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– ¿De qué se trata?

– Aquí no, por favor -murmuró, asustado-. Podría venir alguien. Por favor, señor, ¿podríais encontraros conmigo en la destilería? Está junto al establo. Esta mañana no habrá nadie allí.

Lo miré con atención. Parecía al borde del desmayo.

– Muy bien. Pero iré con mi ayudante.

– Sí, señor, como queráis… -se interrumpió el hermano Athelstan al ver la desgarbada figura del hermano Jude, que apareció por la puerta de los dormitorios; a continuación, se marchó a toda prisa.

El despensero, que sin duda había optado por descansar tras haber decidido con qué manjares iba a regalar a los monjes, me miró extrañado, inclinó la cabeza y entró en uno de los cubículos. Oí que cerraba el pestillo con un golpe seco. Una vez solo, me di cuenta de que estaba temblando. Me estremecía de pies a cabeza, como una hoja de álamo.

11

Conseguí calmarme a fuerza de respirar hondo y me apresuré a volver a la enfermería. Mark, sentado a la mesa del cuarto donde habíamos desayunado, conversaba con Alice, que había vuelto del corral y se había puesto a lavar platos. Al verla alegre y relajada, sin rastro de la reserva que había mostrado conmigo, no pude evitar sentir celos.

– ¿Tienes algún día de descanso? -le estaba preguntando Mark.

– Medio a la semana. Cuando la cosa está tranquila, el hermano Guy deja que me coja uno entero.

Al verme entrar como una exhalación, se volvieron hacia mí.

– Tengo que hablar contigo, Mark.

Mi ayudante me siguió a nuestra habitación, donde le conté mi extraño encuentro con el hermano Athelstan.

– Ven conmigo. Y coge la espada. Parece más taimado que peligroso, pero toda precaución es poca.

Volvimos al patio, donde Bugge y su ayudante seguían quitando la nieve. Al pasar frente al establo, que tenía la puerta abierta, miré al interior. Un mozo apilaba heno ante la atenta mirada de los caballos, que lanzaban espesas bocanadas de vaho al gélido aire de la mañana. No era un trabajo para un muchacho tan enfermizo como Whelplay.

Empujé la puerta de la destilería. Allí dentro hacía calor. A través de una puerta lateral, vi que ardía un pequeño fuego. Una escalera conducía al secadero del primer piso. La sala principal, llena de barriles y tinas, estaba desierta. Noté que algo se movía sobre mi cabeza y di un respingo; al mirar al techo, vi que había gallinas posadas en las vigas.

– ¡Hermano Athelstan! -susurré.

Oímos un ruido a nuestras espaldas, y Mark se llevó la mano a la espada al tiempo que el escuálido monje surgía de detrás de un barril.

– Comisionado… -murmuró inclinando la cabeza-. Gracias por venir.

– Espero que hayáis tenido una buena razón para comportaros de esa manera en el excusado. ¿Estamos solos?

– Sí, señor. El cervecero está ausente mientras se seca el lúpulo.

– ¿No estropean las gallinas la cerveza? Esos animales lo ponen todo perdido…

El monje se acarició la rala barba con un gesto nervioso.

– El cervecero dice que le da más sabor.

– No sé si la gente de la ciudad estaría de acuerdo -comentó Mark.

El hermano Athelstan se acercó y me miró fijamente.

– Señor, ¿conocéis el apartado de las ordenanzas de lord Cromwell donde se dice que cualquier monje que tenga alguna queja puede acudir directamente a un representante suyo en lugar de al abad?

– La conozco. ¿Tenéis alguna queja?

– Información, más bien -respondió el hermano Athelstan, y respiró hondo-. Sé que lord Cromwell busca información sobre los delitos que puedan cometerse en las comunidades religiosas. He oído, señor, que sus informantes reciben una recompensa.

– Siempre que su información sea valiosa -repuse, observándolo con atención.

