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– Tal vez esto sobrepase mis atribuciones -dije tras reflexionar unos instantes-, pero, dado que tengo potestad para investigar todo lo relativo al monasterio, creo que podría indagar las ventas de tierras que se hayan realizado. ¿Y si reanudarais vuestras pesquisas sobre esa base, invocando el nombre de lord Cromwell?

Copynger sonrió.

– Un requerimiento hecho en nombre de Su Señoría obraría milagros. Haré todo lo que esté en mi mano.

– Gracias. Podría ser importante. Por cierto, creo que sir Edward es primo del hermano Jerome, el anciano cartujo que vive en el monasterio…

– Sí, Wentworth es un viejo papista. Tengo entendido que el cartujo habla abiertamente contra la Reforma. Si de mí dependiera, lo colgaría del campanario de la iglesia.

– Decidme -le pregunté tras reflexionar unos instantes-, si lo hicierais, ¿cómo reaccionaría la gente de la ciudad?

– Lo celebrarían. Como ya he dicho, odian a los monjes. Ahora Scarnsea es una ciudad pobre, y ellos aún la empobrecen más. El puerto está tan enfangado que apenas puede entrar un bote de remos.

– Sí, ya lo he visto. He oído que alguna gente se dedica al contrabando. Según los monjes, utilizan los marjales de detrás del monasterio para acceder al río. El abad Fabián asegura que lo ha denunciado repetidamente y que las autoridades hacen la vista gorda.

De pronto, el rostro de Copynger adoptó una expresión recelosa.

– El abad diría lo que fuera con tal de perjudicarnos. Es un problema de recursos, señor comisionado. Sólo hay un consumero, y no puede pasarse las noches vigilando todos los caminos de la marisma.

– Según uno de los monjes, en esa zona ha habido actividad recientemente. El abad piensa que los contrabandistas pudieron penetrar en el monasterio y asesinar a Singleton.

– Está tratando de confundiros, señor. Scarnsea tiene una larga historia de contrabando de telas, que se transportan por la marisma y se depositan en barcos de pesca con destino a Francia. Pero ¿por qué iba a matar uno de esos hombres al comisionado del rey? No estaba aquí para investigar el contrabando, ¿verdad?

La mirada del juez Copynger traslucía una súbita inquietud. -No. Ni yo tampoco, a menos que esas actividades tengan alguna relación con el asesinato de Singleton. Me inclino a pensar que el asesino es alguien del monasterio.

– Si los propietarios pudieran disponer de tierras para criar ovejas -dijo Copynger con evidente alivio-, la ciudad prosperaría y la gente no tendría que dedicarse al contrabando. Hay demasiados pequeños granjeros reconvertidos en tejedores.

– Aparte del contrabando, ¿es leal la ciudad? ¿No hay sectarios extremistas, por ejemplo, ni practicantes de brujería? ¿Sabíais que profanaron el monasterio?

– No, aquí no hay nada de eso -respondió el juez negando con la cabeza-; de lo contrario, me habría enterado: tengo cinco informadores a sueldo. Hay mucha gente a la que no le gustan los cambios, pero se aguantan. El asunto que más protestas ha provocado ha sido la abolición de los días consagrados a los santos, pero sólo porque eran festivos. Y nunca he oído hablar de que se practique la brujería en los alrededores.

– ¿Tampoco hay evangelistas exaltados? ¿Nadie que haya leído la Biblia y descubierto alguna misteriosa profecía que sólo él puede interpretar?

– ¿Como esos anabaptistas alemanes que matarían a los ricos para repartir sus bienes? Habría que quemarlos a todos. Pero aquí no hay gente así. El año pasado, a un aprendiz de herrero le dio por predicar que había llegado el Día del Juicio, pero lo metimos en el cepo y luego lo echamos de la ciudad. Ahora está en prisión, que es donde debe estar. Una cosa es predicar en inglés y otra poner la Biblia en manos de estúpidos criados y campesinos, para que Inglaterra se llene de iluminados.

