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– ¿Y decidiste matarlo?

– Había soñado con matar a ese canalla muchas veces. Simplemente, sabía qué debía hacer. Tenía que hacer justicia.

– En este mundo, no siempre se puede hacer justicia.

– Esta vez se ha hecho -replicó Alice con fría calma.

– ¿No te reconoció?

Alice se echó a reír.

– No. Sólo vio a una criada cargada con un saco, si es que me vio. Ya llevaba aquí un año, trabajando para el hermano Guy. El boticario de Londres me despidió al enterarse de que era pariente de los Smeaton. Volví a casa de mi madre. Recibió una carta de un abogado y fue a Londres para recoger las pocas cosas que había dejado mi tío. Murió poco después, de un ataque, como él. Y Copynger me echó de casa. Así que vine aquí.

– ¿En Scarnsea no sabían que eras familia de los Smeaton?

– Mi tío se había ido hacía treinta años y, al casarse, mi madre adoptó el apellido de mi padre. Todo el mundo había olvidado su apellido de soltera, y yo no iba a recordárselo. Dije que había estado trabajando con el boticario de Esher hasta que murió.

– Te quedaste con la espada…

– Sí, por sentimentalismo. Las noches de invierno, mi tío solía sacarla para enseñarnos algunos movimientos de esgrima. Aprendí algunas cosas sobre equilibrio, pasos, ángulos de fuerza… Cuando vi a Singleton, supe que la usaría.

– ¡Vive Dios que eres una mujer valiente!

– Fue fácil. No tenía llave de la cocina, pero recordaba la historia del viejo pasadizo.

– Y lo encontraste.

– Buscando en todas las habitaciones, sí. Luego le escribí una nota anónima a Singleton explicándole que tenía información para él y que lo esperaba esa noche en la cocina. Le dije que estaba en condiciones de revelarle un gran secreto -añadió Alice esbozando una sonrisa, una sonrisa que me estremeció.

– Y él supuso que la nota era de un monje…

La sonrisa se desvaneció.

– Sabía que habría sangre, así que fui a la lavandería y robé un hábito. Había encontrado una llave de la lavandería en un cajón de esta habitación, al poco de llegar.

– La llave que se le cayó al hermano Luke mientras forcejeaba con Orphan Stonegarden. Orphan debió de quedársela.

– Pobre muchacha. Deberíais buscar a su asesino en lugar del de Singleton. -Alice me miró fijamente-. Me puse el hábito, cogí la espada y fui a la cocina por el pasadizo. El hermano Guy y yo estábamos atendiendo a uno de los monjes ancianos, y yo le dije que necesitaba descansar una hora. Fue muy fácil. Me escondí detrás del aparador de la cocina y, cuando pasó junto a mí, le asesté el golpe. -Alice esbozó una sonrisa, una escalofriante sonrisa de satisfacción-. Había afilado la espada; su cabeza rodó por el suelo de un solo tajo.

– Como la de Ana Bolena.

– Como la de Mark. -La sonrisa se esfumó de sus labios y su ceño se cubrió de arrugas-. Cuánta sangre… Esperaba que la sangre de Singleton apagara mi cólera, pero no fue así. Aún veo el rostro de mi primo en sueños.

De pronto, sus ojos se iluminaron, y Alice soltó un profundo suspiro de alivio al tiempo que una mano me agarraba la muñeca y me inmovilizaba el brazo a la espalda, y otra me agarraba el cuello. Al mirar hacia abajo, vi una daga junto a mi garganta.

– ¿Jerome? -balbucí.

– No, señor -respondió la voz de Mark-. No gritéis. -La daga me presionó el cuello-. Sentaos en la cama. Moveos despacio.

Atravesé la habitación con paso vacilante y me derrumbé en la carriola. Alice se levantó, corrió hacia Mark y le rodeó la cintura con el brazo.

– Creí que no llegarías nunca. Lo he entretenido hablando.

Mark cerró la puerta y se quedó guardando el equilibrio sobre las puntas de los pies, con la daga a un palmo de mi garganta; en un momento podía inclinarse hacia mí y rebanarme el pescuezo. En su rostro ya no había frialdad, sino una firme determinación.

