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– ¿Siempre habéis sido monje? -le pregunté.

– Profesé a los diecinueve años. No he conocido otra vida. Ni la he deseado -aseguró deteniéndose ante una gran hornacina que carecía de estatua.

Alrededor del pedestal, cubierto con una tela negra, había un enorme montón de bastones, muletas y otros utensilios empleados por los tullidos, entre los que vi un pesado collarín como los que suelen llevar los niños contrahechos para que se les enderece la espalda; yo mismo había usado uno, que no me había servido de nada.

– Ahí es donde estaba la mano del Buen Ladrón -suspiró el hermano Gabriel-. Es una pérdida terrible; ha curado a muchas personas desgraciadas. -Mientras hablaba, lanzó la inevitable mirada a mi espalda; luego apartó la vista e hizo un gesto hacia el montón de muletas-. Todas estas cosas pertenecían a gente a la que curó el Buen Ladrón a lo largo de los años. Ya no las necesitaban y las dejaron ahí como muestra de gratitud.

– ¿Cuánto tiempo llevaba la reliquia aquí?

– La trajeron de Francia los monjes que fundaron San Donato en mil ochenta y siete. Llevaba siglos en Francia y antes, en Roma.

– Creo que el relicario era valioso. De oro con esmeraldas incrustadas.

– Los enfermos pagaban gustosos por tocarlo, ¿sabéis? Se sintieron muy decepcionados cuando las ordenanzas prohibieron exhibir reliquias a cambio de donativos.

– Supongo que es muy grande…

El hermano Gabriel asintió.

– En la biblioteca hay un grabado. Si queréis verlo…

– Me gustaría, sí. Gracias. Decidme, ¿quién descubrió que la reliquia había desaparecido?

– Fui yo. Y también la profanación del altar.

– Contadme cómo ocurrió, por favor.

Me senté en el saliente de un contrafuerte. Tenía la espalda mucho mejor, pero prefería no permanecer de pie demasiado tiempo.

– Me levanté hacia las cinco, como de costumbre, y vine a preparar la iglesia para los maitines. Por la noche, sólo dejo unas cuantas velas encendidas ante las imágenes, así que cuando entré con mi ayudante, el hermano Andrew, no vi nada extraño. Fuimos al coro; Andrew prendió las velas de los candeleros y yo abrí los libros de oración por la página que tocaba leer esa mañana. Al aumentar la luz, Andrew descubrió un rastro de sangre y me llamó. Llevaba al presbiterio. -El sacristán se estremeció-. Allí, sobre el altar mayor, había un gallo negro degollado. Dios se apiade de nosotros… Plumas negras manchadas de sangre en el mismo altar y una vela encendida en cada extremo, emulando un ritual satánico -murmuró el sacristán y se santiguó.

– ¿Podéis mostrarme el sitio, hermano?

– La iglesia ha sido reconsagrada -dijo el sacristán tras una vacilación-, pero no sé si conviene revivir lo ocurrido ante el mismo altar.

– Aun así, debo pediros…

A regañadientes, el hermano Gabriel me precedió por una puerta practicada en el cancel que conducía al coro. En ese momento recordé que, según Goodhaps, los monjes parecían más afectados por la profanación que por la muerte de Singleton.

En el coro había dos filas de bancos ricamente tallados y ennegrecidos por los años, colocadas una frente a otra sobre el suelo de baldosas.

– Aquí empezaba el rastro de sangre -dijo el sacristán señalando el suelo-. Llegaba hasta allí.

Lo seguí hasta el presbiterio, donde se alzaba el altar, cubierto con un mantel blanco. Detrás había un retablo primorosamente tallado y decorado con pan de oro. El aire estaba saturado de incienso. El hermano Gabriel señaló dos ornamentados candeleros de plata situados, a cierta distancia uno de otro, en el centro del altar, donde se colocan la patena y el cáliz durante la misa.

– Estaba ahí.

