Выбрать главу

Incliné la cabeza.

– Un poco, pero sólo porque cultiváis unas maneras rudas.

– No las cultivo, nací con ellas -replicó el prior sonriendo con sorna-. Soy escocés; en mi tierra no tenemos vuestras refinadas costumbres inglesas. La verdad es que no tenemos gran cosa aparte de pendencias, al menos en la región fronteriza de la que procedo. Allí la vida es una batalla continua; cuando no están combatiendo contra los ingleses, los señores luchan unos contra otros por el ganado.

– ¿Qué os trajo a Inglaterra?

– Siendo niño, mataron a mis padres y saquearon nuestra granja. Pero no los ingleses, sino un señor escocés.

– Lo siento.

– Cuando esto ocurrió, yo me encontraba estudiando en la abadía de Kelso. Había querido marcharme lejos, y mis padres me costearon una escuela inglesa. Yo se lo debo todo a la Iglesia. -Su expresión burlona se tornó seria de inmediato-. Las órdenes religiosas se alzan entre el mundo y el caos absoluto, comisionado.

«Otro refugiado -me dije-, otro beneficiario de la comunidad internacional del hermano Guy.» -¿Por qué os ordenasteis?

– Me cansé del mundo, comisionado, y de la gente: los críos, peleándose a todas horas y haciendo novillos, a menos que les enseñes la vara; los criminales que ayudé a capturar, los hombres estúpidos y codiciosos que conocí… Por cada uno que condenábamos y colgábamos, había otros doce esperando a que los cogiéramos. El hombre es una criatura caída, alejada de la gracia y más difícil de dominar que una jauría de perros. Pero al menos en un monasterio es posible mantener la disciplina de Dios.

– ¿Y ésa es vuestra aspiración en este mundo? ¿Mantener la disciplina entre los hombres?,,

– ¿Acaso no es la vuestra? ¿No os indigna el asesinato de ese hombre? ¿No estáis aquí para encontrar y castigar al culpable?

– ¿Os indignó la muerte del comisionado?

El prior se detuvo y se volvió hacia mí.

– Es un paso más hacia el caos. Me consideráis un hombre rudo, pero, creedme, el Diablo está en todas partes, y hasta en la Iglesia se necesitan hombres como yo para mantenerlo a raya, del mismo modo que el rey trata de mantener el orden en el mundo secular con las leyes que dicta.

– ¿Y qué ocurre cuando las leyes del mundo y de la Iglesia están en desacuerdo, como ha ocurrido en los últimos años? -le pregunté.

– Entonces, doctor Shardlake, rezo para que se encuentre alguna solución que permita a la Iglesia y al príncipe trabajar en armonía de nuevo, porque cuando luchan entre sí abren la puerta al Diablo.

– Entonces, que la Iglesia no desafíe la voluntad del príncipe. Bueno, debo volver a la enfermería. Os dejaré aquí, porque supongo que tenéis que volver a la iglesia, para asistir al funeral por el pobre novicio… -añadí con toda intención.

El prior no rehuyó mi mirada.

– Rezaré para que el muchacho sea admitido en el cielo cuando Dios disponga. Pese a que era un pecador.

Di media vuelta y, a través de la cortina de nieve, vi a Goodhaps, que avanzaba lentamente hacia la enfermería del brazo de Mark. No pude evitar preguntarme si conseguiría llegar a la ciudad y escapar de aquella pesadilla.

En la sala de la enfermería, Alice seguía atendiendo al agonizante hermano Francis. El anciano había recobrado el conocimiento y la muchacha le estaba dando gachas a pequeñas cucharadas. Mientras lo hacía, su rostro tenía una suavidad, una dulzura que no le había visto hasta entonces. Le pedí que nos acompañara a la cocina y la dejé allí con Goodhaps y Mark, mientras yo iba a buscar el libro que me había dado el tesorero. Los tres me miraron expectantes cuando volví y se lo mostré.

