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Abandonamos la cocina. Al pasar ante el gabinete del enfermero, Mark volvió la cabeza hacia la puerta y me agarró bruscamente del brazo.

– ¡Mirad! ¿Qué le ha pasado?

El hermano Guy estaba tumbado boca abajo y con los brazos extendidos al pie del crucifijo. La luz hacía relucir su afeitado y negro cuero cabelludo. Por un momento, me asusté; luego, lo oí murmurar una oración en latín, en voz baja pero con fervor. Mientras nos alejábamos, volví a decirme que no debía depositar demasiada confianza en el árabe español. Él había confiado en mí, y era la persona más agradable que había encontrado en aquel lugar. No obstante, verlo tumbado en el suelo, implorando fervorosamente a un trozo de madera, me recordó que estaba tan apegado a las viejas herejías y supersticiones contra las que yo luchaba como todos sus hermanos de congregación.

15

Aquella mañana volvía a hacer un frío glacial, bajo un límpido cielo azul. Durante la noche, el viento había amontonado la nieve contra los muros y despejado determinadas zonas del patio, que ofrecía un extraño aspecto. Al cruzar la puerta del recinto, me volví hacia la torre y vi a Bugge, el portero, que nos espiaba desde la ventana y se apresuró a esconder la cabeza al advertir que lo había descubierto.

– ¡Por las llagas de Cristo, qué alivio estar lejos de todos esos ojos! -exclamé soltando un bufido.

Miré hacia el camino, que, como el patio, era un mar de montículos de nieve. En el paisaje, uniformemente blanco, sólo destacaban los árboles, desnudos y negros, los cañaverales de la marisma y la lejana y grisácea cinta del mar. El hermano Guy me había prestado otro bastón, en el que me apoyaba con firmeza.

– Menos mal que llevamos estas fundas -observó Mark mirándose los pies.

– Sí. Cuando se derrita la nieve, el campo se convertirá en un mar de barro.

– Si es que se derrite alguna vez.

La caminata por aquel páramo nevado fue larga y penosa; de modo que cuando llegamos a las afueras de Scarnsea había transcurrido una hora. Hablamos poco, pues seguíamos estando de un humor sombrío. En la ciudad apenas se veía gente por las calles, y la brillante luz del sol hacía aún más patente el lamentable estado en que se encontraban la mayoría de los edificios.

– Tenemos que ir a la calle Westgate -le dije a Mark cuando llegamos a la plaza.

Junto al muelle había una barca, en la que un individuo embozado en una capa negra inspeccionaba unos fardos de telas. Dos vecinos pateaban el suelo para combatir el frío. En el mar, frente a la boca del canal que atravesaba la marisma, se veía un gran barco.

– El aduanero -observó Mark.

– Esas telas deben de ir a Francia.

Tomamos una calle de elegantes casas nuevas. La puerta de la más grande ostentaba el escudo de la ciudad. Llamé con los nudillos, y al cabo de unos instantes un criado bien vestido nos abrió y, tras confirmarnos que aquélla era la residencia del juez Copynger, nos hizo pasar a una hermosa sala amueblada con sillones tapizados y un aparador que exhibía una lujosa vajilla de oro.

– Parece que las cosas le van bien -observó Mark.

– Desde luego -respondí acercándome al retrato de un hombre de cabellos rubios, barba puntiaguda y expresión adusta que había colgado en la pared de enfrente-. Un buen trabajo. Y pintado aquí mismo, a juzgar por el fondo.

– Eso quiere decir que es un hombre acaudalado… -estaba diciendo Mark cuando se abrió la puerta y el modelo de la pintura apareció en el umbral embutido en una bata marrón con cuello de piel de marta.

Copynger era un individuo alto y fornido de unos cuarenta años y aspecto severo.

– Doctor Shardlake, es un honor -dijo estrechándome la mano con fuerza-. Soy Gilbert Copynger, juez de Scarnsea y el más leal servidor de lord Cromwell. Conocí al pobre señor Singleton. Agradezco a Nuestro Salvador que estéis aquí. Ese monasterio es un antro de corrupción y herejía.

– En efecto, allí nada es lo que parece -dije, y me volví hacia Mark-. Es mi ayudante.

El juez inclinó la cabeza levemente.