En mi opinión, la misa debería ser una sencilla ceremonia en inglés, para que los hombres pudieran meditar sobre su relación con Dios, sin la distracción de un decorado aparatoso ni de las fiorituras del latín. Tal vez por eso, o quizá por los hechos que habían ocurrido allí, al contemplar el adornado altar a la tenue luz de las velas, tuve una súbita percepción del mal, tan intensa que me estremecí. La percepción, no de un crimen ordinario, ni de unos cuantos pecados furtivos, sino del mal mismo en acción.

– Hace veinte años que profesé -dijo el hermano Gabriel con el rostro ensombrecido por la tristeza-. En los días más oscuros y fríos del invierno, durante los maitines, contemplaba el altar, y fuera cual fuese el peso que agobiara mi alma, se desvanecía con el primer rayo de sol que se filtraba por la vidriera del lado este. Me sentía lleno de la promesa de luz, de la promesa de Dios. Pero ahora nunca podré mirar el altar sin que aquella escena acuda a mi mente. Fue obra del Diablo.

– No obstante, hermano -murmuré-, el autor del crimen fue un hombre, y mi misión es encontrarlo. -Volví al coro, me senté en uno de los bancos e indiqué al sacristán que se sentara a mi lado-. Cuando descubristeis aquella atrocidad, hermano Gabriel, ¿qué hicisteis?

– Le dije al hermano Andrew que debíamos comunicárselo al prior. Pero en ese momento se abrió la puerta que comunica con los dormitorios y un hermano se acercó corriendo y nos dijo que habían asesinado al comisionado. Entonces abandonamos la iglesia con él.

– ¿Y advertisteis que la reliquia había desaparecido?

– No. Eso fue más tarde. Sobre las once, pasé junto a la hornacina y vi que estaba vacía. Sin duda debieron de hacerlo al mismo tiempo.

– Tal vez. Vos también entraríais por la puerta que comunica los dormitorios con la iglesia… ¿Permanece cerrada con llave durante la noche?

– Por supuesto. La abrí yo.

– Así que quien profanó la iglesia tuvo que entrar por la puerta principal, que no se cierra con llave, ¿me equivoco?

– No. Nuestro deseo es que tanto los monjes como los criados y los visitantes puedan entrar en la iglesia siempre que lo deseen.

– Y vos llegasteis poco después de las cinco. ¿Estáis seguro?

– He seguido la misma rutina durante los últimos ocho años.

– Así pues, el intruso que sacrificó el gallo y probablemente también robó la reliquia actuó en la semioscuridad. Tanto la profanación como el asesinato de Singleton se cometieron entre las cuatro y cuarto, cuando Bugge se encontró con el comisionado, y las cinco, cuando vos entrasteis en la iglesia. Fuera quien fuese, trabajó deprisa. Eso implica que conocía muy bien la distribución de la iglesia.

– Sí, no cabe duda -murmuró el sacristán mirándome con atención.

– Pero la gente de la ciudad no suele venir a oír misa al monasterio… Cuando acuden a celebrar fiestas especiales o a rezar a las reliquias, ¿se les permite pasar más allá del cancel?

– No. Al coro y al presbiterio sólo pueden acceder los monjes.

– Entonces, los únicos que conocen todas esas normas y la distribución de la iglesia son los monjes… y algún criado que trabaje aquí, como ese hombre al que he visto encendiendo las velas en la nave.

– Geoffrey Walters tiene setenta años y está sordo -repuso el hermano Gabriel mirándome muy serio-. Los criados de la iglesia llevan años aquí. Los conozco bien y es inconcebible que alguno de ellos haya hecho algo así. Debo discrepar. Creo que podría tratarse de alguien de fuera… -murmuró tras unos instantes de vacilación.

– Os escucho.

– Este otoño, he visto luces en la marisma algunas mañanas, al levantarme; la ventana de mi celda da a ese lado. Creo que los contrabandistas han vuelto a las andadas.