– Según el hermano Edwig, éste es el libro que el pobre Singleton se llevó de la contaduría poco antes de que lo asesinaran. Ahora, doctor Goodhaps, y tú también, Alice, quiero que lo examinéis y me digáis si lo habíais visto con anterioridad. Como veréis, tiene una gran mancha de vino en la tapa. Mientras estaba en la iglesia, se me ha ocurrido que quienes hubieran visto el libro tenían que acordarse de la mancha.

Goodhaps extendió la mano, cogió el libro de contabilidad y examinó las tapas.

– Recuerdo al comisionado hojeando un libro con las tapas azules. Tal vez fuera éste. No lo sé, no me acuerdo.

– Con vuestro permiso -dijo Alice acercándose a él y cogiendo el libro de sus manos. Miró la cubierta, le dio la vuelta y, con total convicción, afirmó-: No es éste.

– ¿Estás segura? -le pregunté con el corazón en un puño. -El libro que el hermano Edwig le dio al comisionado no tenía ninguna mancha. Me habría llamado la atención; el tesorero es un maniático de la limpieza y el orden.

– ¿Lo jurarías ante un tribunal de justicia?

– Lo haría, señor -respondió Alice con voz serena y firme. -Ahora ya no me cabe duda de que el tesorero me ha mentido -dije asintiendo lentamente-. Muy bien. Gracias una vez más, Alice. Y guardad silencio sobre esto. Los tres.

– Yo no estaré aquí -dijo Goodhaps con satisfacción.

Miré por la ventana. Había dejado de nevar.

– Sí, doctor Goodhaps, creo que deberíais poneros en camino. Mark, tal vez podrías acompañar al doctor hasta la ciudad…

– ¡Gracias, señor! -respondió el anciano con júbilo-. Agradeceré tener un brazo en el que apoyarme. Mis cosas están en casa del abad. Dejaré mi caballo aquí; si pudierais enviármelo a Londres cuando mejore el tiempo…

– Sí, sí… Mark, procura volver cuanto antes. Tenemos mucho que hacer.

– Adiós, comisionado -dijo Goodhaps levantándose con ayuda del muchacho-. Espero que salgáis con bien de este apestoso cubil.

Y con tan alegre discurso de despedida, se marchó.

Volví a la habitación y escondí el libro bajo la ropa de la cama. Estaba contento. Aquello era un progreso. Lo siguiente sería echar un vistazo en el estanque y la iglesia, así que traté de calcular cuánto tardaría Mark en ir a Scarnsea y volver. Si iba solo, poco más de una hora; pero con el viejo profesor… Me reproché mi debilidad, pero no podía permitir que Goodhaps fuera dando traspiés por la nieve cargado de bultos.

Decidí hacer una visita a los caballos, que no habían salido de la cuadra desde que llegamos. Volví al patio y me dirigí a los establos, donde un mozo que estaba barriendo el suelo me aseguró que los animales se encontraban perfectamente. En efecto, tanto Chancery como Redshanks, el caballo de Mark, tenían buen aspecto y se alegraron de verme después de pasar tantos días encerrados.

– ¿Te gustaría salir, viejo amigo? -le pregunté a Chancery acariciándole la larga y blanca cabeza-. Estás mejor aburriéndote aquí dentro que volviéndote loco ahí fuera. Aquí estás a cuerpo de rey.

El mozo de cuadra, que pasaba ante el pesebre en ese momento, me miró extrañado.

– ¿Tú no les hablas a los caballos? -le pregunté.

El muchacho murmuró algo ininteligible y siguió barriendo.

Me despedí de los animales y volví a la enfermería dando un paseo. Por el camino vi una zona despejada de nieve, en la que había varios cuadrados de diferentes tamaños pintados con tiza. Media docena de monjes jugaban a saltar de uno a otro según el número que saliera al tirar un dado. Bugge los observaba apoyado en su pala. Al verme, se quedaron parados e hicieron ademán de apartarse para dejarme paso, pero les indiqué que continuaran con un gesto de la mano. Conocía el juego de mis años en Lichfield; era una compleja versión del tejo que se jugaba en todas las casas benedictinas.

Mientras los miraba, el hermano Septimus, el monje medio lelo al que el enfermero había reñido por comer en exceso, se acercó por la nieve trompicando y resoplando.