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Por un momento creí que iba a negarse, pero apretó las mandíbulas y se quitó la capa, las fundas de cuero y por último las caras botas, a las que no les habría sentado nada bien el chapuzón. Durante unos instantes, se quedó inmóvil en la orilla, tiritando; tenía las musculosas piernas y los pies casi tan blancos como la nieve. Luego respiró hondo, se metió en el agua y, aullando de frío, avanzó con paso vacilante.

Yo suponía que le cubriría hasta la cintura, pero no había dado media docena de pasos cuando soltó un grito y se hundió hasta el pecho. A su alrededor gorgoteaban enormes burbujas de un gas tan fétido que tuve que dar un paso atrás.

– ¡Puaj! ¡Aquí hay un palmo de cieno! -farfulló Mark.

– Claro, ¿qué esperabas? Es el limo del riachuelo, que se acumula en el fondo. ¿Ves algo? ¿Puedes cogerlo?

El muchacho me lanzó una mirada asesina y soltó un gruñido, pero se inclinó, hundió un brazo en el agua y empezó a buscar a tientas.

– Sí-respondió al cabo de unos instantes-. Hay algo…, un objeto afilado.

El brazo de Mark reapareció sosteniendo una gran espada con empuñadura dorada, que arrojó a mis pies.

– ¡Bien hecho! -le grité con el corazón palpitante-. ¿Hay algo más?

Mark volvió a inclinarse, sumergiendo esta vez el brazo hasta el hombro; sus movimientos rizaban la superficie del agua.

– ¡Jesús, qué fría está! Un momento… Sí… Hay algo. Algo blando. Parece ropa.

– ¡La ropa del asesino! -exclamé con el corazón en un puño.

Mark se irguió, tiró con fuerza y, de pronto, perdió el equilibrio, soltó un grito y se hundió bajo la superficie, al tiempo que otra figura emergía del estanque. Boquiabierto, miré aquella forma humana envuelta en un hábito chorreante. Por unos instantes, tuve la sensación de que la cabeza, oculta bajo la empapada y revuelta pelambrera, y el torso estaban suspendidos en el aire; luego, la figura se derrumbó sobre las cañas de la orilla.

Mark sacó la cabeza a la superficie y avanzó hacia la orilla aullando de frío y dando manotazos al agua. Salió a gatas y se dejó caer sobre la nieve jadeando, con los ojos tan desorbitados como los míos ante el horrible espantajo que había quedado enredado entre las cañas: un cuerpo de mujer, grisáceo, putrefacto y vestido con los jirones de un hábito de sirvienta. Tenía las órbitas vacías y la boca, sin labios, abierta en una mueca que dejaba ver los dientes, grises y apretados. Unos largos y enredados mechones de pelo chorreaban sobre su rostro.

Mark se puso en pie tiritando, se santiguó una y otra vez y empezó a rezar:

– Deus salvamos, deus salvamos, mater Christi salvamos…

– Está bien -le dije con suavidad, arrepentido de haberme enfadado con él-. Está bien. -Le pasé el brazo por el hombro; temblaba como una hoja-. Debía de estar enterrada en el limo. Ahí abajo se acumulan los gases, y tú los has removido. Tranquilo, la pobre no puede hacernos ningún daño -aseguré; pero, a la vista de aquella horrible aparición, no pude evitar que me temblara la voz-. Vamos, o cogerás una pulmonía. Ponte las botas.

Mark hizo lo que le decía, y eso bastó para que se calmara un poco.

En ese momento, advertí que había salido a la superficie otra cosa que ahora flotaba en mitad del estanque; una prenda amplia y negra, hinchada de gas. La atrapé con el bastón temiendo que se tratara de otro cadáver, pero sólo era un hábito de monje. Tiré y lo arrastré hasta la orilla. Distinguí varias manchas oscuras que podían ser de sangre coagulada. De pronto, me acordé de las gruesas carpas que habíamos cenado la noche de nuestra llegada, y me estremecí.

Mark seguía mirando el cadáver con expresión horrorizada.

– ¿Quién es? -murmuró entre dos castañeteos de dientes.

Respiré hondo.

