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– ¿Tenéis muchos monjes ancianos a vuestro cuidado?

– Una docena. Los hermanos suelen vivir hasta edades muy avanzadas. Tengo cuatro que pasan de los ochenta.

– Están a salvo de las preocupaciones y las penalidades de la mayoría de la gente.

– O puede que la fe fortalezca el cuerpo tanto como el alma. Ya hemos llegado -dijo el hermano Guy empujando la pesada puerta de roble.

Tal como me había explicado la noche anterior, un corto pasillo conducía a la puerta interior de la cocina, que permanecía abierta. Al acercarnos, nos llegó ruido de voces y traqueteo de cacharros y nos envolvió un delicioso aroma a pan recién cocido. En el interior, que era amplio y estaba limpio y ordenado, media docena de criados se afanaba en preparar el almuerzo.

– Entonces, hermano, cuando entrasteis la otra noche, ¿dónde estaba el cuerpo?

El enfermero avanzó unos pasos bajo las miradas de curiosidad de los criados.

– Justo aquí, junto a la mesa grande. Estaba boca arriba, con las piernas apuntando hacia la puerta. La cabeza había ido a parar allí -añadió, señalando una cuba de hierro en la que podía leerse: «Manteca.»

Seguí su mirada, igual que los criados. Uno de ellos se santiguó.

– Es decir, que acababa de cruzar la puerta cuando lo atacaron -murmuré.

Cerca de la mesa había un enorme aparador, tras el que el asesino podía haberse ocultado antes de saltar sobre Singleton y asestarle el golpe. Me acerqué al mueble y azoté el aire con el bastón. El criado que estaba más cerca retrocedió asustado-. Sí, hay sitio de sobra para blandir una espada. Yo diría que ocurrió de ese modo.

– Con un arma bien afilada y un brazo fuerte, sí, es posible -dijo el hermano Guy, pensativo.

– Habría que ser hábil y estar acostumbrado a manejar una espada de buen tamaño -dije, y me volví hacia los criados-. ¿Quién es el cocinero jefe?

Un individuo barbudo con el delantal cubierto de manchas dio un paso al frente e inclinó la cabeza.

– Ralph Spenlay, señor.

– Tú eres el jefe de cocina y como tal tienes una llave de la puerta exterior, ¿no es así, Spenlay?

– Sí, comisionado.

– ¿Y esa puerta es la única vía de entrada?

– En efecto.

– ¿Se cierra con llave la puerta interior?

– No es necesario, porque el único modo de llegar a ella es a través de la puerta del patio.

– ¿Quién más tiene llave?

– El enfermero, el abad y el prior, comisionado. Y, por supuesto, el señor Bugge, el portero, para sus rondas nocturnas. Nadie más. Yo vivo en el monasterio; abro por la mañana y cierro por la noche. Si alguien quiere la llave, me la pide a mí. De otro modo, la gente robaría comida, ¿comprendéis? Les da igual que sea para la mesa de los monjes. Alguna mañana, incluso he visto al hermano Gabriel remoloneando en el pasillo, esperando que nos diéramos la vuelta para coger algo. Y eso que es el sacristán…

– ¿Qué ocurre cuando estás enfermo, o ausente, y alguien necesita entrar?

– Tiene que pedirle la llave al señor Bugge o al prior. -El hombre sonrió-. Y a ninguno de los dos les gusta que los molesten, si no es para algo importante.

– Gracias, Spenlay, me has sido de gran ayuda -dije extendiendo la mano y cogiendo un dulce de una bandeja.

El cocinero me lanzó una mirada de reproche.

– Excelente. No os entretengo más, hermano Guy. Ahora querría ver al tesorero, si sois tan amable de indicarme el camino.

