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Los libros formaban una pila en el suelo de nuestra habitación. Mark estaba sentado ante la chimenea, con los ojos clavados en el fuego. Aún no había encendido las velas, pero las llamas del hogar arrojaban una claridad vacilante sobre su preocupado rostro. Me senté frente a él, contento de poder dar descanso a mis pobres huesos junto a un buen fuego.

– Mark, tenemos un nuevo misterio -le dije, y le conté lo que me había explicado el hermano Guy-. Me he pasado la vida descifrando secretos, pero aquí parecen multiplicarse y hacerse más terribles por momentos -dije pasándome una mano por la frente-. Me siento responsable de la muerte de ese chico. Si anoche hubiera insistido hasta hacerlo hablar… Y esta mañana, en la enfermería, cuando el pobre encorvó el cuerpo y empezó a agitar los brazos, lo único que se me ha ocurrido pensar es que se estaba burlando de mí -murmuré mirando al vacío, momentáneamente abrumado por la culpa.

– No podíais saber lo que le ocurría, señor -dijo Mark con voz vacilante.

– Estaba cansado y me dejé convencer de que no debía seguir interrogándolo. Lord Cromwell dijo que el tiempo era esencial, y cuatro días después seguimos sin respuestas y tenemos otro asesinato.

Mark se levantó y encendió las velas en el fuego de la chimenea. De pronto, me encolericé conmigo mismo; en lugar de entregarme a la desesperación, debería haberle dado ánimos; pero la muerte del novicio me había dejado anonadado. Esperaba que su alma hubiera encontrado descanso junto a Dios; habría rezado para que así fuera, si hubiera creído que rezar por los muertos servía para algo.

– No os rindáis, señor -dijo Mark tímidamente dejando las velas en la mesa-. Tenemos este nuevo asunto del tesorero. Eso podría hacernos avanzar.

– Cuando asesinaron a Simón, el hermano Edwig estaba ausente. Pero no te preocupes… -dije obligándome a sonreír-, no pienso rendirme. Además, no me atrevo; he venido aquí a realizar un trabajo para lord Cromwell.

– Mientras estabais en la iglesia, he aprovechado para dar una vuelta por los edificios auxiliares. Teníais razón, casi siempre hay alguien. En el establo, en la herrería, en la mantequería… No he visto ningún sitio donde se pueda esconder cosas grandes fácilmente.

– Tal vez merezca la pena investigar las capillas de la iglesia. Por cierto, cuando iba a la marisma he visto algo interesante. -Le hablé del brillo dorado en el fondo del estanque-. Es un sitio muy apropiado para deshacerse de una prueba.

– ¡Entonces deberíamos investigarlo, señor! ¿Lo veis? Tenemos pistas. La verdad prevalecerá.

– ¡Vamos, Mark! -exclamé echándome a reír-. Con el tiempo que has pasado en los tribunales de Su Majestad, no puedes decir eso. Pero gracias por darme ánimos -dije tirando de un hilo suelto del tapizado del sillón-. Cada vez estoy más melancólico. Hace meses que me siento desalentado, pero aquí la cosa no ha hecho más que empeorar. Debo de tener los humores descompensados, demasiada bilis negra en los órganos. Quizá debería consultar al hermano Guy.

– Este lugar desanima a cualquiera.

– Sí. Y confieso que también tengo miedo. Lo he pensado hace un momento, en el patio. Unos pasos a mi espalda, el ruido de una espada cortando el aire…

Alcé la vista hacia Mark, que estaba de pie frente a mí. Sus facciones de adolescente dejaban traslucir una preocupación que me hizo comprender el peso que aquella misión arrojaba sobre él.

– Sí, os entiendo. El lugar, el silencio…, roto súbitamente por esas campanas que te dan unos sustos de muerte…

– Bueno, eso nos hace estar alerta, lo cual no es malo. Me alegro de que estés dispuesto a admitir que tienes miedo. Eso demuestra tu hombría, más que las fanfarronadas de la juventud. Y yo no debería estar tan melancólico. Esta noche tengo que rezar para que Dios me dé fuerzas -dije, y lo miré con súbita curiosidad-. ¿Qué pides tú en tus oraciones?

