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– Sigo sin imaginármelo, señor. Parece tan… blando.

– Según esa lógica, podríamos acusar al hermano Edwig basándonos en que es un ser despreciable, más parecido a un balance andante que a un hombre. También está lleno de engaños, y de lujuria, según parece. Pero eso no nos permite afirmar que es un asesino.

– Cuando mataron a Singleton, él estaba ausente.

– Pero Gabriel no. Y, en su caso, puedo ver una cadena de motivos. No, debemos dejar a un lado las emociones.

– Como queréis que haga con Alice…

– No es el momento de discutir eso. Bueno, ¿me acompañas a hablar con Gabriel?

– Por supuesto. Tengo tantas ganas de atrapar a ese asesino como vos, señor.

– Bien. Entonces vuelve a ceñirte la espada. Dejaremos la otra aquí, pero nos llevaremos el hábito. Escúrrelo un poco en la jofaina. Iremos a comprobar si nuestras especulaciones tienen fundamento.

21

Cuando salimos al exterior, tenía el corazón palpitante, pero la mente clara. Era bien pasado mediodía, y en el neblinoso cielo el sol empezaba a declinar; era uno de esos grandes soles invernales a los que se puede mirar directamente, pues es como si les hubieran arrebatado el fuego. Y, con aquel frío, era lo que parecía.

El hermano Gabriel estaba sentado en la nave de la iglesia con el viejo monje al que había visto copiando un manuscrito en la biblioteca. Examinaban un gran montón de volúmenes antiguos. Al acercarnos, levantaron la cabeza, y los ojos de Gabriel nos miraron alternativamente con inquietud.

– ¿Más libros antiguos, hermano? -le pregunté.

– Son nuestros libros de coro, señor, con las anotaciones musicales. No los imprimen, de modo que cuando se estropean no tenemos más remedio que copiarlos.

Cogí uno de los volúmenes. Las páginas eran de pergamino; las palabras latinas, escritas con signos fonéticos y salpicadas de notas musicales, pertenecían a salmos y oraciones diferentes para cada día del calendario; los largos años de uso habían descolorido la tinta.

– Tengo que haceros algunas preguntas, hermano -dije, depositando el libro en un banco y volviéndome hacia el anciano-. ¿Os importaría dejarnos solos?

El viejo copista asintió y se marchó arrastrando los pies.

– ¿Ha ocurrido algo? -me preguntó el sacristán con un ligero temblor en la voz.

– ¿No os habéis enterado? ¿No habéis oído que hemos encontrado un cadáver en el estanque?

El sacristán me miró con los ojos muy abiertos.

– He estado ocupado. Acababa de llegar de la biblioteca con el hermano Stephen. ¿Un cadáver?

– Creemos que se trata de la chica que desapareció hace dos años. Una tal Orphan Stonegarden.

El hermano Gabriel abrió la boca e hizo ademán de levantarse, pero volvió a sentarse.

– Tenía el cuello fracturado. Al parecer, fue asesinada y arrojada al estanque. También hemos encontrado una espada; creemos que es el arma que utilizó el asesino de Singleton. Y esto… -dije volviéndome hacia Mark, que me tendió el hábito-, vuestro hábito, hermano Gabriel -afirmé poniéndole la insignia ante los ojos. Él la miró boquiabierto-. ¿Es vuestra esta insignia?

– Sí, lo es. Debe… debe de ser el hábito que me robaron.

– ¿Os lo robaron?

– Hace dos semanas mandé un hábito a la lavandería y no he vuelto a verlo. Pregunté por él, pero no lo encontraron. No es la primera vez que los criados roban un hábito; los de invierno son de lana de buena calidad. Por favor, señor, ¿no creeréis…?

– Gabriel de Ashford -le dije inclinándome hacia él-, os conmino a que neguéis que matasteis al comisionado Singleton. Él conocía vuestro pasado y descubrió algún delito reciente por el que podía haceros juzgar y ejecutar. De modo que lo matasteis.

– No -replicó el sacristán sacudiendo la cabeza-. ¡No!

