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El prior Mortimus se acercó y posó la mano en su hombro.

– Vamos, Jerome, ya ha acabado todo. Soltadla y venid conmigo. -Para mi sorpresa, el cartujo no replicó. Trepó penosamente fuera de la hornacina, se volvió para coger su muleta, besó el relicario y lo dejó en el suelo con cuidado-. Lo llevaré a su celda -me dijo el prior.

Asentí.

– Sí, hacedlo.

Jerome no volvió a mirarme, y tampoco a la reliquia; se dejó llevar por el prior y se alejó lentamente arrastrando los pies por el suelo de la nave. Yo me quedé mirándolo durante unos instantes. Si el día que lo interrogué me hubiera contado que había visto a Alice visitando a Mark Smeaton, en lugar de jugar conmigo, habría podido detenerla de inmediato y, resuelto el asesinato de Singleton, tal vez hubiera descubierto a Edwig mucho antes. Mark no habría muerto, y Gabriel tampoco. Pero, por alguna extraña razón, no le guardaba rencor; era como si ya no fuera capaz de sentir ninguna emoción.

Me arrodillé y examiné el relicario sin levantarlo del suelo. Era un cofre de oro artísticamente trabajado y adornado con las esmeraldas más grandes que había visto en mi vida. A través del cristal, distinguí una mano unida por la muñeca con un clavo de cabeza gruesa a un trozo de vieja y negra madera que descansaba sobre un cojín de terciopelo púrpura. Era un apéndice marrón y momificado, pero indudablemente una mano; incluso aprecié unos engrosamientos que parecían callos en el nacimiento de los dedos. ¿Sería realmente la mano del ladrón que había aceptado a Cristo antes de morir con Él en la cruz? Toqué el cristal, con la absurda y fugaz esperanza de que el dolor que sentía en las articulaciones cesara, mi joroba desapareciera y mi espalda se volviera tan recta y lisa como la del pobre Mark, que tan a menudo había envidiado. Pero no pasó nada, salvo que mis uñas hicieron rechinar el cristal.

De pronto, por el rabillo del ojo, vi un ínfimo pero vivo destello dorado que descendía en el aire. Algo golpeó el suelo con un tintineo a dos pasos de mí, giró sobre su eje durante unos instantes y se inmovilizó. Me quedé boquiabierto. La cabeza del rey Enrique me miraba desde el suelo. Era una moneda de oro, un noble.

Alcé la vista. Estaba bajo el campanario; sobre mi cabeza pendía la maraña de cuerdas y poleas que había dado pie a las bromas sobre Edwig durante la cena de la noche anterior. Pero había algo diferente. El cajón de los canteros había desaparecido. Lo habían izado a lo alto de la torre.

– ¡Está ahí arriba! -dije entre dientes.

Así que era ahí donde había escondido el oro, en aquel cajón… Tenía que haber comprobado lo que ocultaba la lona que había visto en su interior el día que subí al campanario con Mortimus. Era un buen escondite. Por eso había hecho parar las obras.

La primera vez que subí la escalera de caracol del campanario tenía miedo, pero ahora, mientras trepaba haciendo oídos sordos a los gritos de protesta de mis piernas, sólo sentía una furia salvaje y temeraria. Estaba claro que las emociones no habían muerto en mi interior; sólo estaban dormidas. Una cólera como nunca había sentido me urgía a subir. Llegué al cuarto desde el que se tocaban las campanas. El cajón estaba allí, volcado sobre un costado y vacío, aunque un par de monedas relucían en el suelo. Pero no había nadie. Miré hacia la escalera que subía hasta las campanas; en los peldaños también había monedas. Si había alguien allí, tenía que haberme oído subir. ¿Se habría escondido en la galería de las campanas?

Subí los peldaños cautelosamente esgrimiendo el bastón ante mí. Hice girar la manivela de la puerta, retrocedí rápidamente y empujé la hoja con el bastón. Fue una precaución providencial, porque al instante una figura surgió de la oscuridad y descargó una antorcha apagada contra el espacio donde yo debería haber estado. Al tiempo que la improvisada porra golpeaba mi bastón, entreví el encendido y colérico rostro del tesorero, que me miró con ojos desorbitados.

