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La cena transcurrió en un ambiente lúgubre. El hermano Jerome no acudió. Presumiblemente, estaría encerrado en algún sitio por orden del prior. El abad Fabián subió al facistol y anunció con solemnidad que el novicio Simón Whelplay había fallecido a consecuencia de las fiebres palúdicas, lo que provocó las previsibles exclamaciones de consternación y apelaciones a la misericordia divina. Advertí algunas miradas envenenadas dirigidas al prior, especialmente de parte de los tres novicios que estaban sentados en el extremo más alejado de la mesa grande. También oí a uno de los monjes, un individuo grueso de ojos tristes y legañosos, mascullar una maldición contra las almas poco caritativas, al tiempo que fulminaba con la mirada al prior Mortimus, que miraba al frente, orgulloso e imperturbable.

El abad entonó una larga oración en latín por el alma del hermano finado; las respuestas fueron fervorosas. Esa noche su reverencia se quedó a cenar en la mesa de los obedienciarios, en la que se sirvió una gran pierna de ternera con acompañamiento de guisantes. Hubo débiles intentos de conversación; el abad comentó que nunca había visto nevar de aquel modo en el mes de noviembre y el hermano Jude, el despensero, y el hermano Hugh, el rechoncho mayordomo de la verruga en la cara al que había conocido en la sala capitular, que al parecer siempre se sentaban juntos y siempre acababan riñendo, empezaron a discutir sobre si los estatutos obligaban o no a la ciudad a retirar la nieve del camino del monasterio, pero sin demasiado entusiasmo. El único que hablaba con verdaderas ganas era el hermano Edwig, que explicó con preocupación que las cañerías de las letrinas se habían helado y habló de lo que costaría repararlas cuando el tiempo mejorara y las hiciera reventar. «Pronto te daré algo de lo que preocuparte de verdad», pensé. Sorprendido por la intensidad de mi emoción, me reconvine interiormente, pues no es bueno que la antipatía hacia un sospechoso nos oscurezca el juicio.

Otro de los comensales estaba bajo el influjo de emociones aún más fuertes. El hermano Gabriel apenas probó la comida. Parecía anonadado por la muerte de Simón y perdido en su propio mundo. Por eso me sorprendió tanto que de pronto levantara la cabeza y lanzara a Mark una mirada de tan intenso deseo, de tan violenta emoción que no pude reprimir un estremecimiento. Me alegré de que Mark estuviera concentrado en su plato y no se diera cuenta.

Cuando los monjes dieron las gracias por los alimentos y todo el mundo empezó a desfilar, sentí auténtico alivio. El viento había arreciado y nos lanzaba al rostro pequeños copos de nieve. Indiqué a Mark que esperara junto a la puerta, mientras los monjes se calaban las capuchas y desaparecían a toda prisa en la oscuridad.

– Vamos a abordar al tesorero. ¿Llevas la espada al cinto? -Mark asintió-. Bien. Manten la mano en la empuñadura mientras hablo con él. Recuérdale nuestra autoridad… Pero ¿dónde se ha metido?

Esperamos un poco, pero el hermano Edwig no daba señales de vida. Al cabo de unos instantes, oímos sus tartamudeos y, cuando entramos en el refectorio, lo vimos con las manos apoyadas sobre la mesa grande, inclinado sobre el hermano Athelstan, que seguía sentado en su sitio con expresión compungida.

– Este balance no es c-correcto -estaba diciendo el tesorero al tiempo que clavaba un dedo en un papel una y otra vez-. Has alterado la partida del lúpulo.

Fuera de sí, el hermano Edwig agitó una factura en el aire, pero al advertir nuestra presencia inclinó la cabeza y nos dedicó una sonrisa falsa.

– Buenas noches, c-comisionado. Espero que mis libros estén en orden…

– Los que tenemos, sí. Me gustaría hablar con vos, por favor.

– Por supuesto. Un momento, os lo ruego. -El tesorero volvió a encararse con su ayudante-. Está más claro que el agua que has cambiado una cifra en la columna de la izquierda para ocultar que tus números no cuadran.