Siguiendo las indicaciones del enfermero, volví al patio y avancé con precaución por la nieve, que crujía bajo las fundas de cuero de mis zapatos. Esa mañana el monasterio estaba mucho más tranquilo que el día anterior, pues ni hombres ni perros parecían dispuestos a abandonar los edificios. Cuanto más lo pensaba, más evidente me parecía que sólo un experto espadachín habría podido deslizarse tras Singleton y cortarle la cabeza de un tajo. No podía imaginarme a ninguna de las personas que había conocido desde mi llegada haciendo algo parecido. El abad era fuerte, y el hermano Gabriel también, pero la habilidad con la espada es algo propio de caballeros, no de monjes. Al pensar en Gabriel, recordé las palabras del cocinero. Me habían dejado perplejo; el sacristán no parecía alguien a quien cupiera imaginar merodeando por la cocina para robar comida.

Recorrí el patio nevado con la mirada. El camino de Londres estaría impracticable; no era agradable saber que Mark y yo estábamos atrapados allí con un asesino. De pronto, caí en la cuenta de que, inconscientemente, avanzaba por el centro del patio, procurando no acercarme a las puertas y los lugares resguardados. Me estremecí. Caminar solo por aquel silencio blanco entre los altos muros del monasterio resultaba inquietante, de modo que fue un alivio ver a Bugge, que despejaba de nieve la entrada con la ayuda de otro criado.

Al ver que me acercaba, el portero alzó el rostro, enrojecido por el esfuerzo. Su compañero, un joven fornido con la cara cubierta de verrugas, me sonrió nerviosamente e inclinó la cabeza. Llevaban rato trabajando y apestaban a sudor.

– Buenos días, señor comisionado -dijo Bugge con inesperada amabilidad. Sin duda, le habían ordenado que me tratara con respeto.

– ¡Vaya tiempo!

– Y que lo digáis, señor. Ha vuelto a adelantarse el invierno.

– Puesto que ya nos conocemos, me gustaría hacerte algunas preguntas sobre las rondas nocturnas.

El portero asintió, clavó la pala en la nieve y apoyó las manos en ella.

– Todas las noches recorremos el monasterio dos veces, a las nueve y a las tres y media. David, aquí presente, o yo, hacemos una ronda completa y comprobamos todas las puertas.

– ¿Y las exteriores? ¿Permanecen cerradas durante la noche?

– De las nueve de la noche a las nueve de la mañana, cuando acaba el rezo de prima. Cuando están cerradas, aquí no se cuela ni un perro.

– Ni un perro ni un gato -se apresuró a confirmar el chico. Tal vez fuera feo, pero no parecía tonto.

– Los gatos pueden trepar -repuse-. Y las personas, también.

El portero me miró con expresión malhumorada.

– Pero no un muro de cuatro varas. Vos lo habéis visto, señor. No hay donde agarrarse. Nadie podría escalarlo.

– ¿No hay ninguna brecha en todo el perímetro?

– En la parte posterior, sí. Hay algún trozo en ruinas. Pero ese lado da a la marisma. Nadie se atrevería a acercarse por ese cenagal, especialmente de noche. No sería el primero que diera un paso en falso y desapareciera en el lodo. -El portero levantó una mano y la dejó caer-. ¡Glup!

– Si es imposible entrar, ¿por qué hacéis rondas?

Bugge se inclinó hacia mí, y tuve que retroceder para evitar el tufo a sudor; pero el portero no se dio por aludido.

– La gente es pecadora, señor, incluso aquí -murmuró en tono confidencial-. En la época del anterior prior las cosas se relajaron mucho. Nada más llegar, el prior Mortimus ordenó que hiciéramos rondas nocturnas y le informáramos inmediatamente cuando encontráramos a alguien fuera de la cama. Y eso es lo que hago. Sin miedo ni favoritismos -añadió con una sonrisa de satisfacción.

– ¿Qué me dices de la noche en que mataron al comisionado Singleton? ¿Viste algo que sugiriera la presencia de intrusos?

El portero negó con la cabeza.

– No, señor. Juraría que entre las tres y media y las cuatro y media estaba todo en orden, porque me tocó hacer esa ronda. Como de costumbre, comprobé la puerta exterior de la cocina, y estaba cerrada. Con el único que me crucé fue con el comisionado -añadió dándose importancia.

– Sí, eso he oído. ¿Dónde?

– Mientras hacía la ronda, pasé por el claustro, vi algo que se movía y le grité. Era el comisionado, completamente vestido.