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La lavandería ocupaba un amplio edificio inmediato a la mantequería. El vapor salía a raudales por las rejillas de ventilación, y yo había visto a criados entrando y saliendo con cestos de ropa. Levanté el picaporte de la pesada puerta de madera y penetré en el interior. Mark me siguió y cerró tras él.

Dentro hacía calor y apenas había luz. Al principio, sólo pude ver que estábamos en una gran sala con suelo de losas, llena de cestos y cubos. Luego Mark soltó un «¡Jesús!», y los distinguí.

Ante nosotros había una docena de enormes perros de caza, como los que merodeaban por el patio el día de nuestra llegada, antes de las nevadas. El lugar apestaba a orines. Los animales se levantaron lentamente y dos de ellos avanzaron hacia nosotros gruñendo amenazadoramente, con el pelo erizado y los amarillentos dientes al descubierto. Mark desenvainó despacio y yo agarré el bastón con fuerza.

En ese momento, oí voces al otro lado de una puerta interior y pensé en gritar; pero me había criado en una granja y sabía que sólo conseguiría asustar a los perros y hacer que saltaran sobre nosotros. Apreté las mandíbulas; de aquélla no saldríamos ilesos. Me agarré al brazo de Mark con la mano libre. Le había hecho pasar por el trago del estanque, y ahora por aquello.

Oímos un chirrido y nos volvimos hacia la puerta interior. El hermano Hugh apareció en el umbral. Cuando nos vio se quedó con la boca abierta. Nosotros lo miramos angustiados, y él reaccionó y se volvió hacia los perros.

– ¡Brutus, Augustus! ¡Aquí! ¡Vamos! -les gritó, lanzando trozos de asadura a las losas.

Los perros lo miraron, nos miraron a nosotros, y luego, uno a uno, se acercaron recelosos a la comida. El jefe de la jauría siguió gruñéndonos durante unos instantes, pero acabó uniéndose a sus compañeros. Suspiré aliviado, aunque seguía temblando como una hoja.

– Entrad, señores, por favor -nos urgió el hermano Hugh gesticulando con el brazo-. Deprisa, mientras comen.

Rodeamos a los hambrientos animales y seguimos al monje al interior de la lavandería. Una vez dentro, cerró la puerta y echó el pestillo. Nos encontrábamos en una sala de lavado saturada de vapor. Bajo la dirección de dos monjes, los criados se afanaban en torno a grandes calderos llenos de prendas que hervían sobre sendos fuegos o escurrían hábitos y ropa interior en las prensas. Todos los allí presentes nos miraron con curiosidad mientras nos quitábamos las gruesas capas. Los dos estábamos sudando abundantemente. Mark se agarró al borde de una mesa respirando con dificultad; estaba tan pálido que temí que se desmayara, pero al cabo de unos instantes sus mejillas recobraron el color. En cuanto a mí, las piernas apenas me sostenían cuando me volví hacia el hermano Hugh, que nos miraba sacudiendo la cabeza y retorciéndose las manos.

– ¡Oh, señores, comisionado…! ¡Gracias a Dios que he aparecido a tiempo! -exclamó inclinando la cabeza al mencionar el nombre de nuestro Creador, al igual que todos los demás.

– Os estamos muy agradecidos, hermano. Pero esos perros no deberían estar ahí. Podrían matar a alguien.

– Señor, conocen a todo el mundo; sólo se comportan así con los extraños. El abad dijo que los encerráramos aquí hasta que dejara de nevar.

– Muy bien, hermano mayordomo -dije secándome el sudor de la frente-. ¿Sois el responsable de la lavandería?

– En efecto. ¿En qué puedo serviros? El abad dijo que debíamos prestaros toda nuestra colaboración. He oído que alguien se ha ahogado en el estanque…

Sus enrojecidos ojos estaban llenos de curiosidad.

– El prior informará a la comunidad en breve. He venido para interesarme por otro asunto, hermano. ¿Tenéis alguna mesa que podamos utilizar?

El mayordomo nos condujo a un rincón apartado. Indiqué a Mark que extendiera el hábito del hermano Gabriel sobre la mesa y señalé la insignia.

– Hace un par de semanas, el hermano Gabriel vino preguntando por un hábito que le había desaparecido. ¿Lo recordáis?

Confieso que confiaba en recibir una negativa, pero el mayordomo asintió de inmediato.