Advertí que su tartamudeo desaparecía cuando estaba enfadado.

– Sólo son cuatro peniques, hermano tesorero.

– Cuatro peniques son cuatro peniques. Repasa todas las entradas hasta que los encuentres; las doscientas, de la primera a la última. Quiero un balance impecable. Ahora, vete -farfulló el tesorero despidiendo al joven con un gesto desdeñoso.

El hermano Athelstan pasó a nuestro lado a toda prisa y abandonó el refectorio.

– Perdonadme, c-comisionado. Tengo que tratar con zoquetes.

Indiqué a Mark la puerta, y él se colocó ante ella y apoyó la mano en el pomo de la espada. El tesorero me miró con temor.

– Hermano Edwig -empecé a decir en tono severo-, os acuso de ocultar un libro de contabilidad al comisionado del rey, un libro de tapas azules que intentasteis escamotear al comisionado Singleton, recuperasteis después del asesinato y que me habéis ocultado a mí. ¿Qué tenéis que decir? -El tesorero se echó a reír. Pero no sería el primer hombre formalmente acusado de asesinato que se ríe para confundir a su acusador-. ¡Por los clavos de Cristo, hermano! ¿Os burláis de mí?

– No, señor, os pido perdón -se apresuró a responder el tesorero alzando una mano-. Pero… estáis equivocado, es un m-malentendido. ¿Os lo ha dicho la muchacha de la enfermería? Por supuesto. Athelstan me contó que esa descarada lo vio discutiendo con el comisionado Singleton.

– Cómo ha llegado a mi conocimiento no es asunto vuestro -repliqué maldiciendo para mis adentros-. Responded a mi pregunta.

– P-por s-supuesto.

– Y no os atranquéis y escupáis las palabras para ganar tiempo e inventar mentiras.

El tesorero soltó un suspiro y juntó las manos.

– Hubo un malentendido con el comisionado Singleton, que Dios tenga en su gloria. Nos pidió nuestros libros de c-c-c…

– De contabilidad, sí.

– … igual que vos, y yo se los di, igual que os los he dado a vos. P-pero, como ya os he dicho, solía presentarse en la contaduría sin avisar, cuando no había nadie, para ver qué podía encontrar. No niego que tuviera derecho, señor; sólo digo que provocaba confusión. El día anterior al de su asesinato, abordó a Athelstan cuando estaba cerrando la contaduría y empezó a agitar un libro ante sus narices, como sin duda os habrá contado la muchacha. Lo había cogido de mi despacho privado -explicó el tesorero abriendo las manos-. Pero no era un libro de cuentas. Contenía meros apuntes, cálculos sobre futuros ingresos que hice algún tiempo atrás, como comprobaría el propio señor Singleton en cuanto los examinara con más detenimiento. Puedo mostrároslo si lo deseáis.

– Lo cogisteis de casa del abad tras el asesinato, sin decírselo a nadie.

– No, señor. No hice tal cosa. Los criados del abad lo encontraron en su habitación cuando la estaban limpiando, r-reconocieron mi letra y me lo devolvieron.

– Sin embargo, en nuestra anterior conversación dijisteis no estar seguro de qué libro cogió el comisionado Singleton.

– Lo había o-olvidado. Es un libro sin importancia. Puedo enviároslo para que lo c-comprobéis por vos mismo, señor comisionado.

– No. Iremos ahora mismo con vos a por él. -El hermano Edwig titubeó-. ¿Y bien?

– Por supuesto.

Indiqué a Mark que se hiciera a un lado, y seguimos al tesorero por el patio del claustro alumbrándonos con el candil que llevaba mi ayudante. El hermano Edwig abrió la puerta de la contaduría y nos condujo a su despacho privado del primer piso. Se acercó al escritorio, abrió un cajón cerrado con llave y sacó un delgado libro azul.

– Aquí lo tenéis, señor. Comprobadlo por vos mismo.

Abrí el libro. Las páginas no contenían columnas, sino notas escritas a vuela pluma y operaciones aritméticas.