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En ese momento se me ocurrió pensar que también me habría visto a mí mientras me vestía, que habría visto mi joroba, de la que Mark siempre apartaba los ojos por delicadeza. No fue una idea agradable.

– Escuchadme, hermano -le dije inclinándome hacia él-. Aún no se lo he contado a Mark. Pero quiero que me digáis todo lo que sabéis sobre los asesinatos, todo lo que habéis estado ocultándome.

El hermano Gabriel se quitó el puño de la boca y me miró con perplejidad.

– Pero, comisionado, no tengo nada más que contaros… Mi vergüenza era mi único secreto. El resto de lo que os he dicho es cierto; no sé nada sobre esos terribles hechos. No estaba espiando. La única razón por la que utilicé ese pasadizo fue para… para ver a los jóvenes que llegaban de visita. -El sacristán expulsó el aire de los pulmones con un estremecimiento-. Sólo quería verlos.

– ¿Y no ocultáis nada más?

– Nada, lo juro. Si pudiera hacer algo para ayudaros a resolver esos horribles crímenes, por Dios que lo haría.

Abrumado por la vergüenza, el hermano Gabriel se derrumbó contra el muro, mientras yo sentía que la cólera se apoderaba de mí ante la evidencia de que, una vez más, la pista que seguía me había llevado a un callejón sin salida. Moví la cabeza y resoplé con irritación.

– A fe que me habéis hecho cavilar, hermano Gabriel. Creía que erais vos el asesino.

– Señor, sé que deseáis obtener la cesión del monasterio. Pero, os lo suplico, no os sirváis para ello de mis faltas. No permitáis que mis pecados provoquen el final de San Donato.

– ¡Por amor de Dios, no exageréis la importancia de vuestros pecados! Ese vicio solitario ni siquiera bastaría para justificar vuestro encausamiento. Si este monasterio se cierra, será por otras causas. Pero me asombra y me apena que alguien malgaste su vida en tan extraña idolatría. Sois uno de los hombres más dignos de lástima que conozco.

Avergonzado, el sacristán cerró los ojos. Luego los alzó hacia el cielo y empezó a mover los labios en una silenciosa plegaria. De pronto abrió la boca, y sus ojos, que seguían mirando al techo, se dilataron como si quisieran saltar de las órbitas. Perplejo, di un paso hacia él en el preciso instante en que lanzaba un grito y se arrojaba sobre mí con los brazos abiertos.

Lo que ocurrió a continuación está grabado en mi imaginación tan vividamente que la pluma tiembla en mi mano mientras escribo. El sacristán embistió contra mí y caí al suelo de espaldas, con un golpe que me dejó sin aliento. Por un instante creí que había perdido la cabeza y quería matarme. Lo miré y vi que estaba de pie junto a mí, contemplándome con ojos de loco. De pronto surgió algo que bajaba hacia nosotros haciendo silbar el aire, una enorme figura de piedra que se desplomó en el lugar en que me encontraba momentos antes y aplastó a Gabriel contra las losas. Aún me parece oír el formidable estruendo de la piedra chocando contra el suelo y el horrible crujido de los huesos del sacristán.

Me incorporé sobre un codo y me quedé en el suelo, paralizado por el estupor, con la boca abierta y los ojos clavados en la estatua de san Donato, resquebrajada sobre el cadáver de Gabriel, del que sólo veía un brazo, en medio del charco de sangre que empezaba a extenderse por las losas. La cabeza del santo, que se había desprendido y yacía a mis pies, me miraba con una expresión compasiva, derramando lágrimas de pintura blanca.

De pronto, oí la voz de Mark, un grito como no había oído jamás.

– ¡Apartaos del muro!

Alcé la vista. El pedestal de la estatua se tambaleaba al borde de la galería, a veinte varas por encima de mi cabeza. Apenas me dio tiempo a distinguir una figura encapuchada que se movía tras él. Gateé hacia Mark un segundo antes de que el bloque de piedra impactara en el sitio que acababa de abandonar. Pálido como la cera, Mark me agarró del brazo y me ayudó a levantarme.

