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Había hecho progresos, aunque no demasiados. Me parecía poco probable que el asesinato fuera obra de alguien del exterior. Pero, aunque todos los obedienciarios estaban al corriente del auténtico propósito de Singleton, no veía a ninguno de los cinco dejándose llevar por el odio hasta el punto de asesinar a mi predecesor y poner el futuro del monasterio en mayor peligro del que ya corría. No obstante, todos eran hombres difíciles de descifrar; en cuanto a Gabriel, cuando menos había en él algo de atormentado y desesperado.

No paraba de darle vueltas a la idea de que Singleton había sido asesinado porque había descubierto algo sobre uno de los monjes. Parecía el móvil más verosímil, pero no encajaba con la escalofriante escenificación del hecho. Suspiré y me pregunté si acabaría viéndome obligado a interrogar a todos los monjes y criados del monasterio; al pensar en el tiempo que necesitaría para hacerlo, se me cayó el alma al suelo. Cuanto antes me alejara de aquella maldita ratonera y de los peligros que entrañaba, más feliz me sentiría. Además, lord Cromwell necesitaba una solución rápida. Pero, como había dicho Mark, yo sólo podía hacer lo que estaba en mi mano. Tenía que ir paso a paso, como buen abogado. Y el siguiente era comprobar si era posible acceder al monasterio desde la marisma.

– Hay que considerar todas las circunstancias -murmuré abriéndome paso por la nieve-. Todas.

Me detuve junto al estanque y paseé la mirada por la superficie, que cubría una fina capa de hielo. No obstante, el sol casi estaba en el cenit, y pude distinguir las siluetas de las enormes carpas que zigzagueaban entre las cañas.

Me disponía a marcharme cuando algo captó mi mirada, un tenue brillo amarillento en el fondo del estanque. Intrigado, volví a inclinarme hacia el agua. Al principio, no conseguí localizar lo que acababa de ver entre las cañas y pensé que había sido un efecto luminoso, pero al cabo de unos instantes volví a verlo. Me arrodillé y miré con atención. Había algo, una mancha amarilla en el fondo del vivero. El relicario era de oro y algunas espadas caras tienen la empuñadura dorada. Merecía la pena investigar. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No me atraía enfrentarme al agua helada en esos momentos; volvería más tarde, con Mark. Me levanté, me sacudí la nieve de la ropa, me arrebujé en el manto y me acerqué a la puerta.

En un par de puntos, el muro se había derrumbado y estaba reparado de forma tosca y desigual. Solté del cinturón el manojo de llaves y encontré una que encajaba en la enorme y vieja cerradura. La puerta se abrió con un crujido sobre un angosto camino que discurría paralelo a la muralla, separado de la marisma por un desnivel de poco más de un palmo. Me sorprendió que el terreno pantanoso empezara tan cerca del monasterio. En algunos lugares, el camino estaba inundado de fango hasta el pie de la muralla, tan deteriorada que necesitaba ser reconstruida. Por la parte exterior, los arreglos que habían hecho eran aún más rudimentarios. En algunos puntos, un hombre ágil habría podido trepar por las anfractuosidades de la pared sin dificultad.

– ¡Maldita sea! -mascullé, porque ahora ni siquiera podía descartar esa posibilidad.

Me volví hacia la marisma. Cubierta de nieve y salpicada de espesos cañaverales y charcas heladas, se extendía unas ochocientas varas hasta el ancho cauce del río, cuyas aguas reflejaban el azul del cielo. En la otra orilla, el terreno ascendía en suave pendiente hacia el boscoso horizonte. Todo estaba inmóvil; el único signo de vida eran un par de aves marinas posadas en el río. Mientras las miraba, alzaron el vuelo lanzando tristes graznidos hacia el frío cielo.

