– ¿Dónde se ha metido vuestro ayudante? -me preguntó de pronto con una sonrisa malévola-. ¿Hoy no está aquí para protegeros?
De improviso, se abalanzó hacia mí y me asestó un golpe en el brazo, que había levantado instintivamente para protegerme el rostro. Antes de que pudiera reaccionar, me dio un empujón en el pecho que me hizo perder el equilibrio y caer por encima de la barandilla.
Aún revivo aquella caída en sueños y, como entonces, giro en el aire y manoteo intentando agarrarme al vacío, con el grito de triunfo del hermano Edwig en los oídos. Afortunadamente, mis brazos chocaron contra una campana e instintivamente se cerraron sobre ella, mientras trataba de agarrarme a los relieves de su superficie con las uñas. Conseguí evitar la caída, pero las manos me sudaban y resbalaban sobre el metal.
Un segundo después, toqué algo con el pie y conseguí afianzarme. Apretándome contra la campana y estirando los brazos tanto como pude, logré entrelazar las puntas de los dedos a su alrededor. Al mirar hacia abajo, vi que tenía el pie apoyado en la placa de la vieja campana española. Me abracé a ella desesperadamente.
De pronto, noté que empezaba a oscilar. El peso de mi cuerpo la había puesto en movimiento. Al chocar con la de al lado, un tañido ensordecedor llenó la torre y la vibración de la campana hizo que aflojara los brazos a su alrededor. La campana volvió atrás, conmigo pegado a ella como una lapa, y por un instante vi al hermano Edwig, que había dejado las alforjas en el suelo y recogía las monedas que se le habían caído, lanzándome miradas de malévola satisfacción. Ambos sabíamos que no podría seguir agarrándome durante mucho tiempo. Bajo mis pies, oía el eco de débiles voces que ascendían hacia nosotros; la gente que esperaba fuera debía de haber entrado al oír la campanada. No me atrevía a mirar hacia abajo. La campana volvió a oscilar y a chocar con la de al lado; esta vez el golpe hizo que sonaran todas, con un ruido tan ensordecedor que creí que me iban a estallar los oídos. Agitados por la vibración, mis dedos empezaron a separarse.
Entonces, hice lo más desesperado que he hecho en mi vida. Si lo intenté fue porque sabía que la alternativa era la muerte segura. Con un solo movimiento, solté las manos, giré en el aire e, impulsándome en la placa con el pie, salté hacia la barandilla, mientras encomendaba el alma a Dios en el que podía ser mi último pensamiento en la tierra.
Golpeé la barandilla con el estómago; el impacto me dejó sin respiración e hizo vibrar la barra metálica, pero mis manos se agarraron a ella frenéticamente y consiguieron impulsarme al otro lado, aunque no sabría decir cómo. De pronto, me vi hecho un ovillo en el suelo de la galería, con el cuerpo atenazado por el dolor; arrodillado frente a mí, Edwig recogía puñados de monedas y me miraba con una mezcla de cólera y estupor, mientras el ensordecedor tañido de las campanas resonaba en nuestros oídos y hacía temblar el entablado de la galería.
El tesorero se puso en pie de un salto, agarró las alforjas y se volvió hacia la puerta al tiempo que yo me incorporaba y me arrojaba sobre él. Consiguió rechazarme, pero las pesadas alforjas le hicieron perder el equilibrio y trastabillar hacia la barandilla. Al chocar con ella, soltó las alforjas, que cayeron al vacío. El tesorero lanzó un grito, se inclinó sobre la barandilla y estiró la mano hacia la cuerda que las unía. Consiguió agarrarla, pero perdió el equilibrio. Por un instante, se quedó con el estómago apoyado en la barandilla y la piernas en el aire. Sigo creyendo que si hubiera soltado el oro podría haberse salvado; pero no lo hizo. El peso de las alforjas arrastró al vacío al tesorero, que cayó de cabeza, chocó contra una campana y desapareció de mi vista soltando un grito de cólera y terror, como si en el último momento hubiera comprendido que iba a presentarse ante su Creador antes de hacerle su gran regalo. Llegué a la barandilla a tiempo de verlo caer: el hábito revolaba alrededor de su cuerpo, que giraba hacia el suelo de la nave en medio de la lluvia de monedas de oro que escapaban de las alforjas. Presa del pánico, la gente se apartó a la carrera un instante antes de que el tesorero se estrellara contra las losas en una explosión de sangre y oro.
