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– Algunos no son malas personas. El hermano Guy…

– La institución monacal está podrida. Es cierto que si lord Cromwell logra poner estas tierras a disposición del rey, algunas acabarán en manos de sus partidarios… Esa es la naturaleza del patronazgo, así es como funciona la sociedad, es inevitable. Pero se trata de una suma fabulosa, que dará al rey la posibilidad de ser independiente del Parlamento… Te subleva la situación de los pobres, ¿verdad?

– Sí, señor. Es un escándalo. Gente como Alice arrojada de sus tierras en todas partes, criados sin señor mendigando por las calles…

– Sí. Es un escándalo. El año pasado, lord Cromwell presentó en el Parlamento una ley que favorecía a los pobres. Proponía fundar casas de beneficencia para los que no tienen trabajo y la construcción de caminos y canales. Pero fue rechazada, porque la nobleza no quería pagar un impuesto especial para financiar la ley. Sin embargo, con la riqueza de los monasterios en las arcas del rey, lord Cromwell no necesitará al Parlamento. Podrá construir escuelas y proveer de biblias inglesas a todas las iglesias. Imagínatelo: trabajo para todos, todo el mundo leyendo la palabra de Dios. ¡Y para eso el Tribunal de Desamortización es vital!

Mark sonrió con tristeza.

– ¿Vos no pensáis, como el juez Copynger, que los únicos a los que debería estar permitido leer la Biblia son los cabezas de familia? Tengo entendido que lord Rich opina lo mismo. Mi padre no es cabeza de familia, de modo que no podría leerla. Y yo tampoco.

– Un día lo serás. Pero no, no pienso como Copynger. En cuanto a Rich, es un granuja. De momento, Cromwell lo necesita, pero no permitirá que siga subiendo. Las cosas se enderezarán.

– ¿Estáis seguro, señor?

– Sí, lo estoy. Debes pensar, Mark, debes rezar. No podemos… no podemos dudar; ahora menos que nunca. Hay demasiado en juego.

Mark se volvió hacia la lumbre.

– Siento haberos preocupado, señor.

– Entonces confía en mí.

Me dolía la espalda. Guardamos silencio, mientras fuera caía la noche y la oscuridad invadía la habitación. No era un silencio agradable. Estaba contento de haber hablado con Mark con tanta firmeza y convencido de lo que le había dicho sobre el futuro que creía estar ayudando a construir. Sin embargo, mientras permanecía sentado en la oscuridad, volvieron a mi mente las palabras y el rostro de Jerome, y mi instinto de abogado me dijo que el cartujo no había mentido. Pero, si todo lo que había dicho era cierto, la Reforma se estaba construyendo sobre un edificio de mentiras y monstruosa brutalidad. Y yo formaba parte de todo ello. Horrorizado, me tumbé en la cama. Al cabo de unos instantes, una idea acudió a tranquilizarme. Si Jerome estaba loco, puede que hubiera acabado creyendo sinceramente algo que sólo era una fantasía de su mente enferma. No habría sido el primer caso con el que topaba. Me dije que la respuesta tenía que ser ésa y que, en consecuencia, debía dejar de torturarme. Necesitaba descansar para tener la cabeza despejada al día siguiente. Así es como acallan sus dudas los hombres con conciencia.

17

De pronto vi a Mark, que me sacudía por los hombros; debía de haberme quedado dormido sin darme cuenta.

– Señor, el hermano Guy está aquí.

Al ver al enfermero de pie junto a la cama, me levanté a toda prisa.

– El abad me envía a deciros que tiene las escrituras de compraventa que le pedisteis y unas cartas que desea mandar. Llegará de un momento a otro, comisionado.

– Gracias, hermano.

El enfermero me miró indeciso pasando sus largos y oscuros dedos por el cordón que le ceñía el hábito a la cintura.

– Dentro de un momento, iré al oficio nocturno por Simón Whelplay. Comisionado, creo que debería explicarle al abad lo del envenenamiento.

– Todavía no -respondí negando con la cabeza-. Su asesino ignora que sabemos que el muchacho murió envenenado, y eso podría darme una ventaja.

