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– ¿Qué hacía levantado a esas horas?

– Dijo que tenía una cita, señor -respondió el portero sonriendo satisfecho-. Y que, si veía a uno de los hermanos y me decía que iba a encontrarse con él, lo dejara pasar.

– Así que iba a encontrarse con alguien…

– Eso parece. Y, además, estaba muy cerca de la cocina.

– ¿Qué hora sería?

– Sobre las cuatro y cuarto, diría yo. Estaba acabando mi ronda.

Hice un gesto hacia la imponente mole que se alzaba a sus espaldas.

– ¿Está cerrada la iglesia durante la noche?

– No, señor, nunca. Pero, antes de recorrer el claustro, entré a echar un vistazo, como siempre, y todo estaba normal. Luego, a las cuatro y media, terminé la ronda. El prior Mortimus me ha dado un pequeño reloj -dijo Bugge con orgullo-, y siempre compruebo la hora. Dejé a David de guardia y dormí un rato, hasta que me despertó el alboroto, a las cinco.

– De modo que el comisionado Singleton iba al encuentro de uno de los monjes… Entonces, parece que el terrible crimen que se cometió aquí hace una semana fue obra de un monje.

El portero titubeó.

– Yo lo único que digo es que no pudo entrar nadie de fuera. Eso es todo lo que sé. Es imposible.

– Imposible no, pero sí improbable -repuse asintiendo-. Gracias, Bugge, me has sido de gran ayuda.

Hundí el bastón en la nieve, di media vuelta y dejé que continuaran con su trabajo.

Volví sobre mis pasos hasta la puerta verde de la contaduría. Entré sin llamar y me encontré en una sala que me recordó mi propio mundo: paredes encaladas cubiertas de estanterías llenas de libros de contabilidad y listas y facturas clavadas en los pocos espacios libres. Dos monjes trabajaban sentados ante sendos escritorios. Uno, viejo y legañoso, contaba monedas. El otro, inclinado sobre un libro mayor, era el monje joven y barbudo que había perdido a las cartas la noche anterior. Tras ellos, había un cofre con la cerradura más grande que había visto en mi vida; los fondos de la abadía, sin duda.

Al verme entrar, los dos monjes se levantaron de un salto.

– Buenos días -dije, y mi aliento se convirtió en vaho al contacto con el gélido aire de la sala-. Busco al hermano Edwig.

El monje joven miró hacia una puerta interior.

– El hermano Edwig está con el abad…

– ¿Ahí dentro? Entonces me reuniré con ellos -dije avanzando hacia la puerta sin hacer caso de la mano que se alzaba para contenerme.

Empujé la hoja y me encontré al pie de una escalera que ascendía hasta un pequeño rellano cuya ventana ofrecía una vista de la marisma nevada. Enfrente había una puerta tras la que se oían voces. Me detuve ante ella, pero no pude entender lo que decían. Abrí y entré.

El abad Fabián se dirigía al hermano Edwig en tono malhumorado:

– Deberíamos pedir más. Nuestra posición no nos permite venderlas por menos de trescientas…

– Necesito el d-dinero en mis arcas ahora, hermano abad. ¡Si las paga al c-contado, deberíamos vendérselas! -replicó el tesorero con firmeza a pesar del tartamudeo.

En ese momento, el abad se volvió hacia la puerta y me miró, sorprendido.

– ¡Ah, doctor Shardlake…!

– Señor comisionado, ésta es una conversación privada -me espetó el hermano Edwig con una súbita expresión de cólera.

– Me temo que, en lo que a mí respecta, no existe tal cosa. Quién sabe lo que podría perderme si llamara a cada puerta y me quedara esperando.

El tesorero consiguió dominarse y, convertido de nuevo en oficioso burócrata, agitó las manos en el aire.

– N-no, por supuesto, perdonadme. Estábamos hablando de las cuentas del monasterio; tenemos que vender algunas tierras para costear las obras de la iglesia, un asun-asun… -tartamudeó el hermano Edwig con el rostro congestionado.

– Un asunto sin interés para vuestra investigación -terció el abad con una sonrisa.

