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– No, España se ha convertido en nuestra enemiga -respondí dando un paso hacia él y mirándolo a los ojos. Pero su negrura era insondable-. Tengo que dejaros, hermano -dije arrebujándome en la capa.

– ¿Ocuparéis la habitación de la enfermería?

– Ya veremos. Pero, por si acaso, encended el fuego. Buenas noches.

Di media vuelta y me dirigí a casa del abad. Al pasar junto a los edificios auxiliares, escruté con inquietud la oscuridad en busca de la mancha blanca del hábito del cartujo. ¿Qué pensaría hacer Jerome ahora?

El viejo mayordomo acudió a abrirme la puerta y me informó de que el abad Fabián estaba en su casa, reunido con el prior, y el señor Poer, en su cuarto. Luego, me acompañó a la habitación que había ocupado Goodhaps, de la que habían desaparecido las botellas y el fuerte olor corporal del anciano. Mark estaba sentado a la mesa, examinando una pila de cartas. Advertí que le había crecido el pelo; cuando volviéramos a Londres, tendría que hacer una visita al barbero, si quería seguir yendo a la moda.

Me saludó con parquedad, mirándome fría y cautelosamente. No me cabía duda de que había pasado la mayor parte de los últimos días en compañía de Alice.

– ¿Revisando la correspondencia del abad?

– Sí, señor. Todas las cartas parecen rutinarias. ¿Qué tal por Londres? -me preguntó Mark observándome con atención-. ¿Descubristeis algo sobre la espada?

– Algunas pistas. He hecho algunas averiguaciones y espero un mensajero de Londres. Al menos, lord Cromwell no parece preocupado por las cartas de Jerome a los Seymour. Pero me he enterado de que el cartujo ha desaparecido.

– El prior ha estado buscándolo por todas partes con varios monjes jóvenes. Ayer estuve ayudándolos un rato, pero no encontramos ni rastro del viejo. El prior está que bufa.

– Me lo imagino. ¿Y qué me dices de esos rumores sobre el cierre de los monasterios?

– Al parecer, alguien de Lewes estuvo en la posada y contó que el priorato ha firmado la cesión.

– Cromwell me dijo que estaba a punto de ocurrir. Probablemente ha enviado agentes por todo el país para que divulguen la noticia, de modo que los demás monasterios se lo piensen. Pero lo último que necesitamos es que el rumor cunda por San Donato. Tengo que hablar con el abad e intentar tranquilizarlo, hacerle creer que hay alguna posibilidad de que el monasterio permanezca abierto, por el momento. -La frialdad de la mirada de Mark se intensificó; aquella mentira no le gustaba. Recordé a Joan diciéndome que el chico era demasiado idealista para un mundo tan duro como el nuestro-. Había carta de casa -le dije-. Parece que la cosecha ha sido mala. Tu padre dice que espera que cierren los monasterios para que haya trabajo en Desamortización. -Mark no respondió, sino que se limitó a lanzarme una gélida mirada de amargura-. Voy a hablar con el abad. Tú quédate aquí por el momento.

El abad y el prior estaban sentados al escritorio, frente a frente. Tuve la sensación de que llevaban un buen rato allí. El rostro del abad Fabián estaba más demacrado que nunca; el del prior, rojo, era la máscara de la cólera. Al verme entrar, se levantaron como un solo hombre.

– ¡Doctor Shardlake! Me alegra veros de vuelta -dijo el abad-. ¿Habéis tenido éxito en vuestro viaje?

– En la medida en que lord Cromwell no está preocupado por las cartas que haya podido enviar Jerome… pero he oído que ese granuja ha desaparecido…

– He removido cielo y tierra buscando a ese maldito carcamal -dijo el prior Mortimus-. No sé en qué agujero se ha metido, pero no puede haber saltado la muralla ni burlado a Bugge. Está aquí, escondido en algún sitio.

– Me gustaría saber con qué fin.

El abad movió la cabeza.

– De eso estábamos hablando, comisionado. Tal vez esté esperando una ocasión propicia para escapar. El hermano Guy dice que en su estado y sin comida no durará mucho con este frío.

