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El prior se removió incómodo en el sillón.

– Un revolcón con una buena hembra no puede compararse con las pasiones contra natura -respondió Mortimus con viveza-. No soy perfecto; nadie lo es, excepto los santos, y no todos.

– Muchos, señor prior, calificarían esas palabras de hipócritas»

– ¡Vamos, comisionado! ¿Hay alguien que no sea hipócrita? Yo no le deseaba ningún mal a esa joven. Me rechazó de inmediato, y ese viejo sodomita de Alexander me denunció al abad. Luego me dio lástima verla rondando por el monasterio como un fantasma -añadió el prior en un tono más mesurado-. No obstante, jamás volví a hablar con ella.

– Que vos sepáis, ¿la tomó alguien por la fuerza? La señora Stumpe cree que fue así.

– No. -El rostro del prior se ensombreció-. Yo no lo habría permitido -aseguró, y soltó un largo suspiro-. Verla ayer fue terrible. La reconocí al instante.

– La señora Stumpe también -dije cruzándome de brazos-. Vuestros buenos sentimientos me asombran, hermano prior. No puedo creer que esté ante el mismo hombre que hace un momento le ha propinado una patada a un tullido.

– El hombre ocupa una posición difícil en el mundo, sobre todo si es un monje. Tiene obligaciones establecidas por Dios y fuertes tentaciones a las que resistirse. Las mujeres… son diferentes. Si se comportan, merecen vivir en paz. Orphan era una buena chica, no como la desvergonzada que trabaja ahora con el hermano Guy.

– He oído que a ella también le hicisteis proposiciones. El prior guardó silencio durante unos instantes.

– Yo no acosé a Orphan, os lo aseguro. Cuando me rechazó, no insistí.

– Pero otros sí lo hicieron. El hermano Luke. -Hice una pausa-. Y el hermano Edwig.

– Sí. El hermano Alexander también los denunció, aunque sus propios pecados, mucho más graves, acabarían desenmascarándolo -añadió con malicia-. El abad se encargó del hermano Luke y le dijo al hermano Edwig que la dejara en paz. Igual que a mí. No suele darme órdenes, pero esa vez lo hizo.

– Se comenta que el hermano Edwig y vos sois quienes lleváis las riendas del monasterio…

– Alguien debe hacerlo. Al abad Fabián siempre le ha interesado más cazar con la aristocracia local. Nos ocupamos de las pesadas rutinas que mantienen el monasterio en pie. -Me pregunté si convenía mencionar los asuntos económicos, o la venta de tierras en general, para ver cómo reaccionaba. Pero no, no debía poner sobre aviso a ninguno de ellos hasta tener las pruebas en la mano.-. Yo nunca creí que hubiera robado los cálices y huido del monasterio -murmuró el prior.

– Sin embargo, es lo que le dijisteis a la señora Stumpe…

– Era lo que parecía, y lo que el abad Fabián nos indicó que dijéramos. Espero que encontréis pronto a quien la mató -añadió el prior muy serio-. Cuando lo hagáis, no me importaría que me dejarais solo con él cinco minutos.

Observé el rostro del prior, lleno de santa indignación.

– Estoy seguro de que os encantaría -respondí con frialdad-. Y ahora, debéis disculparme; llego tarde a una cita.

Alice me esperaba en la cocina de la enfermería, con una vieja capa de lana al brazo y unos zapatos cubiertos con gruesas fundas de cuero.

– Necesitas algo de más abrigo -le dije-. Ahí fuera hace un frío terrible.

– Con esto tengo bastante -respondió la joven echándose la capa sobre los hombros-. Era de mi madre, la abrigó durante treinta inviernos.

Nos dirigirnos hacia la puerta del muro posterior por el mismo sendero que habíamos tomado Mark y yo el día anterior. Me desconcertó comprobar que la muchacha me sacaba tres dedos de altura. Debido a la joroba, muchos hombres me sacan eso y más, pero no suelo encontrar mujeres más altas que yo. Me puse a pensar en lo que podía habernos atraído de Alice tanto a Mark como a mí, pues la joven, pálida y seria, no era una belleza, en el sentido convencional. Sin embargo, a mí nunca me han gustado las rubias coquetas; siempre me ha interesado más la chispa que salta del enfrentamiento entre dos caracteres fuertes. Al pensar en ello, el corazón volvió a palpitarme con fuerza.

