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Alice esbozó una rápida sonrisa, dio media vuelta y emprendió el camino hacia el monasterio.

El viaje de regreso fue más rápido, pues sólo teníamos que volver sobre nuestros pasos. Mientras seguía a Alice, no podía apartar los ojos de su nuca, y hubo un momento en que estuve a punto de estirar la mano y tocarla. Estaba claro que los monjes no eran los únicos capaces de hacer el ridículo y comportarse como unos hipócritas.

De pronto, la vergüenza se apoderó de mí, y apenas dijimos nada durante todo el camino de vuelta. Pero al menos el silencio parecía más cálido que a la ida.

Cuando llegamos a la enfermería, Alice dijo que debía volver al trabajo y me dejó. El hermano Guy estaba vendándole la pierna al monje grueso. Al verme, alzó la cabeza hacia mí.

– ¿Ya de vuelta? -me preguntó-. Parecéis helado.

– Y lo estoy. Alice me ha sido de gran ayuda; os lo agradezco a los dos.

– ¿Qué tal dormís ahora?

– Mucho mejor, gracias a vuestra milagrosa poción. ¿Habéis visto a Mark?

– Ha pasado hace un momento por aquí. Iba a vuestra habitación. ¡Seguid tomando la poción durante unos días! -me recomendó el enfermero mientras yo abandonaba la sala preguntándome si debía hablarle a Mark de mi conversación con Alice.

Llegué a la habitación y abrí la puerta.

– Mark, he estado en… -empecé a decir mirando a mi alrededor.

La habitación estaba vacía. Pero, de pronto, oí una voz, una voz que parecía surgir de la nada. -¡Señor! ¡Ayudadme!

24

– ¡Socorro!

En la apagada voz de Mark, que en mi confusión me parecía surgida del vacío, había un tono de pánico.

Al cabo de un momento, advertí que el aparador estaba ligeramente separado de la pared. Miré detrás y vi una puerta falsa en el revestimiento de madera. Tiré con fuerza del pesado mueble hasta que conseguí apartarlo un poco más.

– ¡Mark! ¿Estás ahí?

– ¡Me he quedado encerrado! ¡Abridme, señor! ¡Deprisa, podría volver en cualquier momento!

Accioné el viejo y roñoso picaporte, se oyó un clic y la portezuela se abrió, dejando pasar una ráfaga de aire húmedo. Mark salió disparado de la oscuridad, con el pelo revuelto y cubierto de polvo. Miré hacia la negrura y luego me volví hacia él.

– ¡Por las llagas de Cristo! ¿Qué ha pasado? ¿Quién podría volver?

– Después de entrar ahí -dijo Mark entre jadeo y jadeo-, he cerrado la puerta, sin darme cuenta de que no se podía abrir desde dentro. Me he quedado atrapado. La portezuela tiene una mirilla; alguien ha estado espiándonos.

– Cuéntame lo que ha ocurrido, desde el principio.

«Al menos, con el susto se ha olvidado del enfado», me dije.

– Cuando os habéis marchado, he ido a hablar con el prior para que vaciaran el estanque -dijo Mark sentándose en la cama-. Ya lo están drenando.

– Sí, ya lo he visto.

– Luego, he vuelto aquí para coger las fundas de los zapatos y, cuando me las estaba poniendo, he vuelto a oír ruidos. Ya sabía yo que no eran imaginaciones mías -añadió lanzándome una mirada de reproche.

– Tu oído funciona mejor que tu cabeza. ¿A quién se le ocurre encerrarse ahí dentro? Continúa.

– Los ruidos parecían venir del aparador, como las otras veces. Se me ha ocurrido moverlo para ver lo que había detrás y he descubierto esa portezuela. He cogido una vela, he entrado y he visto el pasadizo. Luego he cerrado la puerta por si entraba alguien en la habitación y, al hacerlo, la corriente ha apagado la vela. Entonces, me he puesto a empujar la portezuela con el hombro, pero no había manera de abrirla. La verdad es que me he asustado -admitió Mark sonrojándose-. Tenía que haber cogido la espada… Luego he distinguido en la oscuridad el punto de luz de una mirilla, un agujerito practicado en el panel de madera -dijo Mark señalando un punto de la pared.