– ¡Allí arriba! -gritó.

Seguí su mirada. Una figura irreconocible corría por la galería en dirección al presbiterio.

– Me ha salvado la vida -murmuré mirando la estatua destrozada y el lago de sangre que seguía extendiéndose a su alrededor-. ¡Me ha salvado la vida!

– Señor -me urgió Mark en un susurro-. Lo tenemos. Está en la galería. Sólo puede bajar por las escaleras del cancel.

Traté de poner orden en el tumulto de mi mente y miré hacia las escaleras de ambos extremos del cancel.

– Sí, tienes razón. ¿Lo has reconocido?

– No. Sólo he visto que lleva hábito y la capucha puesta. Ha ido hacia la cabecera de la iglesia. Si subimos cada uno por una escalera, podemos cerrarle el paso. Lo tenemos, no hay otro modo de bajar. ¿Podéis hacerlo, señor?

– Sí. Ayúdame a levantarme.

Mark me ayudó a ponerme en pie y desenvainó la espada mientras yo aferraba el bastón y respiraba hondo para calmar mi agitado corazón.

– Subiremos al mismo tiempo y nos mantendremos el uno a la vista del otro.

Mark asintió y se dirigió hacia la escalera de la derecha. Yo aparté los ojos del cadáver y tomé la de la izquierda.

Subí despacio. El corazón me palpitaba de tal modo que notaba el golpeteo de la sangre en el cuello y veía luces blancas delante de mí. Me quité la pesada capa y la dejé en la escalera. El frío me caló hasta los huesos, pero necesitaba libertad de movimientos para enfrentarme a aquel lance.

Las escaleras subían hasta la estrecha galería que recorría el perímetro interior de la iglesia. El suelo era de rejilla de hierro y, a través de él, podía ver las velas titilando ante el altar mayor y las hornacinas de los santos, la estatua resquebrajada y el enorme charco escarlata de la sangre de Gabriel. La pasarela no tenía más de cuatro palmos de anchura, y lo único que me separaba del vacío era un pasamanos de hierro. A unos pasos de donde me encontraba, las herramientas de los canteros formaban un desordenado montón junto a las cuerdas de las que pendía el cajón, sujetas al muro mediante gruesos roblones. Recorrí la galería con la mirada y maldije la falta de luz. Todas las ventanas estaban debajo de la pasarela, que permanecía envuelta en la penumbra. No podía verla en toda su extensión, pero sabía que había alguien delante de mí; no podía ser de otro modo. Empecé a avanzar con cautela, agachándome de vez en cuando para pasar bajo las cuerdas.

La galería estaba a la misma altura que la parte superior del cancel, que iba de un lado a otro de la nave. Tenía unos diez pies de anchura y soportaba las estatuas de san Juan Bautista, la Virgen y Nuestro Señor. Vistas desde abajo, parecían pequeñas, pero ahora que las tenía cerca advertí, a pesar de la penumbra, que eran de tamaño natural.

Con cuidado, agarrándome con fuerza al pasamanos, seguí avanzando por la galería y alejándome del cancel. La pasarela temblaba a mi paso y hubo un momento en que la barandilla se bamboleó bajo mi mano. Me dije que los canteros debían de utilizar la galería para trabajar, pero no pude evitar preguntarme si la caída de la estatua y el pedestal la habrían debilitado.

Al otro lado de la nave, distinguí a Mark, que avanzaba despacio procurando mantenerse a mi altura. Alzó la espada y yo le respondí haciendo lo propio con el bastón. Ahora el asesino estaba atrapado entre los dos. Aferré con fuerza el bastón. Habían empezado a temblarme las piernas, y las maldije entre dientes para que se estuvieran quietas.