– ¡Os he descubierto, hermano Edwig! -le grité-. ¡Sé lo del barco a Francia! ¡Os detengo en nombre del rey por robo y asesinato! -El tesorero desapareció en el interior de la galería, y oí el roce de sus pies sobre el suelo de madera, acompañado de un tintineo que no supe identificar-. ¡Se acabó! -le grité-. Ésta es la única salida.

Subí el último peldaño, asomé la cabeza al interior de la galería y traté de localizarlo, pero desde donde estaba sólo veía parte de la curva y las enormes campanas, al otro lado de la barandilla. El suelo estaba sembrado de monedas.

Comprendí que ambos estábamos atrapados; él no tenía escapatoria, pero yo tampoco. Si emprendía la retirada hacia la escalera de caracol, le daría la oportunidad de atacarme desde arriba, y era evidente que el hombre al que hasta hacía poco consideraba un avaro y medroso contable era capaz de cualquier cosa. Avancé hacia el interior de la galería blandiendo el bastón ante mí.

El hermano Edwig estaba en el otro extremo, oculto tras las campanas. Al acercarme, salió al descubierto, y pude ver que llevaba dos grandes alforjas unidas con una gruesa cuerda alrededor del cuello; el oro tintineaba en su interior al menor movimiento. El tesorero jadeaba ruidosamente y empuñaba la antorcha en la mano derecha con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

– ¿Cuál era el plan, hermano? -le pregunté-. ¿Huir con el dinero de las tierras y empezar una nueva vida en Francia?

Avancé un paso intentando distraerlo, pero estaba tan alerta como un gato, y agitó la antorcha en el aire amenazadoramente.

– ¡N-no! -barbotó dando una patada en el suelo, como un niño acusado injustamente-. ¡No! ¡Ésta es mi entrada para el cielo!

– ¿Qué?

– ¡Ella me rechazaba y volvía a r-rechazarme, hasta que el Diablo me llenó el alma de ira, y la maté! ¿Sabéis lo fácil que es matar a alguien, c-comisionado? -me preguntó, y soltó una risotada-. Las matanzas que presencié de niño le abrieron las puertas al Demonio… ¡Él es quien me llena la cabeza de sueños de s-sangre! -gritó con el mofletudo rostro encendido y las venas del cuello tan hinchadas que parecían a punto de reventar.

Había perdido el control; si conseguía sorprenderlo, acercarme lo suficiente para hacer sonar las campanas…

– No os será fácil convencer de eso a un jurado -le dije.

– ¡Al infierno con vuestros jurados! -Su tartamudeo desapareció y su voz se convirtió en un grito-. ¡El Papa, que es el vicario de Dios en la tierra, permite comprar la redención de los pecados! ¡Ya os dije que Dios hace balance de nuestras almas en el cielo, y resta el debe del haber! ¡Y voy a hacerle tal regalo que me sentará a su diestra! Tengo casi mil libras para la Iglesia francesa, mil libras arrancadas de las manos de vuestro herético rey. ¡Es una gran obra a los ojos de Dios! -afirmó mirándome con ira-. ¡No me detendréis!

– ¿También compraréis el perdón por Simón y Gabriel?

El tesorero me apuntó con la antorcha.

– Whelplay adivinó lo que le había hecho a la chica, y os lo habría contado. ¡Tenía que matarlo, debía completar mi obra! ¡Y Gabriel murió en vuestro lugar, pájaro de mal agüero! ¡Tendréis que rendir cuentas a Dios por eso!

– ¡Estáis loco de atar! -le grité-. ¡Os veré en Bedlam, expuesto como advertencia de adonde puede llevar la corrupción católica!

De pronto, el tesorero cogió la antorcha con ambas manos y echó a correr hacia mí gritando como un endemoniado. Las pesadas alforjas entorpecían sus movimientos y me proporcionaron el tiempo suficiente para hacerme a un lado y esquivarlo. Edwig dio media vuelta y volvió a la carga. Levanté el bastón, pero lo golpeó con la antorcha y me lo arrebató de las manos. Indefenso, comprendí que ahora era él quien me cerraba el paso hacia la puerta. Avanzó hacia mí lentamente, blandiendo la antorcha, mientras yo retrocedía hasta la barandilla que me separaba de las campanas y el vacío. El tesorero había recuperado el dominio de sí mismo; sus negros y astutos ojillos calculaban la distancia que nos separaba y la altura de la barandilla.