– Arrojasteis la espada y el hábito ensangrentado al estanque, que considerabais un escondite seguro, porque ya lo habíais utilizado para hacer desaparecer el cuerpo de la chica. ¿Por qué matasteis a Singleton de un modo tan rebuscado, hermano Gabriel? ¿Y por qué asesinasteis a la chica? ¿Estabais celoso del afecto que le mostraba el hermano Alexander? ¿Era vuestro amante? Y el novicio Whelplay, vuestro otro amigo, sabía lo que le había ocurrido a Orphan, ¿verdad? Pero él nunca os habría traicionado. Por desgracia, empezó a delirar, y tuvisteis que envenenarlo. Desde entonces, el dolor parece torturaros como a alguien a quien le pesa la conciencia. Todo encaja, hermano.

El sacristán se puso en pie, inspiró con fuerza un par de veces agarrándose al respaldo del asiento y se encaró conmigo. Mark echó mano a la espada.

– Sois el comisionado del rey -dijo el sacristán con voz temblorosa-, pero argumentáis como un picapleitos de tres al cuarto. Yo no he matado a nadie. ¡A nadie! -gritó de pronto-. ¡Soy un pecador, pero no he violado ninguna de las leyes del rey en los últimos dos años! Podéis preguntárselo a cualquiera, aquí o en la ciudad, si queréis, y no descubriréis nada. ¡Nada!

Sus gritos resonaban por toda la nave.

– Calmaos, hermano -le dije en tono más mesurado-. Y respondedme sin gritar

– El hermano Alexander no era ni mi amigo ni mi enemigo, era un viejo estúpido y perezoso. En cuanto al pobre Simón… -El sacristán soltó un suspiro que casi era un gruñido-. Sí, trabó amistad con la chica en sus primeros días como novicio; creo que los dos se sentían perdidos y amenazados aquí. Le dije que no debía mezclarse con los criados, que no le haría ningún bien. Me contestó que la muchacha le había dicho que la estaban molestando…

– ¿Quién?

– No quiso decírmelo; ella le había hecho jurar que guardaría silencio. Podía ser cualquiera de entre media docena de hermanos. Le aconsejé que no se inmiscuyera en esas cosas, que convenciera a la muchacha para que se lo contara al hermano Guy. Acababa de ocupar el puesto de enfermero en sustitución del hermano Alexander, que había muerto recientemente. De vergüenza -añadió el sacristán con amargura.

– Y de pronto Orphan desapareció.

Un espasmo contrajo el rostro del sacristán.

– Como todo el mundo, creí que había huido. -El hermano Gabriel me miró con expresión sombría; luego, siguió hablando en un tono distinto, frío y sereno-: Bueno, comisionado, veo que habéis elaborado una teoría que os proporciona una solución. Así que ahora puede que alguien reciba dinero para prestar un testimonio falso y mandarme a la cárcel. En estos tiempos, es lo habitual. Sé lo que le ocurrió a sir Tomás Moro.

– No, hermano, no habrá testigos falsos. Encontraré las pruebas que necesito -aseguré dando un paso hacia él-. Os lo advierto. Estáis bajo graves sospechas.

– Soy inocente.

Lo miré a los ojos durante unos instantes y luego retrocedí.

– Por el momento, no os haré detener, pero guardaos de abandonar el monasterio. Si lo intentáis, lo tomaré como una admisión de culpabilidad. ¿Habéis comprendido?

– No lo abandonaré.

– Permaneced localizable para hablar conmigo siempre que os requiera. Vamos, Mark.

Di media vuelta y dejé al hermano Gabriel con sus libros.

– Creía que lo tenía -mascullé una vez fuera golpeando la portada con la palma de la mano.

– ¿Aún pensáis que es el asesino?

– No lo sé. Creía que, si lo interrogaba y era culpable, se derrumbaría. Pero está ocultando algo, lo sé -murmuré moviendo al mismo tiempo la cabeza-. Me ha llamado picapleitos de tres al cuarto, y tal vez lo sea; pero si algo he aprendido en veinte años de ejercicio es a reconocer a un hombre que oculta algo. Vamos.

– ¿Adonde?

– A la lavandería. Comprobaremos si lo que nos ha contado es cierto y, al mismo tiempo, conoceremos a ese Luke.