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– Habéis dicho que el novicio parecía estar imitándoos… -me recordó Mark con voz vacilante.

– ¿No te lo ha parecido a ti?

– No veo cómo podía saber él…

Tragué saliva.

– … ¿cómo muevo los brazos cuando estoy en el tribunal? No, yo tampoco.

Me quedé mirando por la ventana, mordiéndome la uña del pulgar. De pronto vi aparecer al hermano Guy, que avanzaba a grandes zancadas hacia la enfermería con el abad y el prior. Los tres hábitos negros pasaron rápidamente ante la ventana levantando pequeñas nubes de nieve. Al cabo de unos instantes, oímos unas voces que procedían del cuarto en el que se encontraba el cadáver y, poco después, ruidos de pasos que se acercaban. Cuando los tres monjes entraron en la cocina, los observé detenidamente uno a uno. Las oscuras facciones del hermano Guy carecían de expresión. El rostro del prior estaba rojo, lleno de ira, pero también dejaba traslucir miedo. El corpulento abad parecía haber encogido; por algún motivo, se me antojó más pequeño y viejo.

– Comisionado… Siento que hayáis tenido que presenciar una escena tan terrible -murmuró.

Respiré hondo. Me habría gustado poder acurrucarme en cualquier rincón, en lugar de tener que ejercer mi autoridad sobre aquellos desventurados, pero no podía elegir.

– Sí -respondí-. Vengo a la enfermería en busca de paz y tranquilidad para llevar a cabo mi investigación, y me encuentro con un novicio muerto de hambre y de frío que primero coge una fiebre que casi acaba con él y luego se vuelve loco y se desnuca.

– ¡Estaba poseído! -farfulló el prior con una violencia de la que había desaparecido todo el sarcasmo-. Dejó que su mente se corrompiera de tal modo que el Diablo se apoderó de ella en su momento de mayor debilidad. Lo escuché en confesión y le impuse una penitencia para mortificarlo, pero era demasiado tarde. Ved el poder del Diablo. -El hermano Mortimus apretó los labios y me miró fijamente-. ¡Está en todas partes, y las discusiones entre cristianos nos distraen de él!

– El chico dijo que veía demonios revoloteando en el aire, tan numerosos como motas de polvo. ¿Creéis que los veía realmente? -le pregunté.

– Vamos, señor comisionado, ni los más ardientes reformistas discuten que el mundo está lleno de agentes del Diablo. ¿No cuentan que el mismo Lutero arrojó una biblia a un demonio en su propia habitación?

– La mayoría de las veces, esas visiones son producto de la fiebre -repuse lanzando una mirada al hermano Guy, que asintió.

– Pero podrían ser demonios -intervino el abad-. La Iglesia lleva siglos enfrentándose a ese fenómeno. Deberíamos llevar a cabo una investigación.

– ¡No hay nada que investigar! -gritó el prior fuera de sí-. Simón Whelplay le abrió su alma al Diablo, un demonio lo poseyó y lo obligó a arrojarse a la piscina vacía, como ocurrió con los cerdos de Gadara, los cuales, según nos cuenta la Biblia, se arrojaron por un acantilado. Ahora su alma está en el infierno, a pesar de mis esfuerzos por salvarla.

– No creo que muriera a causa de la caída -dijo el hermano Guy.

Todos lo miramos sorprendidos.

– ¿Cómo podéis saberlo? -le preguntó el prior con desdén.

– Porque no se golpeó en la cabeza -respondió el enfermero sin alterarse.

– Entonces, ¿cómo…?

– Todavía no lo sé.

– Sea como fuere -dije con firmeza mirando al prior-, parece que había llegado a un estado de extrema debilidad por exceso de disciplina.

El prior me lanzó una mirada desafiante.

– Señor comisionado, el vicario general desea que en los monasterios vuelva a reinar el orden. Y tiene razón; la laxitud ha puesto en peligro las almas. Si fracasé con Simón Whelplay, fue porque no supe ser lo bastante severo, o tal vez su corazón estaba ya demasiado corrompido… Pero opino, con lord Cromwell, que sólo una estricta disciplina conseguirá la reforma de las órdenes. No me arrepiento de lo que hice.

