Выбрать главу

– ¿Queréis ver a Jerome, comisionado? ¿Ha ocurrido algo tan grave para que yo deba abandonar la iglesia?

– Sólo que no tengo tiempo que perder. ¿Dónde está?

– Desde que os insultó, permanece encerrado en su celda.

– Entonces, haced el favor de llevarnos junto a él. Quiero interrogarlo.

– Me asusta pensar en los insultos que puede lanzaros cuando os vea -dijo el prior abriendo la marcha hacia el claustro-. Si pensáis acusarlo de traición, nos haréis un favor.

– ¿De veras? ¿Es que no tiene ni un solo amigo en todo el monasterio?

– Casi ninguno.

– Aquí hay mucha gente que no tiene ni un solo amigo. Como el novicio Whelplay.

– Intenté enseñar a Simón Whelplay contrición de espíritu -respondió el prior mirándome con frialdad.

– Más vale entrar roto en el cielo que entero en el infierno, ¿no? -murmuró Mark.

– ¿Cómo?

– Es algo que nos ha dicho un juez reformista esta mañana. Por cierto, tengo entendido que fuisteis a visitar a Simón a primera hora de ayer.

– Fui a rezar por él -respondió el prior sonrojándose-. No deseaba su muerte, sino verlo liberado del mal que lo poseía.

– ¿Incluso a costa de su vida?

El hermano Mortimus se detuvo y se volvió hacia mí con el rostro descompuesto. El tiempo empeoraba rápidamente; los copos de nieve giraban a nuestro alrededor y el viento agitaba nuestras capas y el hábito del prior.

– ¡No deseaba su muerte! No fue culpa mía, estaba poseído. ¡Poseído! ¡Su muerte no fue culpa mía, yo no lo maté!

Lo observé con atención. ¿Había ido a rezar por el novicio porque se sentía culpable? No, me dije, el prior Mortimus no era un hombre que cuestionara la rectitud de sus actos. Por extraño que pudiera resultar, su intolerante certidumbre me recordaba a la de algunos luteranos radicales que había conocido. Y sin duda se había armado de algún sofisma intelectual que le permitía acosar a mujeres jóvenes sin remordimientos de conciencia.

– Hace frío -dije al fin-. Sigamos.

El prior reanudó la marcha sin rechistar y nos condujo hasta los dormitorios, un largo edificio de dos pisos que cerraba el lado este del claustro. El humo ascendía de numerosas chimeneas. Era la primera vez que entraba en las habitaciones de un monasterio, aunque sabía por la Comperta que los grandes dormitorios comunitarios de los primeros benedictinos se habían dividido en cómodas habitaciones individuales hacía mucho tiempo. Penetramos en un largo corredor flanqueado de puertas, algunas de las cuales estaban abiertas y dejaban ver buenos fuegos y camas mullidas. La temperatura era muy agradable.

– Normalmente, está cerrada con llave -dijo el prior deteniéndose delante de una de las puertas-, para impedir que salga a vagabundear por ahí. ¡Jerome, el comisionado desea veros! -anunció empujando la hoja.

La celda del cartujo era tan austera como confortables las que acabábamos de ver. La chimenea estaba apagada y las paredes totalmente desnudas, salvo por el crucifijo que había clavado encima de la cama. El anciano se encontraba sentado en ella sin más ropa que un calzón; su esquelético torso, torcido y cargado de hombros, se veía tan encorvado como el mío, pero debido a las lesiones, no a la deformidad. Inclinado sobre él, el hermano Guy le limpiaba la docena de pequeñas llagas que salpicaban su piel. Algunas eran rojas; otras, purulentas y amarillas. Junto a la cama, una palangana llena de agua despedía un penetrante aroma a lavanda.

– Siento interrumpir la cura, hermano Guy-dije entrando en la celda.

– Ya he acabado. Bueno, hermano, esto debería aliviaros las llagas infectadas.

El cartujo me fulminó con la mirada antes de volverse hacia el enfermero.

– Mi camisa limpia, por favor.

El hermano Guy suspiró.

– Con esto no hacéis más que debilitaros -dijo el enfermero, tendiéndole una prenda gris en cuyo interior se distinguía una negra y tiesa crin cosida al tejido-. Al menos, podríais humedecer el pelo para suavizarlo.

