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– Entonces, ¿lo que se rumoreaba era cierto? -le pregunté mirándolo a los ojos-. ¿La reina Ana y los que fueron acusados con ella eran inocentes?

El vicario general se volvió hacia mí. La cruda luz iluminó su ceñudo rostro y despojó a sus ojos de toda expresión.

– Por supuesto que eran inocentes. Nadie se atreverá a decirlo, pero todo el mundo lo sabe, como lo sabía el jurado que los condenó. Hasta el propio rey lo sospechaba, pero no podía reconocerlo ante sí mismo e intranquilizar a su escrupulosa conciencia. ¡Por amor de Dios, Matthew! Para ser abogado eres muy inocente. Tienes la inocencia de un reformista convencido, pero no su fuego. Es mejor tener el fuego y no la inocencia, como yo.

– Creía que las acusaciones eran fundadas. Lo he sostenido ante todo el mundo.

– Deberías haber hecho lo que la mayoría: mantener la boca cerrada.

– Tal vez lo sabía en mi fuero interno -murmuré-. En alguna parte de mi interior a la que Dios no ha llegado. -Cromwell me miró con impaciencia, irritado a ojos vistas-. Así que a Singleton lo mataron por venganza… -dije al cabo de unos instantes-. Alguien lo ejecutó tal y como ejecutaron a Ana Bolena. Pero ¿quién? -De pronto, tuve una inspiración-. ¿Quién era el segundo visitante de Smeaton? Jerome había hablado del sacerdote que acudió a confesarlo y de otras dos personas.

– Haré que examinen los documentos de Singleton sobre el asunto para ver qué dicen respecto a la familia de Smeaton. Los tendrás en tu casa dentro de un par de horas. Entretanto, ve a echar un vistazo a la antigua casa de Smeaton; es una buena pista. ¿Vuelves a Scarnsea mañana?

– Sí, el barco zarpa antes del amanecer.

– Si averiguas algo antes de marcharte, házmelo saber. Y, Matthew…

– Sí, Señoría.

El vicario general se había apartado de la luz, y la soberbia y la cólera volvían a brillar en sus ojos.

– Procura encontrar al asesino. Le he ocultado lo ocurrido al rey durante demasiado tiempo. Cuando se lo cuente, necesito poder darle el nombre del asesino. Y consigue que el abad ponga su sello en esa cesión. Al menos en eso has adelantado algo.

– Sí, Señoría. Cuando se produzca la cesión, ¿qué ocurrirá con el monasterio? -le pregunté tras unos instantes de vacilación.

El vicario general esbozó una sonrisa siniestra.

– Lo mismo que con los demás. El abad y los monjes recibirán sus pensiones. Los criados tendrán que arreglárselas por su cuenta; es lo que se merecen, por zánganos y mezquinos. En cuanto a los edificios, te diré lo que he planeado para Lewes. Voy a mandar a un ingeniero experto en demoliciones para que derribe la iglesia y los edificios claustrales. Y, cuando todas las tierras del monasterio estén en manos del rey y las arrendemos, pondré una cláusula en todos los contratos para obligar a los arrendatarios a derribar todos los edificios que queden en pie. Me da igual que aprovechen el plomo de los tejados y regalen los sillares a la gente del pueblo para que construyan lo que quieran. No quiero que quede ningún rastro de todos esos siglos de supersticiones; basta con unas cuantas ruinas para recordar al pueblo el poder del rey.

– Hay edificios muy hermosos.

– Un caballero no puede vivir en una iglesia -replicó Cromwell con irritación-. ¿No te estarás volviendo papista, Matthew Shardlake? -me preguntó de pronto mirándome con los ojos entrecerrados.

– Nunca -respondí.

– Entonces, vete. Y no vuelvas a fallarme. Recuerda que en mi mano está hacer prosperar el despacho de un abogado, pero también arruinarlo -dijo lanzándome otra de sus miradas de toro.

– No os fallaré, Señoría.

Cogí la espada y salí.

28

Dejé Westminster sumido en un mar de confusiones, desgranando mentalmente los nombres de todos los que vivían en el monasterio en un intento de descubrir alguna relación con la familia Smeaton. ¿Pudo John Smeaton haber conocido al hermano Guy en España, hacía treinta años? Si era un aprendiz, el enfermero y él debían de tener la misma edad.

