Aunque formalmente seguía ostentando el título de comisionado, mi presencia en San Donato carecía de objeto, pues los funcionarios de Desamortización se bastaban y sobraban para realizar el trabajo; en consecuencia, no podía evitar preguntarme si Cromwell me habría hecho volver al escenario de tan terribles sucesos como venganza por la media hora de rapapolvo real. Conociéndolo como lo conocía, no me habría extrañado en absoluto.
El juez Copynger, actual arrendatario de las antiguas tierras del monasterio, se encontraba a cierta distancia examinando planos con un desconocido. Me acerqué a él sorteando a un par de funcionarios de Desamortización que estaban formando una pira con los libros de la biblioteca.
– ¿Cómo estáis, comisionado? -me preguntó Copynger estrechándome la mano-. El tiempo ha mejorado mucho desde la última vez que os tuvimos entre nosotros.
– Desde luego. Casi estamos en primavera, aunque el viento que sopla del mar es frío. ¿Qué os parece la casa del abad?
– Me he instalado en ella muy cómodamente. El abad Fabián la mantenía en excelente estado. Cuando derriben el monasterio, tendré una vista espléndida del Canal -dijo señalando hacia el cementerio de los monjes, donde otra brigada se afanaba en retirar lápidas-. Allí voy a construir unos establos para mis caballos; he comprado toda la cuadra de los monjes a un precio muy razonable.
– Espero que no hayáis puesto a los hombres de Desamortización a hacer ese trabajo, sir Gilbert -le dije sonriendo.
Copynger acababa de recibir el título de lord; en Navidad, el rey en persona le había tocado el hombro con una espada. Ahora Cromwell necesitaba más que nunca hombres leales en los condados.
– No, no, esos hombres trabajan para mí -se apresuró a responder Copynger-. Lamento que no hayáis querido alojaros conmigo mientras permanecéis aquí -añadió mirándome con altivez.
– Este lugar me trae malos recuerdos. Estoy mejor en la ciudad; espero que lo comprendáis.
– Perfectamente, comisionado, perfectamente -respondió sir Gilbert asintiendo con condescendencia-. Pero espero que me hagáis el honor de cenar conmigo. Me gustaría enseñaros los planos que ha dibujado mi agrimensor, aquí presente; vamos a transformar algunos de los edificios auxiliares en cercados para las ovejas, en cuanto derriben los principales. Será todo un espectáculo, ¿no os parece? Sólo quedan unos días.
– Lo será, sin duda. Y, ahora, si me disculpáis… -dije inclinando la cabeza y alejándome mientras me arrebujaba en la capa para protegerme del viento.
Crucé la puerta que daba acceso al claustro. Las idas y venidas de innumerables botas habían dejado un rastro de barro en el suelo de la galería. El auditor de Desamortización había sentado sus reales en el refectorio, al que una incesante procesión de funcionarios acarreaba platos y estatuas policromadas, cruces de oro y tapices, copas, albas e incluso la ropa de cama de los monjes; en suma, todo lo que pudiera venderse en la subasta que se celebraría dos días más tarde.
Instalado en el centro de un refectorio despojado de todo su mobiliario pero atestado de cajones y arcas, de espaldas al crepitante fuego de la chimenea, William Glench comentaba con un escribiente una entrada de su libro de registro. Era un hombre alto y delgado que usaba lentes y tenía un carácter quisquilloso; ese invierno, Desamortización había reclutado todo un ejército de individuos como él. Me presenté, y Glench se levantó y me hizo una reverencia, no sin antes marcar la página del libro objeto de controversia.
– Veo que lo tenéis todo muy bien organizado -le dije. Glench asintió, orgulloso.
– Todo, comisionado, hasta el último cazo y la última sartén de la cocina.
Por un instante, su tono me recordó al hermano Edwig, y no pude evitar estremecerme.
– He visto que están haciendo una pira con los libros. ¿Es realmente necesario? ¿No podría sacarse algo por ellos?
