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El abad, nervioso, empezó a juguetear con las mangas del hábito.

– Simón Whelplay reconoció ciertos… deseos impuros… hacia el hermano Gabriel. Pero era un pecado de pensamiento, señor, sólo de pensamiento. El hermano Gabriel ni siquiera lo sabía. Se ha mantenido puro desde… desde los problemas de hace dos años. El prior Mortimus vigila esas cosas atentamente, muy atentamente.

– No tenéis maestro de novicios, ¿verdad? Insuficientes vocaciones, supongo…

– Desde la Gran Peste, el número de monjes ha disminuido en todos los conventos generación tras generación -admitió el abad en un tono razonable-. Pero, con una vida religiosa renovada bajo la tutela del rey, puede que los monasterios se revitalicen y sean más los que elijan la vida…

No pude por menos de preguntarme si realmente lo creía, si estaba tan ciego a las señales. El tono suplicante de su voz me hizo comprender que, efectivamente, pensaba que los monasterios podrían sobrevivir. Miré al tesorero; había cogido un papel del escritorio y lo estaba examinando, ajeno a la conversación.

– ¿Quién sabe lo que nos depara el futuro? -dije avanzando hacia la puerta-. Os agradezco vuestra ayuda, hermanos. Ahora debo enfrentarme de nuevo a los elementos para ir a visitar la iglesia. Y al hermano Gabriel… -añadí, y dejé al abad mirándome con inquietud, mientras el tesorero seguía repasando sus balances.

Estaba cruzando el patio del claustro, cuando una molesta sensación me dio a entender que debía hacer una visita al excusado. La noche anterior, el hermano Gabriel me había indicado dónde estaba; lo más rápido era salir por la parte posterior de la enfermería y atravesar un pequeño corral, en cuyo extremo se encontraban las letrinas.

Volví a la sala de la enfermería y salí al corral, que estaba tapiado por tres lados y atravesado por una cañería que pasaba por debajo de las letrinas y que, por tanto, hacía las veces de cloaca. No pude por menos de admirar el ingenio de los constructores del monasterio. Pocas casas estaban tan bien acondicionadas, ni siquiera en Londres. A menudo me preguntaba con aprensión qué ocurriría cuando se llenara el pozo ciego de mi jardín, que tenía seis varas de profundidad.

Las gallinas cloqueaban y daban vueltas por el corral, del que los criados ya habían retirado la mayor parte de la nieve. Un par de cerdos se asomaban por encima de la empalizada de una improvisada pocilga. Alice estaba vertiendo las sobras de la comida en el comedero de los animales. Me dije que mis necesidades podían esperar y me acerqué a ella.

– Veo que tienes muchas obligaciones. Además de enfermos, cerdos.

La joven sonrió.

– Sí, señor. El trabajo de una sirvienta no acaba nunca.

Me asomé a la pocilga para ver si era posible esconder algo entre la paja y el barro, pero comprendí que los marrones y peludos animales acabarían desenterrando cualquier cosa. Podían zamparse una prenda de ropa ensangrentada, pero no una espada ni una reliquia.

– No veo más que gallinas -dije recorriendo el patio con la mirada-. ¿No hay gallo?

Alice negó con la cabeza.

– No, señor. Al pobre Jonás lo mataron. Fue el gallo que sacrificaron en el altar de la iglesia. Era precioso; se paseaba contoneándose de un modo que me hacía reír.

– Sí, son unos animales muy cómicos. Como pequeños reyes exhibiéndose y pavoneándose entre sus súbditos.

– Así era Jonás -respondió la chica sonriendo-. Cuando me acercaba a él, me miraba desafiante con sus brillantes ojillos, agitaba las alas y soltaba un quiquiriquí…, pero no era más que fanfarronería. Si me acercaba mucho, se daba media vuelta y salía huyendo.

Para mi sorpresa, sus grandes ojos azules se llenaron de lágrimas, y bajó la cabeza. Al parecer, además de carácter tenía corazón.

– La profanación de la iglesia fue algo terrible -murmuré.

– Pobre Jonás -dijo la chica moviendo la cabeza y respirando hondo.