El anciano se puso la camisa y a continuación el hábito blanco. El enfermero recogió la palangana, nos hizo una reverencia y abandonó la celda. El hermano Jerome y el prior se miraron con idéntica antipatía.

– ¿Mortificándoos de nuevo, Jerome?

– Para expiar mis pecados. Pero, a diferencia de otros, no disfruto mortificando al prójimo, hermano prior.

El prior Mortimus le lanzó una mirada asesina y luego se volvió hacia mí y me tendió una llave.

– Cuando terminéis, entregádsela a Bugge -dijo, y salió dando un portazo.

De pronto, me di cuenta de que estábamos encerrados en un espacio reducido con un hombre que nos miraba con los ojos desorbitados por el odio en un rostro pálido y consumido. Busqué a mi alrededor un sitio donde sentarme, pero no había más asiento que la cama, de modo que me quedé de pie apoyado en mi bastón.

– ¿Te duele la espalda, jorobado? -me preguntó el cartujo inesperadamente.

– Tengo molestias. Nos hemos dado una buena caminata por la nieve.

– ¿Conoces el dicho? Tocar a un enano trae buena suerte, pero tocar a un jorobado sólo causa desgracias. Eres una burla de la forma humana, comisionado. Por partida doble, porque tienes el alma tan deforme y podrida como todos los esbirros de Cromwell.

– ¡Por los clavos de Cristo, señor, tenéis una lengua de víbora! -exclamó Mark avanzando hacia él.

Le ordené que se detuviera con un gesto y sostuve la mirada del cartujo.

– ¿Por qué me insultáis, Jerome de Londres? Todos dicen que estáis loco. ¿Lo estáis? ¿Alegaríais estarlo si os hiciera enviar a la Torre por vuestra falta de respeto?

– No alegaría nada, jorobado. Me gustaría poder hacer lo que en aquella ocasión no tuve valor de hacer, convertirme en un mártir de la Iglesia de Dios. Reniego del rey Enrique y de su usurpación de la autoridad del Papa. -El anciano soltó una risa amarga-. ¿Sabías que hasta el propio Lutero desautoriza al rey? Dice que nuestro arrogante monarca acabará creyéndose Dios.

Mark lo miraba boquiabierto. Aquellas palabras habrían bastado para hacer ejecutar al cartujo.

– Cómo debe de reconcomeros la vergüenza por haber prestado juramento reconociendo la supremacía del rey… -repliqué sin inmutarme.

El anciano se levantó de la cama con dificultad, ayudándose de la muleta. Luego se la colocó bajo el brazo y empezó a recorrer la celda con paso lento. Cuando volvió a hablar, su voz era tranquila y firme.

– Sí, jorobado. Vergüenza y miedo para mi alma eterna. ¿Sabes a qué familia pertenezco? ¿Te han informado de eso?

– Sé que estabais emparentado con la reina Juana, que Dios tenga en su gloria.

– Dios no la tiene en su gloria. Está ardiendo en el infierno por casarse con un rey cismático. -El cartujo se volvió y me miró fijamente-. ¿Quieres que te cuente cómo llegué aquí? ¿Quieres que te plantee un caso, señor abogado?

– Sí, adelante. Me sentaré para escucharos -dije tomando asiento en la dura cama.

Mark permaneció de pie con la mano en el pomo de la espada y el hermano Jerome siguió dando vueltas por la celda con paso cansino.

– Dejé el siglo cuando tenía veinte años. Mi difunta prima segunda todavía no había nacido; no llegué a conocerla. Viví en paz más de treinta años en la cartuja de Londres, una casa santa, no como este antro de molicie y corrupción. Era un refugio, un lugar dedicado a Dios en medio de las vanidades de la ciudad.

– Un lugar en el que llevar camisas de crin formaba parte de la regla.

– Sí, para recordarnos en todo momento que la carne es pecadora y vil. Tomás Moro vivió con nosotros cuatro años y ya no abandonó jamás la camisa de crin, ni siquiera cuando le impusieron la toga de lord canciller. Le ayudó a conservar la humildad y a mantenerse firme hasta la muerte, cuando se opuso al matrimonio del rey.

– Y a quemar a todos los herejes que pudo encontrar cuando fue nombrado lord canciller. Pero vos no os mantuvisteis firme, ¿verdad, hermano Jerome?