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Mi guía se detuvo ante la gran puerta que había al otro extremo de la sala. Me indicó que esperara, llamó con los nudillos y entró haciendo una profunda reverencia.

– El doctor Shardlake, milord.

A diferencia de la antecámara, el despacho de lord Cromwell sólo estaba iluminado por un pequeño candelabro que había junto al escritorio y que apenas paliaba la oscuridad de la tarde. Cualquier otro hombre de posición tan eminente habría hecho adornar las paredes con ricos tapices; aquéllas, por el contrario, estaban cubiertas de estanterías divididas en cientos de compartimentos provistos de cajones. Por todas partes se veían mesas y arcones cubiertos de informes y listas. Un gran fuego crepitaba en la amplia chimenea.

Al principio no lo vi. Cuando mis ojos se habituaron a la penumbra, distinguí su corpulenta silueta junto a una mesa que había en el rincón más alejado del despacho. Lord Cromwell examinaba con expresión desdeñosa el contenido de un cofre. La boca, grande y de labios finos, la tenía entreabierta sobre el prominente mentón. En aquella actitud, sus mandíbulas se me antojaron una trampa que podía abrirse en cualquier momento y engullirme de un bocado. Lord Cromwell levantó la vista hacia mí y, con uno de sus súbitos cambios de expresión, tan habituales en él, me sonrió afablemente y alzó una mano a modo de saludo. Me incliné ante él tanto como pude, sin poder evitar una mueca de dolor; pues tenía el cuerpo agarrotado tras el largo viaje.

– ¡Acércate, Matthew! -Aunque grave y áspera, la voz era cordial-. Estuviste muy atinado en Croydon. Me alegro de que el embrollo de Black Grange se haya resuelto.

– Gracias, milord.

Al acercarme, observé que llevaba una camisa negra bajo la toga. Lord Cromwell se dio cuenta de mi mirada.

– ¿Te has enterado de la muerte de la reina?

– Sí, milord. Lo siento.

Sabía que, tras la ejecución de Ana Bolena, el vicario general había unido su destino al de la familia de Juana Seymour.

– El rey está destrozado -gruñó lord Cromwell.

Posé la mirada sobre la mesa. Para mi sorpresa, vi que estaba atestada de cofres de diversos tamaños, amontonados sin orden ni concierto. Todos eran de oro o plata, y muchos tenían incrustaciones de pedrería. A través de los cristales, deslustrados por los años, se veían huesos y trozos de tela sobre cojines de terciopelo. Observé con atención el cofre que Su Señoría sujetaba entre las manos; contenía el cráneo de un niño. Lo agitó en el aire con ambas manos y varios dientes que había sueltos en el interior repiquetearon contra las paredes. Lord Cromwell sonrió tétricamente.

– Esto te interesará. Son reliquias traídas a mi consideración -dijo, depositando el cofre en la mesa y señalando la inscripción latina que había en la parte anterior.

– Barbara sanctissima -leí.

Miré la calavera, cuya parte superior conservaba unos cuantos pelos pegados al hueso.

– Es el cráneo de santa Bárbara -dijo lord Cromwell, dando una palmadita al cofre-, una joven virgen que fue sacrificada, en época de los romanos, por su propio padre, un pagano. Procede del monasterio cluniacense de Leeds. Se trata de una reliquia muy venerada -explicó inclinándose sobre la mesa y cogiendo un cofre de plata con incrustaciones que parecían de ópalo-. ¿Y qué tenemos aquí? Otro cráneo de santa Bárbara, éste del convento de Boxgrove, en Lancashire. -Su Señoría rió con sorna-. Dicen que en las Indias hay dragones bicéfalos. Pues bien, nosotros tenemos santos bicéfalos.

– Por Dios… -murmuré observando alternativamente los dos cráneos-. ¿A quiénes pertenecerían?

Lord Cromwell soltó otra carcajada y me palmeó el hombro con fuerza.