Inclinado sobre la barandilla, jadeante y sudoroso, observé a la gente, que volvió a acercarse lentamente. Unos miraban el cuerpo destrozado del hermano Edwig, mientras que otros alzaban la cabeza hacia lo alto del campanario. Para mi consternación, vi que monjes y criados se arrojaban al suelo y empezaban a gatear y a coger puñados de monedas.
Epílogo
Al entrar en el monasterio, vi las enormes campanas de la iglesia en mitad del patio. Estaban destrozadas, reducidas a grandes pedazos de metal decorado amontonados uno sobre otro, a la espera de ser fundidos. Debían de haber cortado los anillos que las unían al techo y dejado que cayeran a plomo y se estrellaran contra el suelo de la iglesia. Debían de haber hecho un ruido infernal.
No muy lejos, junto a una gran pila de carbón, había un horno de ladrillos. Estaba tragando plomo; una brigada de hombres repartidos por el tejado de la iglesia lanzaba al suelo chapas y tiras, que otro grupo de hombres de los auditores recogía y arrojaba al interior del horno.
Cromwell no se había equivocado; el puñado de cesiones que había conseguido a principios del invierno había convencido al resto de las comunidades de que la resistencia era inútil, y ahora todos los días traían la noticia del cierre de otro monasterio. Pronto no quedaría ninguno. En toda Inglaterra, los abades se retiraban con sustanciosas pensiones, mientras que sus hermanos se hacían cargo de parroquias seculares o colgaban los hábitos para vivir de rentas más modestas. Las historias que circulaban hablaban del caos más espantoso; en la posada de Scarnsea, donde me alojaba, me contaron que, tres meses antes, cuando los monjes tuvieron que abandonar el monasterio, media docena, demasiado viejos o demasiado enfermos para continuar el viaje, habían alquilado habitaciones allí y se habían negado a marcharse cuando se les agotó el dinero. Las autoridades habían acabado echándolos de la ciudad. Entre ellos estaban el monje grueso de la pierna ulcerada y el pobre idiota, Septimus.
Cuando el rey se enteró de lo ocurrido en San Donato, ordenó arrasarlo por completo. Portinari, el ingeniero italiano de Cromwell, acudiría a Scarnsea para demoler el monasterio en cuanto hubiera hecho lo propio con el priorato de Lewes. Tenía fama de hábil en su trabajo; en Lewes había socavado los cimientos de la iglesia y conseguido que se derrumbara de una sola vez en medio de una inmensa nube de polvo. En Scarnsea se comentaba que había sido un espectáculo portentoso y estremecedor, y esperaban con impaciencia que se repitiera allí.
La crudeza del invierno había obligado a Portinari a esperar hasta la primavera para bajar con sus hombres y sus máquinas por la costa del Canal. Llegaría a Scarnsea en una semana, pero entretanto los funcionarios de Desamortización se habían presentado para llevarse todo lo que tuviera algún valor, incluidos el plomo de los tejados y el cobre de las campanas. Fue uno de ellos quien me recibió en la entrada y examinó mi nombramiento; Bugge y los demás criados se habían ido hacía tiempo.
La carta en que lord Cromwell me ordenaba viajar a Scarnsea para supervisar el cierre me había cogido por sorpresa. Apenas habíamos tenido contacto desde que, en diciembre, lo había visitado en Westminster para comentar mi informe. Entonces me había descrito la embarazosa entrevista de media hora que había mantenido con el rey, enterado de que llevaba semanas ocultándole la caótica situación del monasterio y los asesinatos cometidos en él, y de que el ayudante de un comisionado había desaparecido con la asesina de su predecesor. Puede que Enrique le hubiera calentado las orejas, como se rumoreaba que solía hacer; en cualquier caso, Cromwell me había tratado con aspereza y me había despedido sin darme las gracias, de lo que deduje que me había retirado su favor.