– Hace un momento, en el patio, ¿eras tú? -le pregunté mirándolo a los ojos-. ¿Me seguías?

– Sí. ¿Quién más lo sabe, señor?

Seguía llamándome «señor». Casi me eché a reír.

– El mensajero era uno de los servidores de lord Cromwell, así que Su Señoría debe de conocer el contenido del mensaje. Entonces, ¿sabes lo que ha hecho Alice?

– Me lo contó la primera vez que nos acostamos juntos, el día que partisteis a Londres. Le dije que erais un hombre listo. Al ver que estabais a punto de desvelar la identidad del asesino, hicimos los preparativos para partir esta noche. Si hubierais llegado unas horas más tarde, no nos habríais encontrado aquí. Ojalá hubiera sido así.

– Ya no hay huida posible. En Inglaterra, no.

– No nos quedaremos en Inglaterra. En el río nos espera un bote que nos llevará a un barco.

– ¿Contrabandistas?

– Sí -dijo Alice con toda naturalidad-. Os mentí. Mis amigos de la infancia no desaparecieron durante una tormenta y siguen siendo mis amigos. Hay un barco francés esperando frente a la costa; mañana por la noche recibirán un cargamento del monasterio, pero van a mandar un bote para recogernos esta noche.

– ¿Un cargamento del monasterio? -pregunté asombrado-. ¿Sabes de quién, o qué es?

– Eso me trae sin cuidado. Esperaremos en el barco hasta mañana por la noche y luego partiremos a Francia.

– Mark, ¿sabes qué es ese cargamento?

– No -contestó el chico mordiéndose el labio-. Lo siento, señor. Ahora lo único que me importa es Alice y nuestra huida.

– En Francia no sienten demasiado aprecio por los reformistas ingleses…

Mark me miró con lástima.

– Yo no soy reformista. Nunca lo he sido. Y, ahora que sé cómo trabaja lord Cromwell, menos que nunca.

– Eres un traidor -le espeté-. Desleal con tu rey y desleal conmigo, que te he tratado como a un hijo.

– Para vos no soy un hijo, señor -replicó Mark mirándome con conmiseración-. Nunca he estado de acuerdo con vuestras ideas en materia de religión. Os habríais dado cuenta si hubierais escuchado lo que os decía en lugar de utilizarme como caja de resonancia de vuestras opiniones.

Solté un gruñido.

– No merecía que me hicieras esto, Mark. Ni tú, Alice.

– ¿Quién sabe lo que se merece cada uno? -dijo Mark con inesperada vehemencia-. En este mundo no hay ni orden ni justicia, como veríais si no estuvierais tan ciego. Después de lo que me contó Alice, ya no me queda ninguna duda. Me voy con ella; lo decidí hace cuatro días.

Y, sin embargo, mientras hablaba, vi que su rostro se demudaba, que estaba avergonzado y que el afecto que sentía por mí no había desaparecido por completo.

– ¿Vas a decirme que te has convertido en un papista? No estoy tan ciego como piensas, Mark. Muchas veces me he preguntado en qué creías realmente. ¿Qué piensas de que esta mujer profanara la iglesia? Porque fuiste tú, ¿verdad, Alice? Después de matar a Singleton, depositaste ese gallo sacrificado sobre el altar para dejar una pista falsa…

– Sí -respondió Alice-. Lo hice. Pero si creéis que Mark y yo somos papistas estáis muy equivocado. Sois todos iguales, papistas y reformistas; os inventáis credos que imponéis a las personas so pena de muerte, mientras vosotros os disputáis el poder, la tierra y el dinero, que es lo único que en realidad os importa.

– Eso no es lo que yo quiero.

– Puede que no. Tenéis buen corazón, y habría preferido no verme obligada a engañaros. Pero en lo que concierne a lo que está ocurriendo en Inglaterra estáis tan ciego como un murciélago -dijo Alice con una mezcla de cólera y lástima-. Deberíais ver las cosas a través de los ojos del pueblo, pero la gente de vuestra clase nunca lo hará. ¿Creéis que me importa alguna Iglesia después de lo que he visto de la una y de la otra? Me dolió más tener que matar aquel gallo que lo que hice en el altar.

– ¿Y ahora qué? -les pregunté-. ¿Vais a matarme?