– No, señor -respondió Glench moviendo la cabeza enérgicamente-. Hay que quemarlos todos; son instrumentos del culto papista. No hay ni uno en inglés liso y llano.
Me volví y abrí un arcón al azar. Estaba lleno de ornamentos sagrados. Cogí un cáliz de oro finamente labrado. Era uno de los que el tesorero había arrojado al estanque tras hacer lo propio con el cadáver de Orphan para hacer creer a todo el mundo que la chica era una ladrona. Lo hice girar entre mis manos.
– Eso no se venderá -dijo Glench-. Toda la plata y el oro se fundirá en la ceca de la Torre. Sir Gilbert quería comprar algunas de esas piezas. Dice que son trabajos finos, y tendrá razón, pero también son parafernalia del ceremonial papista. Parece mentira que no se dé cuenta.
– Sí, eso parece -murmuré devolviendo el cáliz al arcón.
En ese momento entraron dos hombres cargados con un enorme cesto, del que el escribano empezó a sacar hábitos.
– Deberían haberlos lavado -dijo el chupatintas-. Sacaríamos más.
– Os dejo -le dije a Glench, comprendiendo que estaba impaciente por volver al trabajo-. Aseguraos de que no os olvidáis de nada -añadí, y me tomé un instante para recrearme con la expresión ofendida que asomó a su rostro.
Crucé el patio del claustro en dirección a la iglesia, sin quitar ojo a los hombres que zascandileaban por el tejado, pues el suelo bajo los aleros estaba sembrado de tejas rotas. En la iglesia, la luz seguía entrando a raudales por las polícromas vidrieras, formando un calidoscopio de colores cálidos en el suelo de la nave. Pero ahora los muros y las capillas estaban desnudos. El sonido de los martillazos y de las voces del tejado se amplificaba a mi alrededor. En la cabecera de la nave, el suelo estaba levantado; un montón de losas destrozadas señalaba el lugar en el que había caído el hermano Edwig y en el que también debían de haber aterrizado las campanas cuando las soltaron de sus anillas. Levanté la cabeza hacia el cilindro vacío del campanario, recordando.
Al mirar por el cancel, vi que los facistoles y el enorme órgano habían desaparecido. Negué con la cabeza y me volví para marcharme.
Fue entonces cuando descubrí una figura encapuchada, sentada en un extremo del coro, con el rostro vuelto hacia el presbiterio. Por un instante, imaginé que el hermano Gabriel se había alzado de la tumba para llorar la desaparición de la obra de su vida y sentí un escalofrío de miedo supersticioso. De pronto, la figura se volvió, y casi solté un grito, porque durante unos segundos no vi ningún rostro bajo la capucha; al cabo, distinguí las delgadas y oscuras facciones del hermano Guy, que se levantó e inclinó la cabeza en mi dirección.
– ¡Hermano! Por un momento os he tomado por un fantasma… -le dije.
– En cierto modo lo soy -respondió el enfermero sonriendo con tristeza. Me acerqué a él, me senté y lo invité a imitarme-. Me alegra volver a veros -dijo-. Quería daros las gracias por la pensión, doctor Shardlake. Supongo que fuisteis vos quien me la consiguió.
– Después de todo, cuando Fabián fue declarado incapaz, vuestros hermanos os eligieron abad. Teníais derecho a una pensión más generosa, aunque sólo ejercierais el cargo durante unas semanas.
– Al prior Mortimus no le hizo ninguna gracia que me eligieran a mí en lugar de a él. ¿Sabíais que ha vuelto a trabajar como maestro, en Devon?
– Que Dios se apiade de sus alumnos.
– No sabía si aceptar una pensión tan abultada, considerando que los hermanos tienen que vivir con cinco libras al año. Pero rechazarla no habría servido para que a ellos les dieran más. Y con mi aspecto, las cosas no me van a resultar fáciles. Había pensado conservar mi nombre monástico, Guy de Maltón, en lugar de volver a usar mi apellido seglar, Elakbar… ¿Puedo hacerlo? Prescindiendo del «hermano», claro.