– O tal vez espere la ocasión de gastarle una mala pasada a alguien. A mí, por ejemplo.

– Rezaré para que no sea así -dijo el abad.

– He informado a Bugge de que nadie puede abandonar el monasterio sin mi permiso en uno o dos días. Hacédselo saber a los hermanos.

– ¿Por qué, señor?

– Por precaución. Bien. He oído los rumores sobre Lewes y que todo el mundo dice que San Donato será el próximo monasterio en caer.

– Vos mismo me dijisteis algo muy parecido -respondió el abad, y soltó un suspiro.

Incliné la cabeza.

– Tras hablar con lord Cromwell, he llegado a la conclusión de que todavía no hay nada seguro. Tal vez me precipité.

La mentira me hizo sentir una punzada de culpa, pero era necesaria. Había alguien a quien no quería asustado hasta el punto de actuar precipitadamente.

El rostro del abad Fabián se iluminó, y una chispa de esperanza brilló en los ojos del prior.

– Entonces, ¿el monasterio seguirá abierto? ¿Aún hay esperanzas?

– Digamos que hablar de disolución es prematuro.

El abad se inclinó sobre el escritorio con animación.

– Tal vez debería dirigirme a la comunidad durante la cena. Falta media hora. Podría decir que… que no hay planes para cerrar el monasterio…

– Es una buena idea.

– Es mejor que preparéis algo -le aconsejó el prior.

– Sí, por supuesto -respondió el abad cogiendo papel y pluma.

Mis ojos se posaron sobre el sello del monasterio, que seguía sobre el escritorio.

– Decidme, reverencia, este despacho no suele estar cerrado con llave, ¿verdad?

– No -respondió el abad levantando la cabeza y mirándome sorprendido.

– ¿Y os parece sensato? ¿No podría entrar alguien sin ser visto y poner el sello del monasterio en el documento que elija?

El abad me miró boquiabierto.

– Pero… siempre hay algún criado cerca. Nadie puede entrar así como así.

– ¿Nadie?

– Sólo los obedienciarios.

– Por supuesto. Muy bien, ahora os dejo. Hasta la cena.

Una noche más, observé a los monjes mientras entraban al refectorio. Recordé mi primera cena en el monasterio, y a Simón Whelplay con un capirote en la cabeza, tiritando junto a la ventana mientras fuera la nieve caía sin cesar. Ahora, a través de aquella ventana, veía gotear los témpanos de hielo, y regatos de nieve derretida que serpenteaban por las negras rodadas.

Los monjes fueron ocupando sus sitios en las mesas, encogidos dentro de los hábitos y absortos en sus pensamientos; muchos dirigían miradas angustiadas u hostiles hacia el gran facistol tallado, junto al que esperaba el abad para iniciar su parlamento. Cuando Mark pasó a mi lado para ocupar su asiento en la mesa de los obedienciarios, lo agarré del brazo.

– El abad va a comunicar a la comunidad que el rey no piensa cerrar San Donato -le susurré-. Es importante. Aquí hay un pájaro al que no quiero espantar antes de tiempo.

– Estoy cansado de todo esto -murmuró Mark soltándose de un tirón y ocupando su asiento.

Su manifiesta rudeza me hizo enrojecer.

El abad Fabián ordenó sus papeles y, con un nuevo rubor en las mejillas, anunció a los hermanos que los rumores de que todos los monasterios iban a desaparecer eran falsos. El propio lord Cromwell había dicho que por el momento no había planes para forzar la cesión de San Donato, a pesar de los terribles asesinatos cometidos entre sus muros, que seguían bajo investigación. Añadió que nadie podía abandonar el monasterio.

Las reacciones de los monjes fueron muy diversas. Algunos, sobre todo los mayores, suspiraron y sonrieron aliviados. Otros parecían menos confiados. Paseé la mirada por la mesa de los obedienciarios. Los más jóvenes, el hermano Jude y el hermano Hugh, parecían aliviados, y en el rostro del prior Mortimus vi una expresión esperanzada. En cambio, el hermano Guy movió la cabeza imperceptiblemente y el hermano Edwig se conformó con fruncir el semblante.