– Acompañadme a mi despacho, os lo ruego. ¿Tomaréis un pequeño refrigerio? Hace un tiempo tan infernal como si nos lo hubiera enviado el mismo Diablo. ¿No pasáis frío en el monasterio?

– Los monjes disponen de hogares en todas las habitaciones.

– De eso no me cabe duda, señor comisionado. Ninguna duda. -Copynger nos condujo al otro extremo del vestíbulo, entró en una acogedora habitación con vistas a la calle y retiró unos documentos de encima de unos taburetes que había cerca del fuego-. Disculpad el desorden, pero recibo tanto papeleo de Londres… El jornal mínimo, las leyes sobre los pobres… -El juez soltó un suspiro-. Además, debo informar hasta del menor comentario que oiga contra la Reforma. Afortunadamente, en Scarnsea se oyen pocos; pero a veces mis informadores se los inventan, lo que me obliga a investigar afirmaciones que nunca han sido hechas. No obstante, así la gente sabe que debe medir sus palabras.

– Estoy seguro de que lord Cromwell duerme más tranquilo sabiendo que cuenta con hombres tan leales como vos en los condados. -Copynger respondió al cumplido asintiendo con gravedad mientras yo le daba un sorbo a la copa-. Un vino excelente, señor juez, gracias, pero el tiempo apremia. Hay asuntos sobre los que agradecería cualquier información.

– Estoy a vuestra disposición. El asesinato del señor Singleton ha sido un insulto al rey. Clama venganza.

Debería haberme alegrado de estar en compañía de otro reformista, pero confieso que Copynger no me resultaba simpático. Aunque, además de las obligaciones de su cargo, los jueces debían cumplir el creciente número de tareas que les encomendaba Londres, lo cierto era que no podían quejarse. Siempre han sabido aprovecharse de su posición, de modo que el aumento de obligaciones llevaba aparejado un aumento de ganancias, incluso en municipios tan pobres como Scarnsea, como demostraba la prosperidad de Copynger. A mi modo de ver, su ostentación no concordaba con sus aires de avinagrada probidad. Pero aquélla era la nueva clase de hombres que estábamos creando en la Inglaterra de entonces.

– Decidme -le pregunté-, ¿qué piensa de los monjes la gente de aquí?

– Los odian, porque son unas sanguijuelas. No hacen nada por Scarnsea, no vienen a la ciudad si pueden evitarlo y cuando lo hacen se comportan con la arrogancia del Diablo. Las limosnas que reparten son misérrimas, y encima los pobres tienen que ir andando hasta el monasterio para recibirlas. En consecuencia, el peso del sustento de los indigentes recae sobre el contribuyente. -Según parece, tienen el monopolio de la venta de cerveza… -Y cobran un precio abusivo. Además, su cerveza es pésima; tienen la destilería llena de gallinas que sueltan su porquería sobre las tinas.

– Sí, ya lo he visto. Debe de saber a rayos.

– Pues nadie más puede vender cerveza -dijo Copynger abriendo los brazos-. También a sus tierras les sacan todo el jugo que pueden. Si alguien os dice que los monjes son terratenientes considerados, podéis responderle que miente. Y desde que el hermano Edwig se hizo cargo de la contaduría, las cosas no han hecho más que empeorar; ése sería capaz de despellejar a una pulga para aprovechar la grasa del culo.

– Sí, seguro que lo haría. Hablando de las cuentas del monasterio…, vos informasteis a lord Cromwell de que habían vendido tierras por debajo de su valor…

– Me temo que no conozco todos los detalles -admitió Copynger con evidente incomodidad-. Oí rumores, pero enseguida se corrió la voz de que yo estaba investigando, y ahora los grandes terratenientes actúan con mucha cautela. Asentí.

– ¿Y quiénes son?

– El mayor propietario de la zona es sir Edward Wentworth. El abad y él son uña y carne…, a pesar de que está emparentado con los Seymour. Salen juntos a cazar. Entre los arrendatarios se rumorea que el monasterio le ha vendido tierras en secreto y que ahora el mayordomo del abad se encarga de recaudar las rentas de sir Edward; pero no puedo confirmarlo, porque está fuera de mi competencia. -El juez frunció el entrecejo con irritación-. El monasterio tiene tierras en todas partes, incluso fuera del condado. Lo siento, comisionado. Si tuviera más autoridad…