– ¡Sí, señor, éste es mi Matthew, siempre buscando respuestas para todo! Ese talento para investigar es lo que yo necesito ahora. El responsable del Tribunal de Desamortización en York dice que el cofre de oro es de estilo romano, pero de cualquier modo será fundido en el horno de la Torre con los demás, y los cráneos acabarán en un estercolero. Los hombres no deben adorar huesos. -Hay un montón…

Miré hacia la ventana. Seguía lloviendo a cántaros y el agua inundaba el patio. A pesar de ello, los carreteros continuaban descargando. Lord Cromwell cruzó la habitación y se acercó a la ventana. Observé que, aunque ahora era un par, y como tal tenía derecho a vestir de escarlata, seguía llevando la misma ropa que yo: la toga y el birrete negros de los funcionarios de la justicia y de la Iglesia, aunque su birrete era de terciopelo y la toga estaba forrada de castor. Advertí que en su larga melena castaña asomaban las primeras hebras grises.

– He ordenado que pongan todas esas imágenes a cubierto -dijo-. No quiero que se mojen. La próxima vez que queme a un traidor papista, quiero utilizar esa madera. -Se volvió y me sonrió siniestramente-. Así verán todos que las llamas que producen sus imágenes no les causan menos dolor a esos herejes ni, por supuesto, mueven a Dios a apagar el fuego. -Su expresión volvió a cambiar y se tornó sombría-. Ven, siéntate. Tenemos trabajo -anunció ocupando su sillón ante el escritorio e indicándome con un gesto de impaciencia la silla que había enfrente-. Pareces cansado, Matthew -comentó escrutándome con sus grandes ojos castaños, que, como su rostro, cambiaban constantemente de expresión. Ahora ésta era fría.

– Un poco. Ha sido un largo viaje.

Recorrí el escritorio con la mirada. Estaba atestado de documentos, en algunos de los cuales se veía el sello real, reluciente a la luz de las velas. Un par de cofrecillos de oro hacían las veces de pisapapeles.

– Me alegro de que encontraras los títulos de esos bosques -dijo lord Cromwell-. Sin ellos, el asunto habría seguido rodando por los tribunales durante años.

– Los tenía el antiguo tesorero. Se los llevó cuando clausuraron el monasterio. Al parecer, los lugareños reclamaban los bosques como tierras comunales. Sir Richard sospechaba de un rival local, pero yo empecé por el tesorero, que era el último que había visto los documentos.

– Bien hecho. Era lo más lógico.

– Le seguí el rastro hasta la iglesia del pueblo, de la que había sido nombrado rector. No tardó en confesar y entregármelos.

– Seguro que lo habían comprado los aldeanos. ¿Lo pusiste en manos de la justicia?

– No lo hizo por dinero. Creo que sólo quería ayudar a la gente del pueblo. La zona es muy pobre. Me pareció mejor dejar las cosas como estaban.

Lord Cromwell se recostó en el asiento. Su rostro se había endurecido.

– Había cometido un delito, Matthew. Deberías haberlo entregado a las autoridades, como ejemplo para otros. Espero que no te estés ablandando. En estos tiempos, necesito hombres duros a mi servicio, Matthew, hombres duros. -De golpe, su rostro manifestó la misma cólera que había visto en él diez años atrás, el mismo día en que lo conocí-. Esto no es la Utopía de Tomás Moro, una nación de inocentes salvajes que sólo esperan la palabra de Dios para ver colmada su felicidad. Es un reino violento, corrompido por una Iglesia decadente.

– Lo sé.

– Los papistas se servirán de todos los medios a su alcance para impedirnos construir la república cristiana, y por los clavos de Cristo que yo haré otro tanto para vencerlos.

– Lamento haberme equivocado.

– Hay quien dice que eres blando, Matthew -murmuró Su Señoría-. Falto de ardor y celo religioso, puede que incluso de lealtad.

En circunstancias similares, lord Cromwell acostumbraba a mirar a su interlocutor fijamente, sin parpadear, hasta obligarlo a bajar la vista. Cuando éste volvía a alzarla, descubría que los duros ojos castaños del vicario general seguían clavados en él… El corazón me palpitaba en el pecho. Había intentado guardar mis dudas y mi desencanto para mí; desde luego, no le había hablado de ello a nadie.