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Salí.de casa temprano a lomos de un jamelgo cansino que apenas utilizaba. Cuando llegué, la oficina de Cromwell en Westminster ya era un hervidero de actividad iluminado por innumerables velas. Le dije a Grey, el jefe de los escribientes, que necesitaba entrevistarme con Su Señoría urgentemente. El anciano frunció los labios y miró hacia el despacho del vicario general.

– Ahora mismo está con el duque de Norfolk.

Arqueé las cejas. El duque era un aristócrata altanero, líder de la facción antirreformista de la corte y archienemigo de Cromwell; me asombraba que se hubiera dignado recibirlo en su despacho.

– Se trata de un asunto urgente. Si pudierais comunicarle que necesito verlo hoy mismo…

Gray me observó con curiosidad.

– ¿Os encontráis bien, doctor Shardlake? Parecéis agotado.

– Estoy bien. Pero necesito ver a lord Cromwell. Decidle que vendré cuando disponga.

Grey sabía que yo no molestaría a su señor sin una buena razón. Llamó tímidamente a la puerta del despacho y entró, para reaparecer al cabo de unos instantes y decirme que el vicario general me recibiría a las once en su casa de Stepney.

Me habría gustado acercarme por el tribunal para enterarme de las novedades que circulaban entre los abogados y relajarme en un ambiente que me resultaba familiar; pero había asuntos más urgentes que requerían mi atención. Me ceñí la espada y cabalgué hacia la Torre de Londres en el rosáceo y frío amanecer.

En un principio, pensé visitar el gremio de los armeros, pero todos los gremios vivían rodeados de montañas de papel que protegían con celosa desconfianza, y cabía la posibilidad de que perdiera todo el día tratando de arrancarles alguna información. Por otra parte, hacía unos meses había conocido en un acto oficial al armero de la Torre, un tal Oldknoll, y recordé que tenía fama de ser el hombre que más sabía de armas en todo el reino. Además, era leal a Cromwell. Mi carta de nombramiento como comisionado me concedía acceso a la Torre, en cuyo recinto penetré tras atravesar la imponente Muralla de Londres. Crucé el puente sobre el foso helado y entré en la gran fortaleza, donde la mole de la Torre Blanca empequeñecía el resto de los edificios. Nunca me ha gustado la Torre; no puedo olvidar a quienes cruzaron aquel puente y no volvieron a salir con vida.

Los leones de la Colección Real pedían el desayuno a rugido limpio, y al cabo de unos instantes vi a un par de guardias en uniforme escarlata y oro que corrían por la explanada cubierta de nieve cargados con grandes cubos de despojos, y no pude evitar estremecerme al recordar mi encuentro con los perros. Dejé el caballo en los establos y subí la escalinata de la Torre Blanca. En el Gran Hall, lleno de soldados y oficiales, vi a un par de guardias que escoltaban a un anciano andrajoso con el rostro desencajado hacia las escaleras de los calabozos. Mostré mi nombramiento a un sargento, que me acompañó al despacho de Oldknoll.

El armero, un militar de rostro pétreo y maneras rudas, alzó la vista del documento que examinaba con expresión sombría y me invitó a sentarme.

– No podéis imaginar el papeleo que tenemos últimamente. Espero que no hayáis venido a traerme más.

– No, señor Oldknoll, vengo a que me ilustréis, si sois tan amable. Cumplo una misión para lord Cromwell.

El armero se apresuró a dejar el documento.

– Entonces, haré todo lo que pueda para ayudaros. Parecéis cansado, doctor Shardlake, si me permitís la observación.

– Sí, no sois el primero que me lo dice. Y tenéis razón. Necesito saber quién forjó esta espada -dije desenvainando la espada y tendiéndosela con cuidado.

El armero examinó la marca, me miró sorprendido y volvió a examinar el arma con atención.

– ¿De dónde la habéis sacado?

– Del estanque de un monasterio. -Oldknoll se acercó a la puerta, la cerró cuidadosamente y dejó el arma sobre el escritorio-. ¿Sabéis quién la hizo?

– Desde luego.