– Dime, Alice, ¿cuándo advertiste que había desaparecido?

– La noche del asesinato.

– Aquí sólo se puede entrar pasando por la enfermería o por las letrinas, ¿verdad? -le pregunté recorriendo el patio con la mirada.

– Sí, señor.

Asentí. Otra prueba de que el asesino conocía bien el monasterio. Un retortijón de tripas me advirtió que no debía seguir aguantándome. De mala gana, me disculpé y corrí hacia las letrinas.

Nunca había estado en los retretes de un monasterio. En la escuela de Lichfield bromeaban sobre lo que debían hacer los monjes allí dentro, pero las letrinas de Scarnsea no tenían nada de particular. Las paredes de piedra estaban desnudas y el alargado rectángulo del suelo permanecía en penumbra, pues las ventanas eran altas. A lo largo de una de las paredes había un banco con agujeros circulares, y en el extremo más alejado, tres cubículos cuyo uso estaba reservado a los obedienciarios. Para llegar a ellos, tuve que pasar junto a los dos monjes que estaban sentados en el banco común. Uno era el joven al que había visto en la contaduría. El otro se puso en pie precipitadamente, inclinó la cabeza ante mí al tiempo que se bajaba el hábito y luego se volvió hacia su vecino.

– ¿Piensas pasar ahí toda la mañana, Athelstan?

– Déjame tranquilo. Tengo cólico.

Entré en uno de los cubículos, corrí el pestillo y me senté, profiriendo un suspiro. Después de aliviarme, me quedé escuchando el riachuelo que corría bajo mis pies y pensé en Alice. Si el monasterio se cerraba, ella se quedaría sin trabajo. Me pregunté qué podía hacer por la muchacha; tal vez ayudarla a encontrar algo en la ciudad. Me entristecía que una joven como ella hubiera acabado en un sitio como aquél, pero seguramente era de familia humilde. ¡Cómo se había conmovido al recordar al pobre gallo!… Había estado a punto de cogerla del brazo y consolarla. Sacudí la cabeza y me reproché mi debilidad. Sobre todo, después de las advertencias que le había hecho a Mark.

Un ruido me arrancó de mis reflexiones y me hizo levantar la cabeza y contener la respiración. Al otro lado de la puerta, alguien se movía con sigilo, pero yo había oído el tenue roce de unas fundas de cuero contra la piedra. En ese momento, me alegré de haber tenido la precaución de desplazarme por el patio manteniéndome a distancia de las puertas. Con el corazón palpitante, me até las calzas y me levanté sin hacer ruido, echando mano a la daga. Pegué la oreja a la puerta y oí la respiración de alguien que estaba al otro lado.

Me mordí el labio. El joven monje de la contaduría ya debía de haberse marchado, y seguramente ahora me encontraba solo con el desconocido que acechaba al otro lado de la puerta del cubículo. Confieso que la idea de que el asesino de Singleton estuviera esperándome como lo había esperado a él me ponía los pelos de punta.

Las puertas de los cubículos se abrían hacia fuera. Con infinito cuidado, descorrí el pestillo, retrocedí y le di una patada a la puerta con todas mis fuerzas. Oí un grito de sobresalto, al tiempo que la hoja golpeaba contra la del cubículo de al lado y dejaba ver al hermano Athelstan, que había salido despedido hacia atrás y agitaba los brazos en el aire tratando de recuperar el equilibrio. Vi con alivio que tenía las manos vacías. Cuando avancé hacia él empuñando la daga, me miró con los ojos como platos.

– ¿Qué estabais haciendo? -le grité-. ¡Os he oído en la puerta!

El monje tragó saliva, y su prominente nuez de Adán subió y bajó rápidamente. Estaba blanco como la pared.

– ¡No pretendía asustaros, señor! ¡Estaba a punto de llamar, os lo juro!

– ¿Por qué? -le pregunté bajando la daga-. ¿Qué queréis?

El hermano Athelstan lanzó una mirada inquieta hacia la puerta que comunicaba con los dormitorios.

– Necesitaba hablar con vos en privado, señor. Cuando os he visto entrar, he decidido esperar hasta que estuviéramos solos.