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– Pero eso ha sido un error, señor comisionado, no un pecado. Y, si a alguien le cuesta aprender, razón de más para darle una lección más firme. Además, ese chico es muy débil; habría enfermado de todos modos -aseguró el tesorero con dureza.

– Me parece que veis el mundo en blanco y negro, hermano Edwig -repuse arqueando las cejas.

El tesorero me miró con perplejidad.

– Por supuesto, señor. Blanco y negro. Virtud y pecado. Dios y el Diablo. Las reglas están establecidas y debemos seguirlas.

– Ahora quien establece las reglas es el rey, no el Papa.

– Sí, señor -murmuró el hermano Edwig poniéndose muy serio-. Y ésas son las que debemos seguir.

No era eso lo que el hermano Athelstan aseguraba haberles oído decir a él y los demás obedienciarios.

– Tengo entendido, hermano Edwig, que la noche en que asesinaron al comisionado Singleton estabais ausente…

– S-sí. Tenemos algunas propiedades en W-Winchelsea. No estaba satisfecho con las cuentas del administrador y fui a revisarlas en persona. Estuve fuera tres noches.

– ¿Qué descubristeis?

– Pensaba que nos estaba estafando, pero sólo se trataba de errores. No obstante, lo despedí. La gente que no sabe llevar las cuentas no me interesa.

– ¿Viajasteis solo?

– Me acompañó uno de mis ayudantes, el anciano hermano Wüliam, al que habéis conocido en la contaduría. -El tesorero me miró con astucia-. La noche en que mataron al comisionado Singleton, que Dios tenga en su gloria -apostilló piadosamente-, estaba en casa del administrador.

– Sois un hombre muy atareado -le dije-, pero al menos tenéis ayudantes. Ese anciano y el muchacho.

El hermano Edwig se volvió con viveza.

– Sí, aunque el chico, más que ayuda, es un estorbo.

– ¿Cómo es eso?

– No tiene cabeza para los números. Le he ordenado que busque los libros que habéis pedido; espero poder entregároslos enseguida. -El tesorero dio un resbalón, y tuve que agarrarlo del brazo para que no se cayera-. Gracias, doctor Shardlake. ¡Dichosa nieve!

Durante el resto del camino, el tesorero se concentró en mirar dónde ponía los pies y no dijimos nada más hasta que llegamos a las dependencias del monasterio. Nos despedimos en el patio; el hermano Edwig regresó a su trabajo y yo me dirigí a la enfermería. Necesitaba comer algo. Pensé en el tesorero. No era sino un chupatintas obsesionado con su trabajo como responsable de la economía de la comunidad, probablemente con exclusión de todo lo demás, que estaba dedicado al monasterio en cuerpo y alma. ¿Estaría dispuesto a tolerar el crimen para protegerlo, o significaría eso cruzar la línea entre lo blanco y lo negro? Era un individuo antipático, pero, como le había dicho a Markla noche anterior, eso no lo convertía en un asesino, del mismo modo que la simpatía que me inspiraba el hermano Gabriel no lo convertía en inocente. Suspiré. Era difícil ser objetivo entre aquella gente.

Cuando abrí la puerta de la enfermería, todo parecía tranquilo. El monje anciano dormía en su cama y el ciego en su sillón, pero la cama del monje grueso estaba vacía; puede que el hermano Guy lo hubiera convencido de que había llegado el momento de marcharse. El fuego crepitaba acogedoramente en la chimenea e hice una pausa para calentarme.

Estaba observando el vapor que ascendía de mis calzas, cuando oí ruidos procedentes del interior: una confusa barahúnda, seguida de chillidos y gritos, y del estrépito de cacharros de porcelana contra el suelo. El alboroto se oía cada vez más cerca. Me volví sobresaltado hacia la puerta de las habitaciones en el momento en que se abría de golpe y, en agitada confusión, irrumpían en la sala Atice, Marky el hermano Guy, rodeando a una delgada silueta vestida con un camisón blanco, la cual rompió de improviso el cerco y echó a correr por la sala. Reconocí a Simón Whelplay, aunque apenas se parecía al pálido espectro con el que había hablado la noche anterior. Tenía la cara congestionada, los ojos desorbitados y los labios rebosantes de espuma. Parecía querer decir algo, pero sólo conseguía jadear y gruñir.

