapaba en el líquido de un cuenco.

– ¿Qué tiene? -pregunté tratando de disimular mi aprensión, pues el chico se retorcía y resollaba igual que los contagiados de peste.

El enfermero me miró con preocupación.

– Una congestión en los pulmones. No es de extrañar, con las horas que ha pasado de pie, sin comer y con este frío. Tiene mucha fiebre. No para de decir que necesita hablar con vos. No se quedará tranquilo hasta que lo haya hecho.

Me acerqué a la cama con miedo, pues temía respirar los miasmas de su enfermedad. El joven clavó sus enrojecidos ojos en mí.

– Comisionado…, señor… -dijo con voz ronca-. ¿Habéis venido a hacer justicia?

– Sí, estoy aquí para investigar la muerte del comisionado Singleton.

– Él no ha sido la primera víctima -resolló el chico-. No ha sido la primera. Yo lo sé.

– ¿Qué quieres decir? ¿A quién más han matado?

Un violento ataque de tos agitó su frágil pecho, en el que se oía gorgotear las flemas. Exhausto, Simón se dejó caer en la cama y posó los ojos en Alice.

– Pobre muchacha… Le advertí que aquí corría peligro… -musitó entre violentos sollozos que acabaron transformándose en otro acceso de tos y amenazando con partir en dos su frágil cuerpo.

– ¿Qué quiere decir? -pregunté volviéndome con viveza hacia Alice-. ¿De qué peligro te advirtió?

La chica me miró con perplejidad.

– No lo entiendo, señor. Nunca me ha advertido de nada. Hasta hoy apenas había hablado con él.

Miré al hermano Guy. Parecía tan sorprendido como su ayudante.

– Está muy enfermo, comisionado -dijo observando al enfermo con preocupación-. Deberíamos dejarlo descansar.

– No, hermano, necesito hacerle más preguntas. ¿Tenéis idea de a qué se refiere?

– No, señor Shardlake. Sé tan poco como Alice.

Me acerqué a la cama y me incliné sobre el muchacho.

– Explícame qué quieres decir, Simón. Alice dice que no le has advertido de nada…

– Alice es buena -dijo el novicio entre dos jadeos-. Es cariñosa y amable. Hay que advertirle…

El chico volvió a toser y el hermano Guy se interpuso entre nosotros con decisión.

– Debo pediros que os marchéis, comisionado. Creía que hablar con vos lo tranquilizaría, pero está delirando. Tengo que darle una poción para hacerlo dormir.

– Por favor, señor -intervino Alice-. Por caridad. Ya veis lo enfermo que está.

Me aparté del novicio, que parecía haber caído en un sopor producto del agotamiento.

– ¿Está muy grave? -le pregunté al hermano Guy.

El enfermero frunció el semblante.

– Si la fiebre no remite pronto, acabará con él. Castigarlo de ese modo ha sido una atrocidad -añadió con la voz teñida de cólera-. Ya me he quejado al abad; vendrá a ver al chico por la mañana. Esta vez, el prior Mortimus ha ido demasiado lejos.

– Necesito saber qué quería decir. Volveré mañana y, si su estado empeora, quiero que se me informe de inmediato.

– Por supuesto. Y ahora, señor, os ruego me disculpéis, tengo que preparar unas hierbas…

Asentí, y se marchó. Miré a Alice y le sonreí lo más tranquilizadoramente que pude.

– Un asunto extraño -murmuré-. ¿No tienes idea de a qué se refería? Primero ha dicho que te había advertido y luego que había que advertirte.

– No me ha advertido de nada, señor. Cuando lo trajeron, durmió un rato; luego, al subirle la fiebre, empezó a preguntar por vos.