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– Tenemos que subir al montículo -dijo Alice deteniéndose-. Al otro lado, hay un sendero que baja hasta el río. Esa zona es más peligrosa.

– Bueno, de momento, subamos.

Instantes después pisábamos terreno firme. El islote sólo estaba unos pies por encima del nivel del lodo, pero desde él se divisaban con claridad tanto el monasterio, a nuestras espaldas, como el río, manso y gris frente a nosotros. El mar cerraba el horizonte, y una brisa helada llenaba el aire de olor a sal.

– Así que éste es el camino que utilizan los contrabandistas…

– Sí, señor. Hace unos años, los recaudadores de impuestos de Rye persiguieron a un grupo de ellos hasta la marisma y se perdieron. Dos de los hombres se hundieron en cuestión de segundos y desaparecieron sin dejar rastro.

Seguí su mirada por la blanca extensión de la marisma y me estremecí. Luego eché un vistazo a mi alrededor; el montículo era más pequeño de lo que había supuesto y las ruinas, poco más que unos cuantos montones de piedras. En una zona del edificio que estaba algo más entera, vi los restos de una hoguera: un corro de terreno despejado y cubierto de cenizas en medio de la nieve.

– Alguien ha estado aquí hace muy poco -dije removiendo las cenizas con el bastón y mirando a mi alrededor, con la absurda esperanza de descubrir el escondite de la reliquia o de un cofre lleno de oro; por supuesto, no había nada. Alice me observaba en silencio. Volví a su lado y contemplé el paisaje que se desplegaba ante nosotros-. La vida de los primeros monjes debía de ser muy dura. Me pregunto por qué se instalarían aquí; por seguridad, tal vez.

– Dicen que la marisma ha ido creciendo a medida que el río llenaba de limo la desembocadura. Puede que en aquella época esto no fuera marisma, sino sólo un punto cercano al río -apuntó Alice, que no obstante parecía poco interesada en el tema.

– Este paisaje merece ser pintado. Yo pinto, ¿sabes? Cuando tengo tiempo…

– Las únicas pinturas que he visto son las de los vitrales de la iglesia. Los colores son bonitos, pero las figuras no me parecen muy reales.

Asentí.

– Eso es porque no guardan las proporciones, y porque carecen de perspectiva, sensación de distancia. Pero hoy en día los pintores tratan de representar las cosas tal como son, de mostrar la realidad.

– Comprendo, señor.

Su voz seguía siendo fría, distante. Limpié de nieve un viejo sillar y me senté.

– Alice, me gustaría hablar contigo. Sobre el señor Poer. -La chica me miró con aprensión-. Sé que se siente atraído hacia ti, y estoy convencido de que sus intenciones son honestas.

– Entonces, señor -dijo Alice animándose de inmediato-, ¿por qué le habéis prohibido que me vea?

– El padre de Mark es el administrador de la granja de mi padre. No es que mi padre sea rico, pero yo he tenido la suerte de abrirme camino en el mundo de la justicia y entrar al servicio de lord Cromwell. -Creía que la impresionaría, pero su rostro permaneció inmutable-. Mi padre dio su palabra al de Mark de que yo intentaría situar al muchacho en Londres. Y así lo hice; aunque no todo fue mérito mío. Su buena cabeza y su excelente educación hicieron su parte. -Tosí con delicadeza-. Desgraciadamente, tuvo un tropiezo y perdió el puesto…

– Sé lo de la dama de la reina, señor. Mark me lo ha contado todo.

– ¿De veras? Entonces comprenderás, Alice, que esta misión es su última oportunidad de recuperar el favor de lord Cromwell. Si lo consigue, podría progresar, labrarse un futuro de bienestar y seguridad; pero debería encontrar una esposa de su rango. Alice, eres una joven estupenda. Si fueras la hija de un comerciante de Londres…, sería otra cosa. En ese caso, no sólo te pretendería Mark; yo también lo haría. -No era eso lo que intentaba decir, pero la fuerza de los sentimientos me llevó a expresarme así. Alice frunció el semblante y me miró con perplejidad. ¿Aún no lo había comprendido? Respiré hondo-. En definitiva, si Mark quiere progresar, no puede dedicarse a cortejar a una criada. Es duro, pero así es como funciona la sociedad.

