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– Esos días han acabado, reverencia -respondí con sequedad-. Ahora podéis marcharos, todos excepto el prior.

El hermano Guy y el hermano Edwig abandonaron el despacho, seguidos por el abad, el cual, antes de desaparecer de mi vista, me lanzó una mirada en la que se mezclaban el desaliento y el estupor.

Me crucé de brazos y, echando mano de mis mermadas reservas de energía mental, me encaré con el prior.

– He estado preguntándome, hermano, quién podía saber que iba a venir a la iglesia. Vos estabais en el estanque cuando se lo he dicho a mi ayudante.

El prior rió con incredulidad.

– Yo ya os había dejado.

Observé su rostro con atención, pero sólo descubrí irritación y perplejidad.

– Sí, es cierto. Entonces, la persona que empujó la estatua no estaba esperándome; tenía otro propósito distinto. ¿Quién podía tener alguna razón para subir allí arriba?

– Nadie, mientras no se llegue a algún acuerdo sobre las obras.

– Me gustaría que me acompañarais a la galería para echar un vistazo.

Acababa de acordarme de la reliquia desaparecida y del oro, que tenía que estar escondido en algún sitio si mi teoría sobre las ventas de tierras era acertada. ¿Estarían allí arriba? ¿Era ése el motivo de que el asesino hubiera subido a la galería?

– Como queráis, comisionado.

Precedí al prior hasta las escaleras y volví a subir a la galería. Cuando llegamos arriba, el corazón me palpitaba como si quisiera salírseme del pecho. En la nave, los criados seguían restregando las losas y escurriendo trapos empapados de sangre en cubos de agua. Era todo lo que quedaba del hermano Gabriel. De pronto, sentí náuseas y tuve que agarrarme al pasamanos.

– ¿Os encontráis bien?

El prior Mortimus estaba a dos pasos de mí. En ese momento, comprendí que, si decidía atacarme, era más fuerte que yo. Tenía que haber ido con Mark.

– Sí -respondí conteniéndolo con un gesto de la mano-. Sigamos.

Miré el montón de herramientas, que seguía junto al lugar que había ocupado la estatua, y el cajón de los canteros, suspendido de la maraña de cuerdas.

– ¿Cuánto hace que se han parado las obras?

– Las cuerdas y el cajón llevan dos meses. Los colocaron para bajar la estatua, que amenazaba con desplomarse, y examinarla. Ese cajón suspendido entre el muro y el campanario es una solución muy ingeniosa; se le ocurrió al maestro cantero. Los trabajos no habían hecho más que empezar cuando el hermano Edwig ordenó que los interrumpieran, y con razón; Gabriel no debió iniciarlos hasta que el presupuesto hubiera sido aprobado. Luego el tesorero siguió dándole largas para demostrarle quién tenía la sartén por el mango.

– Es un trabajo peligroso -dije mirando la maraña de cuerdas.

El prior se encogió de hombros.

– Sería más seguro poner andamios; pero ¿imagináis al tesorero aprobando el gasto?

– No simpatizáis con el hermano Edwig… -dije como quien no quiere la cosa.

– Es como un pequeño hurón, siempre a la caza del penique.

– ¿Suele consultaros sobre los asuntos económicos del monasterio?

Lo observé atentamente, pero el prior se encogió de hombros con indiferencia.

– No consulta a nadie, excepto a su reverencia el abad, aunque malgasta mi tiempo y el de todo el mundo haciendo justificar hasta el último penique.

– Comprendo. -Me volví y alcé la vista hacia el interior del campanario-. ¿Desde dónde se tocan las campanas?

– Hay una escalera que sube hasta el campanario. Puedo mostrárosla, si lo deseáis. Ahora es poco probable que las obras continúen. Gabriel perdió la partida definitivamente al dejarse matar.

Enarqué las cejas.

– Prior Mortimus, ¿cómo es posible que os conmueva la muerte de una criada y en cambio no mostréis el menor pesar por la de un hermano con el que habéis convivido durante años?

– Como ya os dije, las obligaciones de un monje en esta vida son muy diferentes de las de una simple mujer. -El prior me miró con dureza-. Una de esas obligaciones es no ser un pervertido.