A medio camino entre el río y la muralla había un ancho montículo, un islote en la marisma. En la cima, se veían unas ruinas bajas. Debía de ser el lugar que había mencionado el hermano Gabriel, el primer asentamiento de los monjes. Movido por la curiosidad, adelanté precavidamente el bastón y di un paso fuera del camino. Para mi sorpresa, bajo la nieve el terreno era firme. Pero en realidad no había más que una capa superficial de tierra y matojos helados; unos pasos más, y mi pie se hundió en la blandura del fango. Di un grito y solté el bastón mientras sentía que el espeso cieno succionaba mi pierna y el fango y el agua helada se me colaban en el zapato y me mojaban el tobillo.

Agité los brazos en un desesperado intento de mantenerme en pie, aterrado por la idea de perder el equilibrio y caer de bruces en el cenagal. Aún tenía la pierna izquierda en terreno firme y, apoyándome en ella, tiré del otro pie con todas mis fuerzas, rezando para que el izquierdo no rompiera la somera capa helada y también se hundiera en el barro. Por suerte no fue así y, sudando por el esfuerzo y el miedo, conseguí sacar la pierna atascada, negra de cieno, tras largos y penosos forcejeos. El agujero exhaló una vaharada a cloaca y se cerró con un gorgoteo. Retrocedí hasta el camino y me senté en el suelo con el corazón palpitante. Mi bastón seguía donde lo había soltado, pero no se me ocurrió volver a buscarlo. Me miré la pierna cubierta de hediondo cieno y maldije mi estupidez. Me imaginé la cara de lord Cromwell si alguien hubiera tenido que comunicarle que el comisionado que tan cuidadosamente había elegido para enfrentarse a los misterios y peligros de Scarnsea se había caído en una ciénaga y se había ahogado.

– Eres idiota -dije en voz alta.

En ese momento, oí un ruido a mis espaldas y me volví. La puerta de la muralla estaba abierta y el hermano Edwig me miraba desde el umbral con un grueso manto sobre el hábito y el asombro pintado en el rostro.

– Do-doctor Shardlake, ¿estáis bien?

Al verlo recorrer el desierto paisaje con la mirada, comprendí que me había oído hablar solo.

– Sí, hermano Edwig -respondí levantándome, consciente del aspecto que debía de tener completamente salpicado de barro-. He sufrido un pequeño accidente. Casi me hundo en el lodo.

– No deberíais acercaros a la marisma, señor co-comisionado -dijo el tesorero negando con la cabeza-. Es muy traicionera.

– Ya lo veo. Pero ¿qué estáis haciendo aquí, hermano? ¿No tenéis trabajo en la contaduría?

– He estado vi-visitando al novicio enfermo con el abad. Necesitaba despejarme la ca-cabeza. A veces vengo a pasear por aquí. -Lo miré con curiosidad. No me resultaba fácil imaginármelo dando traspiés por la huerta cubierta de nieve para hacer ejercicio-. Me gusta venir aquí y co-contemplar el río. Es re-relajante.

– Siempre que uno mire dónde pone los pies.

– C-claro. ¿Deseáis que os ayude a volver? Estáis cubierto de lodo.

– Puedo arreglármelas -aseguré, aunque estaba empezando a tiritar-. Pero, sí, debería volver.

Regresamos al recinto y nos dirigimos hacia las dependencias del monasterio. Yo caminaba tan deprisa como me permitía la pierna, que me pesaba como si fuera de hielo.

– ¿Cómo está el novicio?

– Parece que se re-recupera, aunque con las fiebres de pecho nunca se sabe -respondió el tesorero moviendo la cabeza-. Yo las tuve el invierno pasado y no pude acudir a la contaduría en dos semanas -explicó, y volvió a sacudir la cabeza.

– ¿Y qué opináis del trato que le ha dispensado el prior a Simón Whelplay?

El hermano Edwig volvió a sacudir la cabeza con impaciencia.

– Es difícil de juzgar. Debemos mantener la disciplina.

– Pero ¿no deberíamos ser compasivos con los más débiles?

– La gente necesita c-certezas, necesita saber que si actúa mal recibirá su c-castigo. -El tesorero me miró fijamente-. ¿No lo creéis así, señor comisionado?

– A unas personas les cuesta más aprender que a otras. A mí me habían advertido que no fuera a la ciénaga, y sin embargo he ido.