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– Vengo de la contaduría. He visto luces en la marisma desde una ventana del piso superior. Parece que los contrabandistas han vuelto a las andadas.

– No lo sé, señor.

– Le dijiste al señor Poer que nos mostrarías los senderos de la marisma.

– Sí, señor -respondió la chica con voz cautelosa.

– Me gustaría echarles un vistazo. ¿Podrías acompañarme mañana?

– Tengo trabajo en la enfermería, señor -contestó Alice tras una vacilación.

– ¿Y si hablara con el hermano Guy?

– Como deseéis.

– Además, hay un par de asuntos de los que quisiera hablar contigo, Alice. Me gustaría que fuéramos amigos, ¿sabes? La muchacha desvió la mirada.

– Si el hermano Guy dice que debo acompañaros, lo haré.

– Entonces hablaré con él -respondí en un tono tan frío como el suyo.

Herido e irritado, me dirigí a nuestra habitación, donde encontré a Mark mirando por la ventana con expresión sombría.

– Le he pedido a Alice que me enseñe los senderos de la marisma -le dije sin más preámbulos-. He visto luces allí hace un momento. A juzgar por su actitud, deduzco que le has contado lo que te dije sobre dejarla en paz.

– Le he dicho que nuestra relación os parece inapropiada.

Me quité la capa y me dejé caer en un sillón.

– Así es -respondí-. ¿Le has transmitido mis órdenes al abad?

– Mañana limpiarán la tumba del comisionado Singleton y a continuación drenarán el estanque.

– Me gustaría que estuvieras presente. Alice y yo iremos a la marisma, solos. Y, antes de que digas algo que podrías lamentar más tarde, le he pedido que lo haga porque pienso que los contrabandistas podrían tener alguna relación con nuestro asunto. Luego iré a la ciudad a ver a Copynger -añadí, y le conté lo que había encontrado en el despacho del hermano Edwig.

– Me gustaría volver a estar entre gente normal -murmuró Mark evitando mirarme-. Aquí no hay más que sinvergüenzas y ladrones.

– ¿Has pensado en lo que hablamos sobre lo que harás cuando regresemos a Londres?

– No, señor -respondió Mark, y se encogió de hombros-. Allí también hay sinvergüenzas y ladrones en abundancia.

– Entonces, tal vez deberías vivir en un árbol, entre los pájaros, para que el contacto con el mundo no te manche -repliqué con sequedad-. Y ahora voy a tomar un poco de esa poción del hermano Guy y a dormir hasta la hora de la cena. Ha sido uno de los días más largos y duros de toda mi vida.

23

Esa noche, en el refectorio, reinaba un ambiente lúgubre. El abad nos exhortó a guardar silencio durante la cena y a rezar por el alma de la «desconocida» -así la llamó- cuyo cuerpo había aparecido en el estanque. Los monjes estaban tensos y preocupados, y fui objeto de numerosas miradas de angustia y miedo por su parte. Era como si el sentimiento de disolución al que había aludido el abad hubiera empezado a extenderse por el monasterio.

Mark y yo volvimos a la enfermería en silencio; ambos estábamos exhaustos, y él persistía en la frialdad que me había mostrado desde que le había prohibido cortejar a Alice. Cuando llegamos a la habitación, me dejé caer en mi mullido sillón y lo observé mientras echaba troncos al fuego. Le había hablado de mi encuentro con el hermano Edwig, asunto al que no paraba de darle vueltas en la cabeza.

– Si le pido a Copynger que comience a investigar mañana a primera hora, deberíamos tener alguna respuesta en un par de días. Bastaría con que nos confirmara una sola de esas ventas para tener una prueba contra Edwig.

Mark se sentó frente a mí sobre unos cojines y me miró con expectación. A pesar de nuestras diferencias, era evidente que tenía tantas ganas como yo de atrapar al asesino. En cuanto a mí, necesitaba contrastar mis ideas con las suyas, además de que resultaba reconfortante volverlo a oír hablar con entusiasmo.

– Siempre nos topamos con el hecho incuestionable de que el tesorero estaba ausente, señor. No estaba cuando Singleton encontró el libro y tampoco la noche que lo mataron.

– Lo sé. Athelstan era el único que lo sabía, y dijo que no se lo había contado a nadie.

