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– ¿A qué podía referirse al decir que Singleton no ha sido el primero?

– Os juro que no lo sé, señor.

Su voz tenía un deje de inquietud. Me volví hacia ella y le hablé con suavidad:

– ¿Crees que podrías estar en peligro, Alice?

– No, señor. -De pronto, su rostro enrojeció y adoptó una expresión mezcla de cólera y desprecio que me dejó sorprendido-. De vez en cuando, algún monje me hace proposiciones, pero yo sé defenderme, y cuento con la protección del hermano Guy. Es una molestia, pero no un peligro.

Asentí, impresionado una vez más por su fuerza de carácter.

– ¿Estás a disgusto aquí? -le pregunté bajando la voz.

La chica se encogió de hombros.

– Es un trabajo -respondió-. Y el hermano Guy me trata bien.

– Alice, si puedo ayudarte o hay algo que quieras contarme, acude a mí, por favor. No me gustaría que corrieras ningún riesgo.

– Gracias, señor. Sois muy amable.

El tono de su voz era cauto; no tenía ningún motivo para confiar en mí más que en los monjes. Pero tal vez se sincerara con Mark. Se volvió hacia el enfermo, que había empezado a agitarse en sueños e intentaba destaparse.

– Entonces, buenas noches, Alice.

La joven estaba tratando de tranquilizar al novicio y no se volvió.

– Buenas noches, señor.

Salí de la habitación y avancé por el gélido pasillo. Me detuve ante una ventana y comprobé que había dejado de nevar. La luna iluminaba un espeso y uniforme manto blanco que lo cubría todo. Al contemplar aquel yermo inmaculado, que sólo interrumpían las negras siluetas de los viejos edificios, me sentí tan aislado y atrapado en Scarnsea como si estuviera en las mismísimas cuevas de la luna.

10

Al despertar, tardé en comprender dónde estaba. El sol de una mañana inusualmente clara inundaba de luz blanca una habitación desconocida. Al cabo, lo recordé todo y me incorporé en la cama. Mark, que había vuelto a dormirse cuando regresé de hablar con el novicio, estaba levantado; había alimentado el fuego y, desnudo de cintura para arriba, se estaba afeitando ante una palangana de agua humeante. Tras la ventana, los rayos del sol se reflejaban en la espesa capa de nieve que lo cubría todo y sobre la que no se más veían más huellas que las pisadas de los pájaros.

– Buenos días, señor -dijo Mark sin apartar la vista del viejo espejo de latón.

– ¿Qué hora es?

– Las nueve pasadas. El hermano Guy dice que el desayuno nos espera en la cocina. Suponía que estaríamos cansados y nos ha dejado dormir.

– No podemos perder el tiempo durmiendo -gruñí apartando la ropa de la cama-. Venga, acaba con eso y ponte la camisa -lo apremié, empezando a vestirme.

– ¿No os vais a afeitar?

– No creo que mi barba asuste a nadie. -La magnitud del trabajo pendiente absorbía todos mis pensamientos-. Vamos, acaba de una vez. Quiero recorrer el monasterio y hablar con los obedienciarios. Y tú tienes que encontrar una ocasión para verte a solas con Alice. Luego, das un paseo y buscas posibles escondites para esa espada. Tenemos que avanzar tan rápido como podamos; ha surgido un nuevo problema -añadí, y le conté mi visita nocturna a Whelplay mientras me ataba las calzas.

– ¿Más muertos? ¡Jesús! Esta madeja está cada vez más enredada.

– Lo sé. Y tenemos poco tiempo para desenredarla. ¡Vamos!

Salimos al pasillo y nos dirigimos al despacho del hermano Guy. Lo encontramos sentado al escritorio, leyendo el manuscrito árabe.

– ¡Ah, ya estáis levantados! -exclamó con su habitual afabilidad.

El enfermero cerró el libro y nos acompañó a un pequeño cuarto, en el que había más manojos de hierbas colgados de ganchos. Nos invitó a sentarnos a la mesa y nos sirvió pan, queso y una jarra de cerveza suave.

– ¿Cómo está vuestro paciente? -le pregunté mientras comíamos.

– Algo más tranquilo, gracias a Dios. Le ha bajado la fiebre y ahora duerme profundamente. El abad vendrá a verlo durante la mañana.