– Hermano tesorero, hay un asunto que sí es de interés para mi investigación y deseo discutirlo con vos -respondí sentándome junto a un escritorio de roble con numerosos cajones, el único mueble del pequeño cuarto, aparte de más estanterías llenas de libros de contabilidad.

– Por supuesto, estoy a vuestra disposición, señor comisionado.

– Según el doctor Goodhaps, el día en que asesinaron al comisionado Singleton, éste estaba revisando uno de vuestros libros de cuentas, que luego desapareció.

– No de-desapareció, señor. Fue devuelto a la contaduría.

– Tal vez podáis decirme qué contenía.

– No consigo recordarlo -respondió el tesorero tras pensarlo unos instantes-. Las cuentas de la enfermería, creo. Llevamos las cuentas de cada dependencia por separado: la sacristía, de la enfermería y así sucesivamente. Las del monasterio las tenemos en un libro mayor.

– Si el comisionado Singleton tomaba prestados vuestros libros de cuentas, supongo que lo apuntaríais…

– No os qu-quepa duda -respondió el monje frunciendo el entrecejo con suficiencia-. Pero más de una vez se llevó libros sin decírnoslo ni a mí ni a mi ayudante, y nos pasamos el día buscándolos como locos.

– Entonces, ¿no queda constancia de todo lo que revisó?

– ¿C-cómo va a quedar, si se llevaba lo que quería? -exclamó el tesorero extendiendo los brazos-. Lo s-siento…

Asentí.

– ¿Ya está todo en orden en la contaduría?

– Gracias a Dios.

– Muy bien -dije poniéndome en pie-. Por favor, encargaos de que lleven todos los libros de los últimos doce meses a mi habitación de la enfermería. ¡Ah, y los de las dependencias también!

– ¿Todos los libros? -El hermano Edwig no se habría asustado tanto si le hubiera ordenado que se quitara el hábito y se paseara desnudo por la nieve-. Eso sería un trastorno terrible, paralizaría todo el trabajo de la contaduría…

– Sólo será una noche. Tal vez dos.

El tesorero parecía dispuesto a seguir discutiendo, pero el abad Fabián lo atajó:

– Debemos cooperar, hermano Edwig. Os llevarán los libros tan pronto como los reúnan, comisionado.

– Os lo agradezco. Y ahora, señor abad…, anoche visité a ese pobre novicio, el joven Whelplay.

El abad asintió con expresión grave.

– El hermano Edwig y yo iremos a verlo más tarde.

– Tengo que revisar las cuentas mensuales de los donativos -murmuró el tesorero.

– Aun así, como monje con mayor responsabilidad después del prior Mortimus, debéis acompañarme. -El abad Fabián soltó un suspiro-. Puesto que el hermano Guy ha expresado una queja…

– Una queja seria -puntualicé-. Parece que el muchacho podría haber muerto…

El abad alzó una mano.

– No os preocupéis, investigaré el asunto a fondo.

– ¿Puedo preguntar, señor abad, qué ha hecho exactamente ese joven para merecer semejante castigo?

Los hombros del abad se tensaron.

– Para seros franco, doctor Shardlake…

– Sí, por favor, franqueza.

– Al chico no le gustan las reformas, la predicación en inglés… Siente un gran apego por la misa latina y por el canto. Teme que se imponga el canto en inglés…

– Extraña preocupación para alguien tan joven…

– Le gusta mucho la música. Ayuda al hermano Gabriel con los libros de los oficios. Tiene dotes, pero también opiniones improcedentes. Habló en el capítulo, cosa que un novicio no debe hacer…

– Espero que no dijera nada comprometedor, como el hermano Jerome…

– Ninguno de mis monjes diría nada comprometedor, señor comisionado. Ninguno -respondió el abad con firmeza-. El hermano Jerome no forma parte de la comunidad.

– Muy bien. Así que el prior mandó a Simón Whelplay a trabajar en los establos y lo puso a pan y agua. Parece excesivo…

– No era su única falta -alegó el abad sonrojándose.

– Habéis dicho que ayuda al hermano Gabriel -murmuré tras reflexionar durante unos instantes-. Tengo entendido que el hermano sacristán cometió ciertos pecados…