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Hace tanto tiempo que ha desaparecido la antigua misa que es difícil explicar la sensación de misterio que transmitía: el incienso, la solemne musicalidad del latín, el tintineo de la campanilla mientras el sacerdote alzaba el pan y el vino, convirtiéndolos, como creíamos todos, en la carne y la sangre de Jesucristo…

A lo largo de todo aquel año mi cabeza se había ido llenando de fervor religioso. Al contemplar los rostros de la congregación, serenos y respetuosos, había acabado por considerar a la Iglesia como una gran comunidad que incluía a vivos y muertos y, aunque sólo fuera por unas horas, transformaba a los fieles en el obediente rebaño del Gran Pastor. Yo me sentía llamado a servir a ese rebaño y me decía que, como sacerdote, podría ser un guía de mis semejantes y ganarme su respeto.

Sin embargo, el hermano Andrew no tardó en desengañarme el día en que, temblando por la trascendencia de lo que tenía que decir, fui a hablar con él a su pequeño despacho del fondo del aula. Era el final de la jornada; sentado a su escritorio, el hermano examinaba un pergamino con los ojos enrojecidos y el hábito manchado de tinta y comida. Tartamudeando, le dije que creía tener vocación y que deseaba estudiar para ordenarme.

Esperaba que me preguntara por mi fe, pero se limitó a hacer un gesto de desdén con una de sus regordetas manos.

– Tú nunca podrás ser sacerdote, muchacho -me dijo-. ¿No lo comprendes? No me hagas perder el tiempo con tonterías.

Sus blancas cejas se fruncieron con irritación. No se había afeitado; en sus rollizas y enrojecidas mejillas los cañones de la barba parecían escarcha.

– No lo entiendo, hermano. ¿Por qué no?

El canónigo suspiró, lanzándome una vaharada de alcohol a la cara.

– Señor Shardlake, sabéis por el Génesis que Dios nos hizo a su imagen y semejanza, ¿verdad?

– Desde luego, hermano Andrew.

– Para servir a su Iglesia tenéis que conformaros a esa imagen. Nadie con un defecto visible, aunque no sea más que un miembro atrofiado, y por supuesto nadie con una joroba tan grande como la vuestra, podrá ser sacerdote jamás. ¿Cómo vais a ofreceros de intercesor entre el común de la humanidad pecadora y la majestad de Dios, cuando vuestra forma es tan inferior a la de ambos?

Me sentí como si de pronto me hubieran cubierto de hielo.

– Eso no puede ser cierto. Es cruel.

– ¿Pones en duda las enseñanzas de la Santa Iglesia, muchacho? -gritó el hermano Andrew con el rostro lívido-. ¿Y tú quieres ser sacerdote? ¿Qué clase de sacerdote, un hereje lollardo?

Miré a aquel hombre repantigado en su sillón, con el hábito manchado de comida y la cara congestionada y sin afeitar.

– Debería parecerme a vos, ¿no es eso? -le espeté sin pensar.

El canónigo se levantó con un rugido y me abofeteó la oreja con todas sus fuerzas.

– ¡Maldito patán giboso! ¡Fuera de aquí!

Salí corriendo del despacho con los oídos zumbándome. El hermano Andrew estaba demasiado gordo para perseguirme (murió de un ataque fulminante un año después), y yo huí de la catedral y volví a casa renqueando por los caminos en penumbra, con el corazón destrozado. Cerca de la granja, me senté en una cerca y contemplé el ocaso de aquel día de primavera, una primavera que parecía burlarse de mí con su verde fecundidad.

Sentía que, si la Iglesia no me aceptaba, no tenía adonde ir, estaba solo.

Y, de pronto, mientras me hallaba sentado en la penumbra, Cristo me habló. Es lo que ocurrió, así que no hay otro modo de decirlo. Oí una voz dentro de mi cabeza, una voz que salía de mi interior pero que no era la mía. «No estás solo», dijo, y de improviso un inmenso calor, una sensación de amor y paz, inundó mi ser. No sé cuánto rato permanecí allí, respirando profundamente, pero ese momento cambió mi vida. El propio Cristo me había consolado de las palabras de una Iglesia que se suponía era la suya. Nunca había oído aquella voz y, aunque esa noche, mientras rezaba arrodillado, deseé que volviera a hablarme, y seguí deseándolo durante semanas, meses y años, nunca volví a oírla. Pero quizá una vez en la vida sea suficiente. Otros ni siquiera han tenido eso.