– Sí, señor. Lo buscamos por todas partes. El tesorero se pone hecho una furia cuando se extravía algo, así que llevo un registro. -El hermano Hugh desapareció en la nube de vapor y reapareció trayendo un libro-. Como podéis ver, aquí figura la entrada y un poco más abajo la nota sobre su desaparición. -Miré la fecha. Tres días después del asesinato de Singleton-. ¿Dónde lo habéis encontrado, señor comisionado?

– Eso no importa. ¿Quién podría haberlo robado?

– Por el día, siempre estamos aquí, trabajando, señor. Por la noche, la lavandería está cerrada con llave, pero…

– ¿Sí?

– Se han perdido unas llaves. Mi ayudante es un poco… un poco descuidado, por decirlo así. -El mayordomo sonrió con nerviosismo y se acarició la verruga que le afeaba el rostro-. ¡Hermano Luke!

Mark y yo intercambiamos una mirada al ver al monje alto y fornido que se acercaba hacia nosotros. Pelirrojo, de rasgos toscos y expresión huraña, aparentaba unos treinta años.

– ¿Sí, hermano?

– Desde que trabajas conmigo, has perdido dos juegos de llaves, ¿verdad, Luke?

– Me desaparecen de los bolsillos -refunfuñó el otro. -Suele pasar cuando uno es descuidado -repliqué-. ¿Cuándo perdisteis el último juego?

– Este verano.

– ¿Y la vez anterior? ¿Cuánto hace que trabajáis en la lavandería?

– Cuatro años, señor. La otra vez fue hace un par de años.

– Gracias, hermano Hugh. Me gustaría hablar con el hermano Luke en privado. ¿Dónde podríamos hacerlo?

Los ojos del hermano Luke miraban inquietos a su alrededor mientras el mayordomo, visiblemente decepcionado, nos conducía al cuarto donde se secaba la ropa.

– ¿Sabéis lo que hemos encontrado en el estanque? -dije mirando al joven con dureza.

– Un cadáver, según he oído, señor.

– El cadáver de una mujer; creemos que se trata de una muchacha llamada Orphan, a la que sabemos que acosabais.

El joven me miró con ojos desorbitados por el terror y a continuación se hincó de rodillas y me agarró la orla de la toga con sus gruesos y rojos dedos.

– ¡No lo hice, señor! ¡Sólo tonteaba con ella, nada más! ¡Y no era el único! ¡Era una desvergonzada, fue ella la que me tentó!

– ¡Soltadme! ¡Y miradme a la cara! -El hermano Luke alzó la cabeza y me miró con los ojos muy abiertos-. Quiero la verdad -exigí inclinándome hacia él-. Os va en ello la vida. ¿Os provocó ella o fuisteis vos quien la acosó?

– Era… era una mujer, señor. ¡Su simple presencia era una tentación! Tenía su imagen grabada en la mente, no paraba de pensar en ella. Satanás la puso en mi camino para tentarme, pero me confesé. ¡Me confesé!

– Vuestra confesión me importa un bledo. Seguisteis molestándola a pesar de las advertencias del abad, ¿no es así? ¡El hermano Guy tuvo que volver a quejarse!

– ¡Pero después de eso no volví a hacerlo! ¡El abad amenazó con echarme! ¡Por la sangre de Cristo que no volví a molestarla! ¡Por su santa sangre!

– ¿El abad no puso el asunto en manos del prior?

– No, el prior…

– ¿Qué? Vamos, muchacho, ¿qué?

– El prior… era culpable de lo mismo, y el tesorero también.

– Sí. ¿Alguien más? ¿Quién acabó convirtiendo la vida de aquella muchacha en una auténtica pesadilla?

– No lo sé, señor. Os lo juro, os juro que no volví a acercarme a la enfermería después de la amenaza del prior. Por Nuestra Señora…

– ¡Nuestra Señora! -rezongué-. Si volviera a la tierra, ni ella estaría segura ante individuos como vos. ¡Fuera de mi vista, vamos! -le grité fulminándolo con la mirada mientras se levantaba y desaparecía a toda prisa.

– Le habéis dado un susto de muerte -dijo Mark sonriendo con sorna.

– Con cobardes como él no tiene mérito. Conque el prior y el tesorero… Mira, ahí hay una puerta. Salgamos por ahí y evitemos esos perros.