– ¡Fuera de aquí! -les gritó con un acento tan cerrado y gutural como el de los rústicos-. La comadre Thomas ha aprendido la lección y dejará tranquilo a su marido. La soltarán dentro de una hora. ¡Fuera!
Los niños dieron media vuelta y se conformaron con lanzar insultos desde una distancia prudencial.
– Parece que aquí la gente es bastante civilizada -comentó Mark.
Asentí. En los cepos de Londres, lo habitual era hacer puntería a los dientes y los ojos del reo con afiladas piedras.
Abandonamos la ciudad y tomamos el camino del monasterio, que discurría entre las cañas y los charcos de agua estancada de la marisma. Me sorprendió que hubiera caminos en aquel inmundo lodazal, aunque, de no haberlos, los hombres y los animales que habíamos visto desde la plaza no habrían podido llegar hasta allí.
– En otros tiempos, Scarnsea era un puerto muy próspero -le expliqué a Mark-. La arena y el cieno han formado este marjal en unos cien años. No me extraña que la ciudad sea tan pobre; por el canal apenas puede navegar una barca.
– ¿De qué vive la gente?
– De la pesca y la ganadería. Y del contrabando con Francia, me atrevería a decir. Tienen que pagar rentas y alimentar a esos zánganos del monasterio. Scarnsea fue concedido como feudo a un caballero de Guillermo el Conquistador, el cual dio tierras a los benedictinos e hizo construir el monasterio, que fue pagado con impuestos ingleses, por supuesto.
El tañido de una campana resonó ensordecedoramente en el silencio de la marisma.
– Nos han visto llegar -dijo Mark, y se echó a reír.
– Tendrían que tener muy buena vista. A no ser que se trate de uno de sus milagros. ¡Por las llagas de Cristo, qué fuerte suenan!
Las campanadas, que parecían resonar en el interior de mi cráneo, continuaron mientras nos acercábamos a la muralla. Yo estaba agotado y mi dolor de espalda había ido en aumento a medida que avanzaba el día, de modo que iba medio tumbado sobre el ancho lomo de Chancery. Me erguí; tenía que imponer respeto en el monasterio desde el principio. Ahora podía apreciar las auténticas dimensiones del lugar. Los muros, recubiertos con piedras sujetas con yeso, tenían cuatro varas de altura y las fachadas laterales se extendían desde el camino hasta el borde de la marisma. Las puertas estaban protegidas por una gran torre normanda; cuando nos acercábamos a ella, vimos salir un carro tirado por dos grandes percherones, cargado con barriles. Detuvimos los caballos para dejarlo pasar, y el carretero se llevó la mano a la gorra y continuó traqueteando hacia la ciudad.
– Cerveza -comenté.
– ¿Barriles vacíos? -preguntó Mark.
– No, llenos. La destilería del monasterio tiene la prerrogativa de proveer de cerveza a la ciudad. Al precio que fijen ellos. Está en la carta fundacional de la ciudad.
– De modo que, si alguien se emborracha, lo hace con cerveza santa…
– Es algo bastante habitual. Los fundadores normandos les facilitaban la vida a los monjes a cambio de que rezaran por sus almas a perpetuidad. Todo el mundo salía ganando, menos los que lo pagaban todo. ¡Gracias a Dios que han parado las campanas! -exclamé, y respiré hondo-. Bueno, entremos. Mantente callado y haz lo que yo haga.
Nos acercamos a la torre de entrada, un edificio imponente adornado con relieves de animales heráldicos. Las puertas estaban cerradas. Al levantar la cabeza, vi una cara asomada a la ventana del primer piso, donde vivía el portero, que se ocultó rápidamente. Desmonté y aporreé un portillo practicado en el muro. Al cabo de unos instantes, un individuo alto y corpulento, con la cabeza tan pelada como un huevo y un grasiento delantal de cuero atado a la cintura, apareció en el umbral y nos miró con cara de pocos amigos.
– ¿Qué buscáis aquí?
– Soy el comisionado del rey. Haz el favor de llevarnos ante el abad -respondí con sequedad.
El hombre nos miró con suspicacia.