– ¿Y cómo explico su muerte? El abad me preguntará.

– Respondedle que no estáis seguro.

El hermano Guy se pasó una mano por la tonsura. Cuando volvió a hablar, lo hizo con la voz alterada:

– Pero, señor, saber cómo murió guiaría las oraciones de la comunidad. Deberíamos pedir a Dios que reciba el alma de un hombre asesinado, no la de un enfermo. Murió sin confesar y comulgar; eso basta para que su alma esté en peligro.

– Dios lo ve todo. El muchacho irá al cielo sólo si es Su voluntad.

El enfermero parecía dispuesto a seguir discutiendo, pero en ese momento entró el abad. Su viejo criado lo seguía, cargado con un gran cartapacio de cuero. El abad Fabián nos miró con ojos cansados. Parecía más viejo y abatido. El hermano Guy se inclinó ante su superior y abandonó la habitación.

– Comisionado, os traigo las escrituras de las cuatro ventas de tierras del último año y un fajo de correspondencia comercial, junto con algunas cartas personales de los monjes. Queríais examinar la correspondencia antes de que saliera…

– Gracias. Dejad el cartapacio sobre la mesa.

El abad dudó un instante y se frotó las manos con nerviosismo.

– ¿Puedo preguntaros cómo os ha ido en la ciudad? ¿Habéis hecho progresos? Los contrabandistas…

– He hecho alguno, sí. Las líneas de investigación parecen multiplicarse, señor abad. Esta tarde, también he hablado con Jerome.

– Espero que no os haya…

– Sí, ha vuelto a insultarme, naturalmente. Creo que, por el momento, debería permanecer en su celda.

El abad carraspeó.

– He recibido una carta -dijo tras una vacilación-. La he puesto con las otras; es de un viejo conocido mío, un monje de Bisham que tiene amigos en el priorato de Lewes. Le han dicho que están negociando los términos de la cesión con el vicario general.

– Los monjes de Inglaterra tienen sus propias redes de comunicación -respondí sonriendo con ironía-. Siempre ha sido así. En fin, señor abad, al parecer Scarnsea no es la única casa problemática que a lord Cromwell le gustaría ver cerrada.

– Ésta no es una casa problemática, señor comisionado -repuso el abad con un temblor en su profunda voz-. ¡Las cosas iban bien hasta que llegó el comisionado Singleton! -Le lancé una mirada severa. El abad se mordió el labio y tragó saliva, y comprendí que tenía ante mí a un hombre asustado, al borde de un ataque de nervios. Su humillación y su desconcierto al ver que su mundo se agitaba y temblaba a su alrededor eran evidentes-. Lo siento, doctor Shardlake, perdonadme -murmuró alzando una mano-. Es un momento difícil.

– Aun así, deberíais medir vuestras palabras, señor abad.

– Vuelvo a pediros disculpas.

– Está bien.

– El doctor Goodhaps lo tiene todo dispuesto para partir mañana, señor, después del funeral del comisionado Singleton -dijo el abad, más calmado-. El oficio nocturno empezará dentro de una hora, y a continuación celebraremos la vigilia. ¿Asistiréis?

– ¿Se celebrará una sola vigilia para los dos difuntos?

– No, habrá dos, puesto que uno era religioso y el otro seglar. Los hermanos se repartirán entre ambas.

– ¿Y velarán los cuerpos durante toda la noche, con cirios bendecidos para mantener alejados a los malos espíritus?

– Ésa es la tradición -respondió el abad tras una vacilación.

– Una tradición condenada por los Diez Artículos de Religión promulgados por el rey. En los responsos, los cirios sólo están permitidos como símbolos de la gracia de Dios. Al comisionado Singleton no le habría hecho ninguna gracia que se atribuyeran poderes sobrenaturales a los cirios utilizados en su funeral.

– Recordaré la disposición a los hermanos.

– En cuanto a los rumores sobre Lewes… Guardáoslos para vos -le sugerí, y di por concluida la conversación con un movimiento de cabeza.