– Decidme, ¿cuál es la historia del novicio Whelplay?

– Es hijo de un pequeño granjero de las cercanías de Tonbridge. Simón es de esas personas demasiado frágiles para la dureza del mundo -murmuró el hermano Guy con una sonrisa triste-, un muchacho muy vulnerable. Quienes son como él suelen cobijarse en sitios como éste, que en mi opinión es donde Dios quiere que estén.

– Un refugio seguro frente al mundo, ¿no?

– Las personas como el hermano Simón sirven a Dios y al mundo con sus oraciones. ¿No es eso mejor que la vida de burlas y malos tratos que suelen padecer en el exterior? Aunque, dadas las circunstancias, no puede decirse que aquí haya encontrado un auténtico refugio.

– No -dije mirándolo muy serio-. Aquí también recibe burlas y malos tratos. Cuando acabemos de desayunar, hermano, me gustaría que me acompañarais a la cocina, donde encontrasteis el cadáver. Me temo que debemos actuar con rapidez.

– Por supuesto. Pero no puedo dejar solos a mis pacientes demasiado tiempo…

– Media hora será suficiente. -Le di el último sorbo a la cerveza, me levanté y me puse la capa-. El señor Poer se quedará en la enfermería; le he dado la mañana libre. Cuando gustéis, hermano.

Cruzamos la sala, en la que Alice atendía al mismo anciano de la víspera, uno de los hombres más viejos que había visto en mi vida; se encontraba acostado y respiraba despacio y con esfuerzo. El contraste con su rollizo vecino, que estaba incorporado en la cama jugando a las cartas solo, no podía ser mayor. El monje ciego dormitaba en un sillón.

El enfermero abrió la puerta, pero tuvo que retroceder para evitar que la nieve acumulada le cayera encima.

– Tendremos que ponernos fundas en los zapatos, o se nos empaparán los pies -dijo y, pidiéndome que lo excusara, volvió a la enfermería y me dejó contemplando el patio tras el vaho de mi aliento.

Bajo un cielo uniformemente azul, el aire estaba tan inmóvil y helado como pocas veces lo había visto. La capa de nieve tenía unos dos palmos de espesor y una esponjosidad que sólo es habitual en lo más crudo del invierno y que dificulta especialmente los movimientos. Yo había cogido el bastón, porque, dado mi escaso sentido del equilibrio, temía caerme.

El hermano Guy regresó al cabo de unos instantes trayendo varias gruesas fundas de cuero.

– Tendré que repartirlas entre los monjes que deben trabajar fuera -comentó.

Nos atamos las fundas y empezamos a abrirnos paso por la nieve, que nos llegaba hasta cerca de las rodillas y hacía parecer aún más negro el rostro del hermano enfermero. La puerta de la cocina estaba a un tiro de piedra y la enfermería compartía una pared con el edificio principal, de modo que pregunté al hermano si se podía acceder a ella por el interior.

– Existía un pasadizo -respondió-, pero lo tapiaron cuando se declaró la Peste Negra, para evitar la extensión de la epidemia, y no ha vuelto a abrirse. Una medida acertada.

– Anoche, cuando vi a Simón, temí que tuviera la peste. La he visto de cerca, y es algo terrible. Pero supongo que la producen los miasmas del aire de las ciudades.

– Por suerte, yo apenas he tratado casos de peste. Los males con los que suelo enfrentarme son consecuencia de pasar demasiado tiempo de pie rezando en el frío de la iglesia. Y de la vejez, claro.

– Tenéis otro paciente que tampoco parece encontrarse muy bien. El anciano.

– Sí, el hermano Francis. Tiene noventa y cuatro años. Es tan viejo que ha vuelto a la primera infancia. Tiene fiebres. Me temo que podría estar cerca del final de su peregrinaje en esta tierra.

– ¿Qué tiene el monje grueso?

– Llagas varicosas, como el hermano Septimus, pero mucho peores. Se las he drenado, y ahora está haciendo reposo -respondió el enfermero sonriendo con suavidad-. Creo que me costará echarlo. La gente se resiste a abandonar la enfermería. El hermano Andrew se ha convertido en un inquilino permanente. Se quedó ciego siendo mayor y no se atreve a salir. Ha perdido la confianza en sí mismo.