Mark se encogió de hombros.

– No tengo costumbre de rezar al acostarme.

– No debería ser una simple costumbre, Mark. Pero no pongas esa cara, no voy a sermonearte sobre la necesidad de la oración -dije levantándome del sillón con dificultad. Volvía a tener la espalda cansada y dolorida-. Venga, debemos espabilar y echar un vistazo a esos libros de contabilidad. Después de cenar, nos veremos las caras con el hermano Edwig.

Encendí más velas, y colocamos los libros en la mesa. Cuando abrí el primero y aparecieron las páginas con renglones, llenas de números y letras apretadas, Mark me miró muy serio desde el otro lado de la mesa.

– Señor, ¿podría estar Alice en peligro por lo que nos ha contado? Si han asesinado a Simón Whelplay por miedo a que revelara un secreto, podrían hacer lo mismo con ella.

– Lo sé. Cuanto antes interrogue al tesorero sobre ese misterioso libro, mejor. Le prometí a Alice que no la descubriría.

– Es una mujer admirable.

– Y fascinante, ¿no?

Mark se puso rojo y se apresuró a cambiar de tema.

– ¿De modo que el hermano Guy os ha dicho que el novicio había tenido cuatro visitas?

– Sí, y no olvidemos a los cuatro obedienciarios que conocían el auténtico propósito de Singleton. Como el hermano Guy.

– Pero ha sido él quien os ha dicho que Simón había sido envenenado…

– Aun así, no puedo permitirme confiar totalmente en él -respondí alzando la mano-. Y, ahora, los libros. Supongo que, después de trabajar en Desamortización, estarás familiarizado con las cuentas de los monasterios…

– Por supuesto.

– Bien. Entonces, échales un vistazo y dime si hay algo que te llame la atención. Partidas de gastos que te parezcan excesivas o que no cuadren. Pero antes cierra la puerta con llave. ¡Por Dios santo, me estoy volviendo tan medroso como el pobre Goodhaps! Nos pusimos manos a la obra. La tarea era pesada. Los balances son más difíciles de revisar que las listas simples, a no ser que uno se gane la vida haciendo números; sin embargo, no detectamos en aquellos libros nada inusual. Las rentas que obtenía el monasterio por sus tierras y los ingresos que le reportaba la destilería eran sustanciales; los reducidos desembolsos en limosnas y sueldos contrastaban con el elevado gasto en comida y ropa, sobre todo en casa del abad. Al parecer, existía un superávit de unas quinientas libras, una suma importante pero no insólita, engrosada por la venta reciente de algunas tierras.

Seguimos trabajando hasta que las campanas que anunciaban la cena resonaron en el gélido aire nocturno. Me levanté, me restregué los ojos y empecé a dar vueltas por la habitación, mientras Mark se desperezaba con un gruñido.

– Es tal como nos imaginábamos -dijo Mark desperezándose con un gruñido-. El monasterio es rico; aquí hay mucho más dinero que en los conventos cuyas cuentas yo solía revisar.

– Sí, detrás de esos balances hay mucho oro. ¿Qué escondería ese libro que descubrió Singleton? Tal vez esté todo demasiado en orden; tal vez estos números sean para el auditor y el otro libro contenga los auténticos. Si el tesorero está defraudando al Exchequer, estaríamos ante un grave delito -dije cerrando mi libro de golpe-. Bueno, vamos. Debemos reunimos con la congregación. Y asegúrate de comer lo que comen todos -añadí mirándolo muy serio.

Mientras cruzábamos el patio del claustro en dirección al refectorio nos encontramos con varios monjes, que nos hicieron profundas reverencias. Al inclinarse ante nosotros, uno de ellos resbaló y se cayó, pues durante el día había atravesado el patio mucha gente y la nieve estaba apisonada y muy resbaladiza. Al pasar junto a la pila, vi que el chorro de agua se había congelado y formaba una larga estalagmita de hielo que sobresalía del caño.