Partimos al rayar el alba, antes de que la aldea despertara. Yo continuaba de un humor sombrío, de modo que apenas hablamos. Había caído una fuerte helada, y la tierra y los árboles estaban blancos, pero afortunadamente, cuando abandonamos el pueblo y empezamos a avanzar entre los empinados ribazos del camino, seguía sin nevar.

Cabalgamos durante toda la mañana y las primeras horas de la tarde. Al fin, el bosque empezó a clarear y llegamos a una zona de campos de cultivo que se extendían hasta el pie de las South Downs. Tomamos un sendero que ascendía por la ladera, en la que pastaban ovejas de aspecto greñudo. Al llegar a la cima, el mar apareció a nuestros pies, salpicado de mansas olas grises. A nuestra derecha, un río serpenteaba entre promontorios hasta su desembocadura, en la que formaba una extensa marisma. En el borde del terreno pantanoso, se veía una pequeña ciudad y, a un cuarto de legua, rodeado por una alta muralla, se alzaba un conjunto de edificios de gastada piedra amarilla entre los que descollaba una espléndida iglesia normanda casi tan grande como una catedral.

– El monasterio de Scarnsea -murmuré.

_«E1 Señor nos ha traído sanos y salvos a través de nuestras tribulaciones» -citó Mark.

– Mucho me temo que no serán las últimas-repuse.

Cuando empezábamos a descender por la colma, el viento trajo del mar los primeros copos de nieve.

4

Bajamos por la ladera con precaución hasta el camino que conducía a la ciudad. Los caballos estaban nerviosos y cabeceaban asustados ante los copos que les caían en la cara. Afortunadamente, dejó de nevar en cuanto llegamos a Scarnsea.

– ¿Visitamos primero al juez? -me preguntó Mark.

– No, debemos llegar hoy al monasterio; si vuelve a nevar, tendremos que pasar la noche aquí.

Avanzamos por el empedrado de la calle principal, arrimados a la pared de los edificios para evitar que nos cayera encima el contenido de algún orinal. Los pisos superiores de las antiguas casas se inclinaban sobre la calzada. La madera y el yeso de muchas fachadas estaban podridos y las tiendas tenían un aspecto miserable. La poca gente con la que nos cruzábamos nos miraba con indiferencia.

Llegamos a la plaza mayor. En tres de sus lados se alzaban edificios tan deteriorados como los que acabábamos de ver, mientras que el cuarto estaba ocupado por un ancho muelle de piedra. Sin duda, en otros tiempos el mar había llegado hasta allí, pero ahora la plaza daba al barro y a los cañaverales de la marisma, que, inhóspita y sombría bajo el gris del cielo, despedía un olor a sal y podredumbre. Un canal, cuya anchura apenas permitía el paso de un barco pequeño, trazaba una larga cinta hasta el mar, una franja plomiza de un cuarto de legua de largo. En medio de la marisma, un grupo de hombres reforzaba las márgenes del canal con las piedras que descargaban de las alforjas de una reata de asnos.

Era evidente que había habido jolgorio hacía poco, porque en el otro extremo de la plaza se veía un grupo de mujeres parloteando junto al cepo municipal y el suelo estaba cubierto de frutas y verduras podridas. En medio del corro, sentada en un taburete, había una mujer gruesa de mediana edad y aspecto miserable, con los pies atrapados en el cepo, la ropa manchada de huevo y pulpa de frutas y la cabeza cubierta con un gorro triangular con la R de «regañona» pintarrajeada en él. Estaba bebiendo una jarra de cerveza que le había dado una de las mujeres y parecía de muy buen humor, pero tenía la cara amoratada y tumefacta y los ojos tan hinchados que apenas podía abrirlos. Al vernos, levantó la jarra y nos hizo una mueca. En ese momento, un grupo de niños cargados con calabazas podridas irrumpió en la plaza corriendo y riendo, y una de las mujeres se encaró con ellos.