– Sospecho que estamos ante los restos de Orphan Stonegarden. -Observé el terrible rostro de la muerta: una piel grisácea tensa sobre una calavera-. «Una cara delicada y dulce -había dicho la señora Stumpe-. Una de las más bonitas que he visto en mi vida.» A esto se refería Simón Whelplay con lo de advertir a una mujer de que corría peligro. Él lo sabía.

– Así que ahora tenemos tres cadáveres…

– Y ruego a Dios que éste sea el último. -Haciendo de tripas corazón, levanté el hábito negro. Al darle la vuelta para examinarlo, vi una insignia cosida a la tela. No era la primera vez que la veía; representaba una pequeña arpa, el distintivo de los sacristanes. El asombro me dejó atónito-. Es del hermano Gabriel -murmuré.

20

Le dije a Mark que corriera a buscar al abad, tan deprisa como pudiera para entrar en calor. Lo observé mientras se alejaba dando saltos por la nieve y luego me volví hacia el estanque. Las burbujas seguían ascendiendo del fango y haciendo hervir la superficie del agua. Me pregunté si la reliquia también estaría allí abajo, quizá con los cálices que se suponía había robado la pobre Orphan.

Sacando fuerzas de flaqueza, me acerqué al cadáver. Vi que llevaba una cadenilla de plata alrededor del cuello y, tras unos instantes de vacilación, la cogí y, tirando con ambas manos, conseguí romperla sin dificultad. De la cadenilla pendía una tosca medalla que representaba a un hombre con un fardo a la espalda. Las guardé en el bolsillo y cogí la espada. Era un arma de excelente calidad, la espada de un caballero. La marca del armero estaba estampada en la hoja, sobre la imagen de un edificio cuadrado con cuatro torres puntiagudas: «JS.1507.»

Me acerqué a la muralla y me senté en el montón de cascotes; aún no me había recuperado de la impresión. No podía apartar la vista de los despojos que yacían entre las cañas. Además, tenía los dedos de las manos y los pies entumecidos de frío, de modo que al cabo de unos instantes volví a levantarme y empecé a agitar los brazos y a patear el suelo para reactivar la circulación de la sangre.

Comencé a pasear a lo largo de la muralla, cavilando sobre el significado de lo que acabábamos de descubrir, mientras oía crujir la nieve bajo mis botas. A medida que los hechos encajaban uno con otro, una visión de conjunto iba cobrando forma en mi cabeza. Al cabo de un rato, oí voces procedentes de la huerta y vi a Mark, que volvía a toda prisa, acompañado por dos figuras con hábito negro, el abad Fabián y el prior Mortimus. Éste llevaba en las manos una manta grande. El abad se detuvo junto al estanque y, con el rostro descompuesto, clavó los ojos en los restos humanos que yacían en la orilla, se santiguó y musitó una plegaria. El prior se acercó al cadáver con una mueca de asco. Sus ojos se posaron en la espada, que yo había vuelto a dejar junto al cadáver.

– ¿La mataron con esto? -murmuró.

– No lo creo. El limo que la cubría ha preservado el cuerpo; creo que llevaba mucho tiempo ahí. Pero diría que esa espada es el arma que mató a Singleton. Este estanque ha sido utilizado para ocultar pruebas más de una vez.

– ¿A quién pertenece el cuerpo? -preguntó el abad con una nota de pánico en la voz.

– Tengo entendido que la anterior ayudante del enfermero desapareció hace un par de años -respondí mirándolo atentamente-. Una tal Orphan Stonegarden.

El prior volvió a observar el cadáver.

– No -lo oí murmurar. Su voz traslucía cólera, pero también pesar e incredulidad-. Pero… esa joven huyó -balbuceó-. Era una ladrona…

Oírnos voces y nos volvimos. Cuatro criados se acercaban trayendo una camilla. El abad hizo un gesto con la cabeza al prior, que cubrió el cadáver con la manta.

– En el monasterio se ha armado un gran revuelo -dijo el abad inclinándose hacia mí-. La gente ha visto al señor Poer llegar corriendo a mi casa; cuando me ha explicado que habíais encontrado un cuerpo, les he dicho a los criados que trajeran una camilla. Pero, por favor…, ¿no podríamos mantenerlo en secreto por el momento, decir simplemente que alguien se ha ahogado en el estanque, y no que es la mujer…?