Pasamos junto a la tumba de Singleton, cuyo oscuro lomo seguía contrastando con la blancura circundante. Alice se mostraba tan distante y poco comunicativa como Mark. Tener que enfrentarme de nuevo a aquella muda insolencia me irritó, y me pregunté si se trataría de una táctica concertada, o de una actitud que cada uno había adoptado por su cuenta. Después de todo, no hay tantas formas de demostrar descontento a quienes están por encima de nosotros.

Mientras cruzábamos la huerta, donde una bandada de cuervos graznaba en las ramas de los árboles, traté de entablar conversación preguntándole cómo es que conocía tan bien la marisma.

– Cuando era pequeña, en la casita de al lado vivían dos hermanos de mi edad, Noel y James. Solíamos jugar juntos. Su familia se había dedicado a la pesca durante generaciones y ellos conocían todos los senderos de la marisma y las señales que permitían orientarse y pisar terreno firme. Su padre era contrabandista, además de pescador. Ya están muertos; su barco desapareció durante una tempestad hace cinco años.

– Lo siento.

– Son gajes del oficio -murmuró Alice, y se volvió hacia mí con una chispa de animación en los ojos-. Si la gente manda tejidos a Francia a cambio de vino, es porque son pobres.

– No tengo intención de acusarlos, Alice. Simplemente, me pregunto si ciertas sumas de dinero obtenido fraudulentamente, y quizá también la reliquia robada, podrían haber salido del monasterio de ese modo.

Llegamos frente al estanque. A cierta distancia, varios criados se afanaban en torno a una esclusa del riachuelo siguiendo las indicaciones de un monje. El nivel del agua del estanque había bajado perceptiblemente.

– El hermano Guy me ha contado lo de esa pobre chica -dijo Alice arrebujándose en la capa-. Me ha explicado que hacía el mismo trabajo que yo.

– Sí, así es. Pero la pobre no tenía más amigos que Simón Whelplay. Tú tienes quien te proteja. -Vi la angustia en sus ojos y le sonreí tranquilizadoramente-. Ven, ahí está la puerta. Tengo una llave.

Salimos al exterior y volví a contemplar la blanca extensión de la marisma, la lejana franja del río y, a medio camino, el montículo con las ruinas de la iglesia primitiva.

– La primera vez que vine casi me hundí en el lodo -le expliqué-. ¿Estás segura de que hay un camino practicable? No sé cómo vas a orientarte estando todo cubierto de nieve.

– ¿Veis esos cañaverales? -me preguntó Alice señalando hacia la marisma-. Es cuestión de localizar los adecuados y mantenerse a la distancia exacta de ellos. No todo es ciénaga; hay zonas de terreno firme, y los cañaverales hacen las veces de mojones. -La muchacha cruzó el camino y pisó fuera de él con precaución-. Hay zonas que sólo están heladas; debéis tener cuidado de no pisar en ellas.

– Lo sé. Eso es lo que me ocurrió la otra vez -respondí sonriendo con nerviosismo desde el borde del camino-. La vida de un comisionado del rey está en tus manos.

– Tendré cuidado, señor.

La joven inspeccionó el camino en ambas direcciones y, tras decirme que caminara exactamente sobre sus pasos, empezó a avanzar por la marisma.

Alice caminaba despacio y con seguridad, deteniéndose de vez en cuando para orientarse. Confieso que al principio tenía el corazón en un puño y volvía la cabeza constantemente, consciente de que cada vez estábamos más lejos de la muralla del monasterio y de que sería imposible recibir ayuda si nos hundíamos en el lodo. Pero Alice parecía saber lo que hacía. Yo iba pisando sobre sus huellas; unas veces el suelo era firme, pero otras un agua negra y aceitosa llenaba las depresiones que formaban sus pisadas. No parecía que avanzáramos, pero al levantar la cabeza vi con sorpresa que casi habíamos llegado al montículo. Las ruinas de la iglesia estaban a unas cincuenta varas.