– ¿Aún vive?

El armero movió la cabeza.

– Murió hace dieciocho meses.

– Necesito que me contéis todo lo que sepáis sobre esta arma. Para empezar, ¿qué significan todos esos símbolos y letras?

Oldknoll respiró hondo.

– ¿Veis este pequeño castillo de aquí? Indica que el espadero aprendió el oficio en Toledo, en España.

– Entonces debe de ser español… -dije sorprendido.

Oldknoll negó con la cabeza.

– No necesariamente. A Toledo acuden muchos extranjeros deseosos de aprender sobre armas.

– ¿Ingleses también?

– Hasta que empezaron las reformas. Ahora ya no son bien recibidos. Pero antes, sí. Los que han aprendido el oficio en Toledo suelen adoptar el Alcázar, la fortaleza árabe de la ciudad, como marca en la espada que presentan al solicitar que los admitan en el gremio. Eso es lo que hizo este hombre. Éstas son las iniciales.

– JS.

– Sí. -Oldkoll me miró de un modo extraño-. John Smeaton.

– ¡Dios Misericordioso! ¿Pariente de Mark Smeaton, el amante de la reina Ana?

– Su padre. Lo conocía vagamente. Esta espada debe de ser la que hizo para el gremio. Mil quinientos siete… Sí, la fecha concuerda.

– No sabía que el padre de Smeaton fuera espadero.

– Lo era. Y bueno. Pero hace años tuvo un accidente y perdió parte de dos dedos, lo que le impidió seguir ejerciendo el oficio, y montó una carpintería. Tenía un pequeño taller en Whitechapel.

– ¿Y decís que murió?

– De un ataque, dos días después de que ejecutaran a su hijo. Fue un asunto muy comentado. No tenía nadie a quien dejar el negocio, y creo que lo cerraron.

– Pero tendría parientes… Esta espada es valiosa; debió de dejársela a alguien…

– Sí, es de suponer.

Respiré hondo.

– De modo que el asesinato de Singleton tiene relación con Smeaton… Y Jerome lo sabe. Por eso me contó la historia.

– No os sigo, señor.

– Necesito averiguar quién se quedó con la espada tras la muerte de John Smeaton.

– Podríais ir a su casa. Vivía encima del taller, como tantos artesanos. Los actuales propietarios debieron de comprársela a los albaceas.

– Gracias, señor Oldknoll, me habéis sido de gran ayuda -dije cogiendo la espada y metiéndola en la vaina-. Debo dejaros, lord Cromwell me espera en su casa.

– Me alegra haberos sido útil. Por cierto, doctor Shardlake, si vais a ver a Su Señoría… -Enarqué las cejas. La historia de costumbre; cuando la gente se enteraba de que ibas a ver a lord Cromwell, siempre se le ocurría algún favor que pedir-. Solamente… Si tenéis ocasión, ¿os importaría preguntarle si podría mandarme menos papeleo? Me he pasado todas las noches de esta semana inventariando el armamento, cuando sé que ya tienen todos los datos.

– Veré qué puedo hacer -respondí sonriendo-. Pero es el signo de los tiempos; no se puede ir contra la corriente.

– Esta corriente de papeles acabará arrastrándonos a todos -murmuró Oldknoll con amargura.

Lord Cromwell vivía en una imponente mansión de ladrillos rojos que se había hecho construir en Stepney hacía unos años. La compartía no sólo con su mujer y su hijo, sino también con una docena de hijos de sus protegidos de cuya educación se había hecho cargo. No era la primera vez que visitaba la casa, una corte en miniatura, con sus criados y maestros, escribientes y constantes visitas. Al acercarme, vi un enjambre de mendigos ante la puerta. Uno de ellos, ciego y descalzo sobre la nieve, alzó un brazo y gritó: «¡Limosna! ¡Limosna, por caridad!» Había oído que lord Cromwell hacía que sus criados repartieran limosnas en una puerta lateral, para ganar popularidad entre los pobres de Londres. La escena me trajo a la memoria el desagradable recuerdo del día de limosna en San Donato.