– ¡Dios santo! ¿Qué está pasando aquí? -le pregunté a Mark.

– ¡Se ha vuelto completamente loco, señor!

– ¡Rodeadlo! ¡Atrapadlo! -gritó angustiado el hermano Guy gesticulando hacia Alice, que extendió los brazos y avanzó hacia el chico por un lado de la sala.

El enfermero y Mark la imitaron y rodearon al novicio, que se quedó inmóvil, mirando a su alrededor con ojos de demente. El monje ciego se había despertado y volvía la cabeza a todas partes, asustado y boquiabierto.

– ¿Qué ocurre? -preguntó con voz trémula-. ¿Hermano Guy?

En ese momento ocurrió algo terrible. Whelplay pareció advertir mi presencia y, al instante, inclinó el tronco hacia delante y comenzó a imitar mis desmañados andares. No conforme con eso, extendió los brazos y empezó a moverlos de atrás hacia delante al tiempo que agitaba los dedos, algo que acostumbro a hacer cuando estoy alterado, según dicen quienes me han visto en los tribunales. Pero ¿cómo podía saberlo Whelplay? Una vez más, recordé mi época de estudiante, en la que mis despiadados compañeros imitaban mis movimientos, y confieso que, al ver al novicio moviéndose por la sala, gesticulando con la espalda encorvada, se me erizó el vello de la nuca.

Un grito de Mark me devolvió a la realidad.

– ¡Ayudadnos! ¡Agarradlo, señor, por lo que más queráis, o huirá de la enfermería!

Con el corazón palpitante, yo también extendí los brazos y avancé hacia el chico. Al acercarme y mirarlo a los ojos, sentí un escalofrío. Tenía las pupilas dilatadas hasta el doble de su tamaño y me miraba salvajemente, sin dar muestras de reconocerme, a pesar de que continuaba con su pantomima. Recordé que el hermano Gabriel había aludido a la intervención de fuerzas satánicas y, con un estremecimiento de terror, pensé que el novicio podía estar endemoniado.

Cuando estábamos a punto de atraparlo, saltó hacia un lado y, antes de que pudiéramos reaccionar, desapareció por una puerta entreabierta.

– Es el baño -dijo el hermano Guy-. No tiene salida. Pisad con cuidado, el suelo está resbaladizo -nos advirtió precipitándose al interior.

Alice fue tras él. Mark y yo nos miramos indecisos durante un instante y entramos tras ella.

El baño estaba en penumbra, pues no recibía más luz que la lechosa claridad que penetraba por una ventana medio tapada por la nieve. Era una sala cuadrada con suelo de baldosas y una piscina vacía de poco más de una vara de profundidad en el centro. En un rincón se veían cepillos y rascadores. El aire estaba impregnado de un penetrante olor a moho y humanidad. Oí un rumor de agua y vi que la cañería del desagüe atravesaba la piscina. Simón Whelplay estaba en la otra punta, con el cuerpo aún encorvado y tiritando bajo el camisón. Yo me quedé en la puerta mientras el hermano Guy se acercaba por un lado y Alice y Mark por el otro.

– Vamos, Simón, soy yo, Alice -dijo la chica extendiendo una mano hacia el novicio-. No queremos hacerte daño.

No pude por menos que admirar su sangre fría. Pocas mujeres se habrían acercado a semejante aparición con aquella serenidad.

El novicio se volvió con el rostro desfigurado por una expresión de angustia. La miró durante unos instantes, sin reconocerla, y a continuación posó los ojos en Mark. Le apuntó con su huesudo índice y, con una voz ronca y cascada, muy distinta de la suya, le gritó:

– ¡Aléjate de mí! A pesar de tu elegante ropa, eres un servidor del Diablo. ¡Los veo, veo a los demonios revoloteando en el aire, numerosos como motas de polvo! ¡Están en todas partes, aquí también!

El novicio se tapó los ojos con las manos, se tambaleó e inesperadamente cayó al vacío. Oí un crujido de huesos cuando el cuerpo chocó contra el fondo y, al acercarme, vi que estaba inmóvil, boca abajo, sobre la cañería. A su alrededor había pequeños charcos de agua helada.