En mi trabajo he tenido que tratar a menudo con informadores, y puedo decir que nunca ha habido tantos individuos de esa odiosa ralea como en aquellos años. ¿Sería Athelstan el monje con el que iba a encontrarse Singleton la noche en que lo asesinaron? Sin embargo, no me parecía que aquel joven hubiera interpretado ese papel con anterioridad. Buscaba una recompensa, pero estaba asustado.

– Creía… creía que cualquier información sobre delitos que se hubieran cometido aquí os ayudaría a descubrir al asesino del comisionado Singleton…

– ¿Qué tenéis que contarme?

– Se trata de los obedienciarios, señor. No les gustan las nuevas disposiciones de lord Cromwelclass="underline" los sermones en inglés, las reglas de vida más estrictas… Los he oído murmurar entre ellos, señor, en la sala capitular, antes de las reuniones de la comunidad.

– ¿Y qué habéis oído?

– Les he oído decir que las nuevas ordenanzas son una imposición de gente que no conoce ni aprecia la regla. El abad, el hermano Guy, el hermano Gabriel y mi jefe, el hermano Edwig. Todos piensan lo mismo.

– ¿Y el prior Mortimus?

Athelstan se encogió de hombros.

– Él nada a favor de la corriente.

– No es el único… Hermano Athelstan, ¿habéis oído decir a alguno de ellos que se debería restaurar la obediencia al Papa, o emitir juicios contra lord Cromwell o hacer comentarios sobre el divorcio del rey?

– No -respondió el monje tras unos instantes de vacilación-. Pero… podría decir que lo han hecho, señor, si fuera necesario.

Me eché a reír.

– Y la gente, por supuesto, os creería, sólo porque arrastráis los pies y vais con la cabeza gacha, ¿verdad? Pues yo no opino lo mismo.

Athelstan volvió a acariciarse la barba.

– Si puedo seros útil de algún otro modo -murmuró-, a vos o a lord Cromwell… Me sentiría muy honrado trabajando para él.

– ¿Por qué, hermano Athelstan? ¿No estáis a gusto aquí?

El rostro del monje se ensombreció. Era el rostro de un hombre débil y desgraciado.

– Trabajo en la contaduría, a las órdenes del hermano Edwig. Es un jefe duro.

– ¿Por qué? ¿Qué hace?

– Nos hace trabajar como esclavos. Si falta un mísero penique, se pone hecho una furia y nos obliga a repasar todas las cuentas. Hace algún tiempo cometí una pequeña falta, y ahora me tiene en la contaduría día y noche. Ha salido un momento; si no, no me habría atrevido a ausentarme tanto rato.

– Así que, como vuestro jefe os castiga por vuestros errores, pondríais al hermano Gabriel y a los demás en dificultades ante lord Cromwell, con la esperanza de que Su Señoría os facilitara una vida más cómoda…

Athelstan parecía perplejo.

– Pero ¿no quiere que los monjes le informemos, señor? Mi única intención es ayudarlo.

Solté un suspiro.

– Estoy aquí para investigar la muerte del comisionado Singleton, hermano. Si tenéis alguna información relevante al respecto, os escucho. En caso contrario, no me hagáis perder el tiempo.

– Lo siento.

– Podéis marcharos.

El joven monje parecía a punto de decir algo más, pero se lo pensó mejor y abandonó la destilería a toda prisa.

– ¡Dios, qué criatura! -exclamé dándole una patada a un barril y riendo con exasperación-. Bueno, esto no nos lleva a ninguna parte.

– ¡Informadores! No traen más que problemas -opinó Mark.

De pronto, soltó una maldición y se apartó de un salto, pues una de las gallinas del techo acababa de ponerle perdida la capa.

– Sí, son como esas gallinas. Les da igual dónde caiga su mierda -dije dando vueltas por la destilería-. Jesús, ese majadero casi me mata del susto en las letrinas. Creía que era el asesino, decidido a acabar conmigo.

Mark me miró muy serio.

– Confieso que no me gusta estar solo aquí. No me fío ni de mi sombra. Tal vez deberíamos permanecer juntos, señor.

Meneé la cabeza.

– No, hay mucho que hacer. Vuelve a la enfermería. Parece que te las apañas bien con Alice.