Me levanté y lo inspeccioné. Desde dentro de la habitación, parecía un agujero dejado por un clavo.

– ¿Cuánto rato llevabas encerrado?

– No mucho. Gracias a Dios que habéis vuelto enseguida. ¿Habéis ido a la marisma?

– Sí. Los contrabandistas han estado allí hace poco; hemos visto restos de un fuego. He tenido una charla con Alice; luego hablaremos -dije encendiendo dos velas en la chimenea y tendiéndole una a él-. ¿Qué, le echamos un vistazo a ese pasadizo?

Mark soltó un suspiro.

– Sí, señor.

Tras cerrar con llave la puerta de la habitación, nos deslizamos detrás del aparador y abrimos la portezuela. Ante nosotros se extendía un oscuro y estrecho corredor.

– El hermano Guy me explicó que había un pasadizo que conectaba la enfermería con la cocina -dije recordando mi conversación con el enfermero-. Al parecer, fue condenado en la época en que la peste asoló la zona.

– Éste ha sido utilizado recientemente.

– Sí. -Desde dentro, pude ver el punto de luz en el revestimiento de madera-. Se ve toda la habitación. Parece que lo han hecho hace poco.

– El hermano Guy fue quien nos ofreció esta habitación

– Sí. Una habitación en la que cualquiera podía espiarnos y oírnos. -Me volví hacia la portezuela. El picaporte sólo permitía abrirla desde la habitación-. Esta vez tomaremos precauciones -dije, entornándola y colocando mi pañuelo entre la hoja y el marco para impedir que se cerrara.

Avanzamos por el pasadizo, que discurría paralelo al muro de la enfermería. Una de las paredes estaba formada por los paneles de madera de las habitaciones y la otra, por el húmedo muro de piedra de los edificios claustrales, en el que se veían roñosas anillas colocadas a intervalos regulares para sujetar antorchas. Era evidente que no se utilizaba desde hacía mucho tiempo; apestaba a humedad y las junturas de los sillares estaban cubiertas de extraños hongos bulbosos. Tras un corto tramo, el pasadizo torcía en ángulo recto y, unos pasos más adelante, desembocaba en una cámara. Entramos en ella y la examinamos a la luz de las velas.

Se trataba de una mazmorra cuadrada y sin ventanas. En la parte inferior de uno de los muros había varios juegos de viejos grilletes fijados a la roca y, en un rincón, un mohoso montón de trapos y tablas que en otro tiempo había sido un catre. Examiné los muros a la luz de la vela y vi que estaban cubiertos de inscripciones. Leí una frase profundamente grabada en la roca: «Frater Petrus tristissimus. Anno 1339.»

– El tristísimo hermano Pedro. Me pregunto quién sería.

– Aquí hay otra salida -dijo Mark, acercándose a una gruesa puerta de madera.

Me agaché y miré por la cerradura. No se veía luz. Pegué la oreja a la hoja, pero no oí nada.

Giré la manivela lentamente y la puerta se abrió hacia el interior del calabozo sin hacer ruido; habían engrasado los goznes recientemente. Vimos la parte posterior de otro aparador, lo bastante separado de la pared para permitir el paso de un hombre. Nos deslizamos por la abertura y salimos a un pasillo con el suelo de losas de piedra. A escasa distancia había una puerta entreabierta tras la que se oían voces y el entrechocar de cacharros.

– Es el pasillo de la cocina -le susurré a Mark-. ¡Volvamos! ¡Rápido, antes de que nos vean!

Mark se deslizó detrás del aparador. Yo lo seguí y cerré la portezuela. En ese momento, la humedad del aire me provocó un ataque de tos. De pronto, una mano me tapó la boca y otra me agarró del hombro. Las velas estaban apagadas.

– Silencio, señor -me susurró Mark al oído-. Se acerca alguien.

Asentí, y Mark me soltó. Yo no oía nada; decididamente, el chico tenía oídos de murciélago. Un instante después, el resplandor de una vela iluminó un trozo de pared y una figura en hábito asomó al interior de la mazmorra; bajo la capucha, entrevi un rostro delgado y oscuro. La vela iluminó el rincón en el que nos encontrábamos, y el hermano Guy dio un respingo al vernos.

– ¡Por Cristo Nuestro Señor! ¿Qué hacéis aquí?