Mientras las preguntas daban vueltas en mi cabeza, una sorda pesadumbre me encogía el corazón. Nunca había creído a lord Cromwell capaz de cometer los poco cristianos actos que se le atribuían en relación con la caída de Ana Bolena. Y ahora él mismo admitía, con toda la naturalidad del mundo, que eran ciertos. Pero Cromwell no me había engañado; me había engañado yo solo.

El caballo llevaba rato avanzando al paso por las heladas roderas del camino, cuando a mitad de Fleet Street se detuvo y agitó la cabeza nerviosamente. A un tiro de piedra de donde nos encontrábamos, se había formado una pequeña muchedumbre que nos cerraba el paso. Al mirar por encima de las cabezas, vi a dos alguaciles que forcejeaban con un joven aprendiz.

– ¡Sois las fuerzas de Babilonia, que apresáis a los elegidos de Dios! -les gritaba el muchacho a sus captores debatiéndose con furia-. ¡Los justos prevalecerán! ¡Los poderosos serán derribados!

Los alguaciles le inmovilizaron los brazos a la espalda y se lo llevaron a rastras, mientras él pataleaba y pugnaba en vano por soltarse. Entre los espectadores, unos lo injuriaban y otros le lanzaban gritos de ánimo.

– ¡Resiste, hermano! ¡Los elegidos de Dios triunfarán! Oí ruido de cascos a mi espalda y, al volverme, vi el irónico rostro de Pepper, el colega con el que me había encontrado el mismo día que recibí la comisión de Scarnsea.

– ¡Hombre, Shardlake! -exclamó afablemente-. ¿Así que han cogido a otro evangelista exaltado? Anabaptista, por lo que le he oído gritar. Les gustaría arrebatarnos todas nuestras propiedades, ¿sabéis?

– ¿Hay alguna redada de falsos predicadores? He estado fuera unos días.

– Se rumorea que hay anabaptistas en la ciudad; el rey ha ordenado detener a todos los sospechosos. Quemará a unos cuantos, y hará muy bien. Son más peligrosos que los papistas.

– Hoy en día no hay ningún sitio seguro.

– Cromwell ha aprovechado la ocasión para hacer una redada general. Descuideros, timadores, falsos predicadores… Todos se habían escondido en sus agujeros para pasar este terrible invierno, y él los está haciendo salir. Ya iba siendo hora. ¿Recordáis a aquella vieja del pájaro parlanchín a la que vimos juntos?

– Sí. Parece que fue hace un siglo.

– Pues resulta que teníais razón; el pájaro se limita a repetir las palabras que le enseñan. Han llegado dos barcos cargados de bichos de ésos, y ahora no se habla de otra cosa. Todo el que tiene una casa en el campo quiere uno. A la vieja la han detenido por estafadora, y seguramente la pasearán atada a un carro y la azotarán. Pero ¿dónde habéis estado, arrimado a la chimenea todo el invierno?

– No, Pepper. Fuera de Londres, cumpliendo otro encargo de lord Cromwell.

– He oído que le está buscando otra mujer al rey-dijo Pepper intentando tirarme de la lengua-. Se rumorea que va a casarse con una princesa alemana, de los Hesse o los Cleves. Eso nos uniría a los luteranos.

– Yo no he oído nada. Como ya os he dicho, he estado fuera trabajando para Su Señoría.

– Os tiene muy ocupado -comentó Pepper mirándome con envidia-. ¿Creéis que podría tener algo para mí?

– Sí, Pepper -le respondí con una sonrisa irónica-. Es muy probable.

Una vez en casa, leí la correspondencia, a la que la noche anterior, cansado como estaba, apenas había echado un vistazo. Había cartas sobre los casos que llevaba, de personas que esperaban con impaciencia respuestas sobre diversos asuntos. También había una de mi padre. Ese año la cosecha había sido mala y, en vista del poco rendimiento que le estaba sacando a la granja, estaba pensando en dedicar más terreno a pastos. Esperaba que mi despacho marchara bien y que Mark estuviera contento en Desamortización -no le había contado nada sobre el traspiés del chico-. Por último, comentaba que en la región se rumoreaba que iban a cerrar más monasterios. El padre de Mark decía que eso era bueno, pues significaba que a su hijo no le faltaría trabajo.