– ¿Sois de los que opinan que sólo debería permitirse leer la Biblia a los cabezas de familia? -le pregunté arqueando las cejas.

– Es un punto de vista muy razonable, señor.

– En fin, los papistas no se lo permitirían a nadie. Pero, volviendo al asunto del monasterio, he leído que en el pasado algunos monjes se entregaron a prácticas nefandas. Que hubo casos de sodomía.

– Y se siguen entregando, estoy seguro -respondió Copynger con una mueca de asco-. El hermano Gabriel, el sacristán, era uno de los sodomitas, y continúa allí.

– ¿Había alguien de la ciudad implicado?

– No. Pero en el monasterio, además de invertidos, hay fornicadores. Más de una criada de Scarnsea ha sido víctima de sus bajas pasiones. Ninguna mujer menor de treinta años está dispuesta a trabajar allí, sobre todo desde que desapareció una muchacha.

– ¿Una muchacha?

– Una huérfana del hospicio que fue a trabajar para el enfermero. Sucedió hace dos años. Venía de visita a la ciudad de vez en cuando, pero de pronto dejó de venir. Cuando preguntamos por ella, el abad dijo que había huido del monasterio llevándose unas copas de oro. Joan Stumpe, la gobernanta del hospicio, estaba convencida de que le había ocurrido algo. Pero es una vieja metomentodo, y no había ninguna prueba.

– ¿Trabajaba para el enfermero? -terció Mark con una nota de inquietud en la voz.

– Sí, para el duende negro, como lo llamamos aquí. Cualquiera diría que no hay ingleses para hacer ese trabajo.

– ¿Podría hablar con la señora Stumpe? -pregunté tras reflexionar unos instantes.

– No toméis todo lo que os diga al pie de la letra. Pero sí, ahora mismo debe de estar en el hospicio. Mañana es día de limosna en el monasterio; estará preparándolo todo.

– Entonces, aprovecharemos la ocasión -dije poniéndome en pie.

Copynger llamó a un criado para que nos trajera las capas.

– Señor -dijo Mark volviéndose hacia el juez mientras esperábamos-, en la actualidad hay otra joven trabajando para el enfermero. Se llama Alice Fewterer.

– ¡Ah, sí, la recuerdo!

– Creo que tuvo que ponerse a trabajar porque la parcela de su familia fue cercada para criar ovejas. Sé que los jueces supervisan las leyes sobre cercados. Me preguntaba si todo se llevó a cabo legalmente… y si podría hacerse algo por ella.

Copynger miró a Mark con el entrecejo fruncido.

– Puedo aseguraros que todo se hizo legalmente, joven, puesto que la tierra es mía y fui yo quien la cercó. La familia de esa chica tenía una antigua enfiteusis que expiró al morir la madre. Si quería sacar algún provecho, tenía que derribar la casa y dedicar el terreno a pastos.

– Estoy seguro de que todo fue perfectamente legal, señor juez -tercié lanzando una mirada de advertencia a Mark.

– Lo que beneficiaría a la gente de esta ciudad -dijo Copynger mirando a Mark con frialdad- sería cerrar el monasterio, echarlos a todos a la calle y derribar esos edificios llenos de ídolos. Y, si bien es cierto que los criados se quedarían sin trabajo y la ciudad tendría una carga extra de pobres a los que mantener, estoy seguro de que lord Cromwell aprobaría que parte de las tierras del monasterio pasara a manos de ciudadanos prominentes.

– Hablando de lord Cromwell, Su Señoría ha insistido en la importancia de mantener lo ocurrido en secreto, por el momento.

– Yo no se lo he contado a nadie, señor comisionado, y ninguno de los monjes ha venido a la ciudad.

– Bien. El abad también sabe que debe guardar silencio. Sin embargo, supongo que algunos de los criados del monasterio tendrán relaciones en Scarnsea… Copynger negó con la cabeza. -Muy pocos. Se mantienen alejados; aquí se les quiere tan poco como a los monjes.