– No esperamos a nadie. Esto es un monasterio de clausura. ¿Tenéis papeles?
Me metí la mano bajo la ropa y le tendí mi documentación. -El monasterio de San Donato Ascendente de Scarnsea es una casa benedictina, no un monasterio de clausura. La gente puede entrar y salir a conveniencia del abad. A no ser que nos hayamos equivocado de monasterio… -añadí con sorna. El botarate miró los papeles, luego a mí y me los devolvió. Era evidente que no sabía leer-. Me los has adornado con un par de buenos manchones, amigo. ¿Cómo te llamas?
– Bugge -murmuró el portero-. Veré si el abad puede recibiros… -dijo apartándose y dejando que entráramos con los caballos a un amplio espacio bajo los pilares que sostenían la torre-. Tened la bondad de esperar.
Asentí, y el hombre dio media vuelta y se alejó corriendo. Pasé entre los pilares y eché un vistazo al patio. Frente a mí se alzaba la espléndida iglesia del monasterio, sólidamente construida con piedra blanca que el tiempo había amarilleado. Como el resto de los edificios, era de caliza francesa y estilo normando, con anchos ventanales, en contraposición al gusto contemporáneo por las ventanas altas y estrechas y los arcos que se elevan hacia el cielo. A pesar de sus proporciones -noventa varas de largo con torres gemelas de treinta varas de altura- producía una impresión de maciza solidez, de enraizamiento en la tierra.
A la izquierda, pegados a la muralla, se alineaban los edificios auxiliares: el taller de cantería, los establos, la destilería… El patio bullía con una actividad que me resultaba familiar de la época de Lichfield; proveedores y criados iban de aquí para allá parándose a conversar con monjes tonsurados y vestidos con negros hábitos de benedictinos; hábitos de buena lana, advertí, bajo los que asomaban cómodos zapatos de cuero. El suelo era de tierra apisonada y cubierta con paja. Por todas partes se veían enormes perros de caza ladrando y orinando contra las paredes. Como de costumbre, el ambiente era más propio de un mercado que de un recoleto refugio del mundo.
A la derecha de la iglesia se encontraban los edificios claustrales en los que vivían y oraban los monjes. La esquina de la muralla estaba ocupada por un edificio independiente de una sola altura, con un hermoso herbario de plantas cuidadosamente apuntaladas y etiquetadas en la parte delantera. Supuse que era la enfermería.
– Bueno, ¿qué opinas ahora de los monasterios? -pregunté volviéndome hacia Mark.
El muchacho le propinó una patada a un perro que se le había acercado enseñándole los dientes. El animal retrocedió y ladró con furia.
– No me lo imaginaba tan grande. Podría cobijar a doscientos hombres durante un asedio.
– Buena observación. Lo construyeron para cien monjes y cien criados. Ahora, según la Comperta, todo esto, los edificios, las tierras, los privilegios, lo disfrutan treinta monjes, con sesenta criados, que viven de las rentas.
– Han advertido nuestra presencia, señor -murmuró Mark.
En efecto, los persistentes ladridos del animal habían atraído hacia nosotros las miradas de todo el patio, miradas hostiles que iban de un lado a otro entre murmullos. Sin embargo, un monje alto y delgado, que estaba apoyado en un bastón junto al muro de la iglesia, nos miraba con insistencia. Su blanco hábito y el largo escapulario que le colgaba del cuello contrastaban con el negro riguroso de los benedictinos.
– Parece que es un cartujo -murmuré.
– Creía que habían cerrado todas las casas de esa orden y ejecutado a la mitad de los monjes por traición.
– Y creías bien. ¿Qué hará aquí?
Oí toser a mis espaldas. El portero había vuelto acompañado por un monje bajo y rechoncho de unos cuarenta años. La franja de pelo que rodeaba su tonsura era castaña con hebras grises y la dureza de su rubicundo rostro quedaba atenuada por las redondeces y adiposidades de la buena vida. La insignia cosida a la pechera del hábito representaba una llave. Tras él, había un muchacho pelirrojo de aspecto nervioso vestido con el hábito gris de los novicios.