– ¿Podría ser Athelstan el asesino?

– ¿Athelstan decapitando a un hombre, a un comisionado del rey? No. Recuerda lo asustado que estaba cuando me abordó para ofrecerse como informador. Ése no es capaz de matar ni a una mosca.

– ¿No es eso una reacción emocional a su personalidad? -me preguntó Mark con un deje sarcástico en la voz.

– Es posible. Cuando acusé a Gabriel, tal vez me dejé llevar por el edificio lógico que había construido en su contra. No obstante, todo parecía encajar. Pero sí, por supuesto que debemos tener en cuenta el carácter de las personas, e indudablemente Athelstan es débil.

– ¿Y por qué iba a importarle que el hermano Edwig acabe en la cárcel, o que cierren el monasterio? No parece muy devoto.

– Pero ¿cómo conseguiría la espada? Me gustaría conocer la historia de esa espada; en Londres, probablemente podría encontrar al armero a través de la marca que hay grabada en la hoja. En su gremio deben de conocerlo. Pero la dichosa nieve nos tiene atrapados en este agujero.

– ¿Y si Singleton le contó a alguien más lo que había encontrado en la contaduría y decidieron matarlo? Tal vez el abad. Las escrituras llevarían su sello.

– Sí. Un sello que deja encima del escritorio, bien a la vista, y que cualquiera podría utilizar cuando él no está.

– ¿El prior Mortimus, quizá? Es lo bastante violento como para matar, ¿no os parece? Además, ¿no es él quien controla realmente el monasterio, junto con el hermano Edwig?

– No lo sé, Mark. Necesito respuestas de Copynger -murmuré, y solté un suspiro-. ¿Cuánto hace que salimos de Londres? ¿Una semana? Parece que haya pasado una eternidad.

– Sólo seis días.

– Ojalá pudiera ir a Londres. Pero, con este tiempo, incluso un mensaje tardaría días en llegar. ¡Maldita nieve! ¿Es que no va a parar nunca?

– No parece.

Instantes después, Mark se acostó en su pequeño catre con ruedas y se metió con él debajo de mi cama. Yo me quedé sentado en el sillón, con los ojos clavados en el fuego. A través de la ventana, que empezaba a cubrirse de hielo una noche más, oí las campanadas que llamaban a completas. Ocurriera lo que ocurriese, por terribles que fueran los acontecimientos, los oficios se sucedían inexorablemente.

Pensé en lord Cromwell, que esperaba respuestas en Londres. Procuraría mandarle un mensaje cuanto antes, aunque no fuera más que para decirle que, en lugar de respuestas, tenía otros dos asesinatos que resolver. Me imaginé su expresión colérica, sus juramentos, sus renovadas dudas sobre mi lealtad. No obstante, si Copynger confirmaba las ventas de tierras, podría detener al hermano Edwig por fraude. Me vi interrogando al tesorero, cargado de cadenas en alguna oscura mazmorra de Scarnsea, y descubrí que la idea me agradaba. Turbado, me dije que la antipatía hacia un hombre y la perspectiva de ejercer el poder sobre él lleva a la mente por caminos torcidos. Embargado por el sentimiento de culpa, volví a pensar en Mark y Alice. ¿Hasta qué punto eran puros mis motivos en lo tocante a su relación? Todo lo que le había dicho a Mark sobre las diferencias de posición que lo separaban de la muchacha y sobre el deber de prosperar que tenía hacia su familia era cierto. No obstante, sabía que el gusano de los celos me roía por dentro. Volví a verlos abrazándose en la cocina y cerré los ojos con fuerza; poco a poco, en el fondo de mi mente, la imagen fue transformándose en otra muy distinta: la de Alice abrazándome a mí. En medio de mis cavilaciones, oía la pausada respiración de Mark, que dormía profundamente.

Recé para que Dios guiara mis acciones por un camino recto y justo; el camino que habría seguido Cristo. Luego debí de quedarme dormido, porque lo siguiente que recuerdo es que di un respingo en el sillón y vi que los troncos se habían consumido. Debían de haber pasado horas; me dolía la espalda y estaba aterido. Me levanté del sillón, me desnudé y me dejé caer en la cama.