– Me alegro de que no seáis juez en los tribunales del rey, hermano prior.

Seguí al prior escaleras abajo hasta llegar a una puerta donde arrancaba una larga escalera de caracol que subía hasta el campanario. Era una larga ascensión, de modo que, cuando llegamos arriba, me había quedado sin aliento. Al final de un angosto pasadizo con suelo de madera, se veía otra puerta. A medio camino había una ventana sin cristales, a través de la cual se contemplaba una magnífica panorámica del monasterio y sus alrededores, con el bosque y el campo nevado en una dirección y la llanura gris del mar en la otra. El campanario debía de ser el punto más elevado en muchas leguas a la redonda. El viento helado ululaba lúgubremente y nos alborotaba el pelo.

– Por aquí.

El prior abrió la puerta y me hizo pasar al cuarto desde el que se manejaban las gruesas cuerdas de las campanas, que descendían hasta el suelo de madera. Al alzar los ojos, vi las vagas siluetas de las enormes campanas, inmóviles sobre nuestras cabezas. En el centro del cuarto, había un agujero circular protegido por una barandilla. Me asomé a él y vi el suelo de la nave; estábamos a tanta altura que los criados parecían hormigas. El cajón de los canteros pendía en el vacío unas diez varas más abajo, y en su interior distinguí bultos de herramientas y cubos cubiertos con una lona. Las cuerdas que lo sostenían entraban por el agujero y estaban sujetas al muro con enormes roblones.

– Si no fuera por este agujero, las campanas dejarían sordos a los que las tocan -comentó el prior-. Aun así, tienen que ponerse tapones en las orejas.

– No me extraña; incluso escuchándolas desde abajo casi te dejan sordo. -Al volverme, vi otro tramo de peldaños-. Supongo que esa escalera conduce a lo alto del campanario…

– Sí. Sólo la utilizan los criados que suben a limpiar las campanas.

– Subamos. Vos primero.

La escalera conducía a una galería circular protegida por una barandilla que rodeaba las campanas. Eran realmente grandes, más altas que un hombre, y estaban sujetas al techo mediante enormes anillas. Allí arriba no había nada escondido. Me acerqué a las campanas procurando mantenerme alejado del agujero, pues la barandilla era baja. La que tenía más cerca estaba adornada con grabados y exhibía una gran placa con una inscripción en un lengua que me era desconocida.

– «Arrancado de la barriga del infiel, año mil cincuenta y nueve» -leí textualmente, en voz alta.

De pronto, el prior tradujo la frase junto a mí, y di un respingo; no había advertido que estaba tan cerca.

– Quisiera pediros algo, comisionado. ¿Os habéis fijado en el abad hace un momento, en la sacristía?

– Sí.

– Es un hombre acabado. No está en condiciones de ejercer su cargo. Cuando sea necesario reemplazarlo, lord Cromwell querrá a un hombre enérgico que le sea leal. Sé que está promocionando a sus partidarios dentro de los monasterios -dijo el prior mirándome significativamente.

Moví la cabeza con asombro.

– ¿Realmente creéis que este monasterio seguirá abierto, prior Mortimus? ¿Después de todo lo que ha ocurrido en él?

El prior me miró con incredulidad.

– No puede ser que nuestra vida aquí… no puede acabar así como así. Ninguna ley puede obligarnos a cederlo. Sé que hay gente que dice que los monasterios desaparecerán, pero eso no se puede permitir. -El prior sacudió la cabeza-. No se puede permitir.

El prior dio un paso hacia mí y me acorraló contra la barandilla; su fuerte olor corporal inundó mis fosas nasales.

– Prior Mortimus -le dije con el corazón en un puño-. Apartaos, por favor.

El prior me miró fijamente y dio un paso atrás.

– Yo podría salvar este monasterio, comisionado -aseguró.

– El futuro del monasterio es un asunto que sólo puedo discutir con lord Cromwell -respondí con la boca seca; por un instante, había creído que iba a empujarme al vacío-. Ya he visto todo lo que quería ver. Aquí no hay nada escondido. Volvamos abajo.