– La sociedad es injusta -replicó Alice con súbita y fría cólera-. Hace mucho tiempo que lo pienso.

– Es el mundo que Dios creó para nosotros -respondí poniéndome en pie-. Y nos guste o no, tenemos que vivir en él. ¿Serías capaz de retener a Mark, de impedir que prosperara? Si le das alas, eso es lo que ocurrirá.

– Nunca haría nada que lo perjudicara -replicó Alice con vehemencia-. Nunca haría nada que fuera contra sus deseos.

– Pero puede ser que sus deseos lo perjudiquen.

– Eso debe decidirlo él.

– ¿Arruinarías su futuro? ¿Lo harías?

La joven me observó atentamente, tanto que me sentí incómodo como jamás me había sentido ante la mirada de una mujer. Al cabo, soltó un profundo suspiro.

– A veces creo que estoy condenada a perder a todos aquellos a quienes amo. Puede que sea el sino de las criadas -añadió con amargura.

– Mark dijo que tenías un novio, un leñador que murió en un accidente.

– Si no hubiera muerto, ahora viviría tranquilamente en Scarnsea, porque hoy en día los terratenientes no hacen otra cosa que talar bosques. Y, en cambio, aquí estoy.

Las lágrimas asomaron a sus ojos, pero se los secó con rabia. Me habría gustado estrecharla contra mi pecho y consolarla, pero sabía que no eran mis brazos los que quería.

– Lo siento. A veces es inevitable perder a aquellos a los que amamos. Alice, es posible que el monasterio tenga los días contados. ¿Y si intentara encontrarte un trabajo en la ciudad por medio del juez Copynger? Tal vez lo vea mañana. No deberías seguir en un lugar donde están ocurriendo cosas tan terribles.

Alice se enjugó las lágrimas y me miró de un modo extraño, lleno de sentimiento.

– Sí, aquí he visto hasta dónde puede llegar la violencia de los hombres. Es espantoso.

Mientras escribo, vuelvo a ver aquella mirada, y me estremezco al recordar lo que estaba por venir.

– Permíteme que te ayude a dejar todo esto atrás.

– Tal vez lo haga, señor, aunque no me gustaría estar en deuda con ese hombre.

– Lo comprendo. Pero te lo repito: el mundo es así.

– Ahora tengo miedo. Incluso Mark lo tiene.

– Sí. Yo también.

– Señor, el hermano Guy me ha dicho que encontrasteis otras cosas en el estanque, además del cuerpo de la muchacha. ¿Puedo preguntaros qué?

– Sólo un hábito, que parece no ser la pista que creía, y una espada. Voy a ordenar que vacíen el estanque para ver si encontramos algo más.

– ¿Una espada?

– Sí. Creo que se trata del arma que acabó con la vida del comisionado Singleton. La marca del armero podría permitirme seguirle el rastro, pero para eso debería ir a Londres.

– No os vayáis, señor, os lo suplico -me pidió Alice con inesperada vehemencia-. No nos dejéis solos. Señor, os pido perdón si he sido irrespetuosa con vos, pero, por favor, no os vayáis. Vuestra presencia aquí es mi única protección.

– Me temo que exageras mi poder -murmuré apesadumbrado-. No pude salvar a Simón Whelplay. No obstante, no podría llegar a Londres en menos de una semana, y no dispongo de tanto tiempo. -El alivio suavizó el rostro de Alice. Me aventuré a acercarme a ella y darle una palmada en el brazo-. Me conmueve que tengas tanta confianza en mí.

Alice retiró el brazo, pero me sonrió.

– Puede que vos tengáis poca en vos mismo, señor. Tal vez en otras circunstancias, sin Mark…

Su voz se apagó a media frase, y Alice bajó la cabeza recatadamente. Confieso que el corazón me daba brincos en el pecho.

– Creo que deberíamos volver, en lugar de intentar llegar al río -dije tras unos instantes de silencio-. Estoy esperando un mensaje del juez. Haré algo por ti, Alice, te lo prometo. Y… gracias por tus palabras.

– No, gracias a vos por vuestra ayuda.