– ¿Qué decís a eso, señor abad?

– Es posible que en este caso vuestra severidad os haya llevado demasiado lejos, Mortimus. Hermano Guy, vos, el prior y yo nos reuniremos para considerar este asunto más detenidamente. Un comité de investigación. Sí, un comité -repitió el abad, como si esa palabra lo tranquilizara.

El hermano Guy soltó un profundo suspiro.

– Antes debería examinar sus pobres restos.

– Sí, hacedlo -respondió el abad volviéndose hacia mí con la confianza recuperada-. Doctor Shardlake, debo deciros que ha venido a verme el hermano Gabriel. Recuerda haber visto luces en la marisma en los días anteriores al asesinato del comisionado Singleton. En mi opinión, el asesinato podría ser obra de contrabandistas locales. Son hombres impíos: quien viola la ley sólo está a un paso de violar los mandamientos de Dios.

– Sí, he salido a echar un vistazo a la marisma. Lo discutiré mañana con el juez; es una de las líneas de la investigación.

– Yo creo que es la respuesta. -Ante mi silencio, el abad añadió-: Por el momento, puede que lo mejor sea decir a la comunidad que Simón ha muerto a consecuencia de la enfermedad. Si estáis de acuerdo, comisionado.

Lo pensé durante unos instantes. No deseaba que cundiera el pánico.

– Muy bien.

– Tendré que escribir a sus padres. Les diré lo mismo…

– Sí, es mejor que decirles que el prior está seguro de que su hijo está ardiendo en el infierno -respondí, súbitamente irritado con ambos.

El prior abrió la boca para replicar, pero el abad se le adelantó.

– Vamos, Mortimus, tenemos que marcharnos. Hay que ordenar que caven otra tumba.

El abad se inclinó ante mí y salió, seguido por el prior, que me lanzó una última mirada de desafío.

– Hermano Guy-dijo Mark-, ¿cuál creéis que fue la causa de la muerte de Simón?

– Tendré que abrirlo para averiguarlo. -El enfermero movió la cabeza-. No es algo fácil de hacer con alguien a quien conocías. Pero hay que hacerlo ahora, cuando la muerte es reciente. -Inclinó la cabeza, cerró los ojos y rezó durante unos instantes; luego, respiró hondo y murmuró-: Os ruego me excuséis.

Asentí, y el enfermero se alejó lentamente hacia su gabinete. Mark y yo seguimos sentados en silencio durante unos instantes. El color empezaba a volver a las mejillas de mi ayudante, al que nunca había visto tan pálido. Por mi parte, aún estaba conmocionado, aunque al menos había dejado de temblar.

En ese momento, apareció Alice, que traía una taza humeante.

– Os he preparado la infusión, señor.

– Gracias.

– Los dos monjes de la contaduría os esperan en la sala con un montón de libros.

– ¿Qué? ¡Ah, sí! Mark, ¿puedes encargarte de que los lleven a nuestra habitación?

– Sí, señor.

Al abrirse la puerta, oí el ruido de una sierra procedente del gabinete. Cuando Mark volvió a cerrar, cerré los ojos con alivio y le di un sorbo al brebaje que había traído Alice. Tenía un sabor fuerte y un aroma almizclado.

– Es bueno para las emociones fuertes, señor. Asienta los humores.

– Es reconfortante. Gracias.

La joven me miraba, con las manos a la espalda.

– Señor, me gustaría disculparme por lo que he dicho antes. He hablado de más.

– No tiene importancia. Todos estábamos alterados.

– Os habrá extrañado que haya dicho que no temo a los demonios, después de lo que hemos visto -dijo Alice tras una vacilación.

– No. Algunos ven la mano del Diablo en cualquier acción mala que no comprenden. También ha sido ésa mi primera impresión; pero creo que el hermano Guy tiene otra explicación en su mente. Está… examinando el cadáver. -La chica se santiguó-. Sin embargo, no debemos cerrar los ojos a las obras de Satanás en el mundo -añadí.

– En mi opinión… -empezó a decir Alice.

– Adelante. Conmigo puedes hablar con total libertad. Siéntate, por favor.