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– ¿No es un poco tarde para vísperas?

– Un poco. Ayer fue el Día de Difuntos, y los monjes lo pasaron en la iglesia.

– Cada monasterio tiene su propio horario, más cómodo que el establecido por san Benito -dije moviendo la cabeza.

El prior asintió muy serio.

– Lord Cromwell tiene razón cuando dice que hay que disciplinar a los monjes. Yo procuro hacerlo, en la medida de mis posibilidades.

Seguimos el muro de los dormitorios de los monjes y entramos en el amplio herbario que había visto horas antes. La enfermería adyacente era mayor de lo que había supuesto. El prior hizo girar el anillo de hierro de la pesada puerta y nos acompañó al interior.

Ante nosotros se extendía una sala alargada con una hilera de camas a cada lado, ampliamente espaciadas y vacías en su mayoría, lo que me recordó cuánto había disminuido el número de benedictinos; aquella comunidad sólo habría necesitado una enfermería tan grande en su mejor momento, antes de la Gran Peste. No había más que tres camas ocupadas, en los tres casos por ancianos en camisón. Sentado en la primera, un rollizo y rubicundo monje comía frutos secos y nos observaba con curiosidad. El ocupante de la siguiente no miraba en nuestra dirección; cuando estuvimos más cerca vi que tenía los ojos blancos como la leche y comprendí que las cataratas lo habían dejado ciego. En la tercera, un hombre de edad muy avanzada y con el rostro consumido y arrugado como una pasa murmuraba palabras ininteligibles, semiinconsciente. Una figura con cofia blanca y el hábito azul de los criados le enjugaba la frente con un paño inclinada sobre la cama. Para mi sorpresa, era una mujer.

Al fondo de la sala, sentados alrededor de una mesa junto a un pequeño altar, media docena de monjes, con el brazo vendado tras una sangría, jugaban a las cartas. Al advertir nuestra presencia, se volvieron y nos miraron con desconfianza. La mujer también se volvió, y vi que era joven, tenía poco más de veinte años. Era alta y delgada, de formas rotundas y rostro anguloso, con facciones pronunciadas y prominentes mejillas. Más que guapa, resultaba atractiva. Se acercó estudiándonos con sus inteligentes ojos azul oscuro, que bajó humildemente en el último momento.

– El nuevo comisionado del rey quiere ver al hermano Guy -dijo el prior en tono perentorio-. Se alojarán aquí. Hay que prepararles una habitación.

Por un instante, el monje y la joven cruzaron una mirada hostil. Luego, ella asintió e hizo una reverencia. -Sí, hermano.

La joven se alejó y desapareció por un puerta que había al lado del altar. La firmeza y el garbo de sus movimientos tenían poco que ver con los desgarbados andares de una fregona.

– Una mujer dentro del monasterio… -murmuré-. Eso va contra las ordenanzas.

– Tenemos dispensa, como otras muchas casas, para emplear mujeres en la enfermería. La suave mano de una fémina con conocimientos de medicina… Aunque no creo que pueda esperarse mucha suavidad de las manos de esa descarada. Tiene aires de grandeza. El enfermero es demasiado blando con ella…

– ¿El hermano Guy?

– El hermano Guy de Maltón, aunque no es de Maltón, como enseguida comprobaréis.

La joven volvió al cabo de unos instantes. -Os acompañaré a su despacho, señores. Hablaba con el acento del país y tenía una voz grave y aterciopelada.

– Entonces, os dejo -dijo el prior, tras lo cual inclinó la cabeza y desapareció.

La joven estaba admirando la ropa de Mark, que se había puesto sus mejores galas para el viaje y, bajo la capa forrada de piel, llevaba una chaqueta azul sobre una blusa amarilla entre cuyos faldones asomaba la aparatosa bragueta. Sus ojos se alzaron hacia el rostro del muchacho, que solía atraer las miradas de las mujeres, pero en los ojos de la joven me pareció captar una inesperada tristeza. Mark le lanzó una sonrisa encantadora, y ella se puso roja.

– Por favor, indícanos el camino -dije agitando la mano.

La seguimos hasta un angosto y oscuro pasillo flanqueado de puertas, una de las cuales estaba abierta y dejaba ver a un monje sentado en una cama.

– ¿Eres tú, Alice? -preguntó al vernos pasar con voz quejumbrosa.

– Sí, hermano Paul -respondió la joven con suavidad-. Enseguida estoy con vos.

– Me han vuelto los temblores.

– Os traeré un poco de vino caliente.

Tranquilizado, el anciano sonrió, y la joven siguió avanzando por el pasillo.

– Éste es el despacho del hermano Guy, señores -dijo al llegar ante otra puerta.

Al detenerme, rocé con la pierna una jarra que había junto a la puerta. Para mi sorpresa, estaba caliente, y me incliné para echarle un vistazo. Estaba llena de un líquido oscuro y espeso. Lo olí y me aparté bruscamente.

– ¿Qué es esto? -le pregunté a la muchacha, mirándola asombrado.

– Sangre, señor. Sólo sangre. El enfermero está practicando la sangría de invierno a los monjes. Guardamos la sangre; ayuda a crecer las hierbas.

– Jamás había oído semejante cosa. Creía que los monjes, incluidos los enfermeros, tenían prohibido derramar sangre del modo que fuera. ¿No viene un barbero a sangrar a la gente?

– Como médico titulado, el hermano Guy tiene dispensa, señor. Dice que en el lugar del que procede conservar la sangre es una práctica muy común. Os pide que esperéis unos minutos; acaba de empezar a sangrar al hermano Timothy.

– Muy bien. Gracias. ¿Te llamas Alice?

– Alice Fewterer, señor.

– Entonces, dile al hermano que esperaremos, Alice. No deseamos que su paciente se desangre.

La joven inclinó la cabeza y se alejó haciendo resonar los tacones de madera contra las losas de piedra.

– Una joven agraciada -comentó Mark.

– Desde luego. Qué trabajo tan extraño para una mujer… Creo que le ha hecho gracia tu bragueta, y no me extraña.

– No me gustan las sangrías -dijo Mark cambiando de tema-. La única que me hicieron me dejó tan débil como un recién nacido durante días. Pero dicen que equilibran los humores.

– A mí, Dios me ha dado un humor melancólico y no creo que una sangría pueda cambiarlo. Pero veamos qué tenemos aquí.

Me solté la anilla con las llaves del cinturón y las examiné a la débil luz del candil de la pared hasta que descubrí una en la que se leía «Enf». La introduje en la cerradura y abrí la puerta a la primera.

– ¿No deberíamos esperar, señor? -preguntó Mark.

– No hay tiempo para andar con cumplidos -le respondí descolgando el candil-. Ahora tenemos la oportunidad de saber algo sobre el hombre que encontró el cadáver.

La habitación, encalada y limpia, era pequeña y estaba saturada de un penetrante olor a hierbas. Vimos una camilla cubierta con una sábana inmaculada y manojos de hierbas colgados de clavos junto a los cuchillos de cirujano. En una de las paredes laterales había una compleja carta astral y, en la de enfrente, una gran cruz de madera oscura de estilo español, con un Cristo de alabastro que sangraba por sus cinco llagas. Sobre el escritorio, que estaba situado bajo una alta ventana, había pequeños montones de papeles cuidadosamente ordenados y sujetos con piedras de caprichosas formas. Se veían recetas y diagnósticos escritos en inglés y en latín.

Me acerqué a los anaqueles y eché un vistazo a los botes y tarros, escrupulosamente etiquetados en latín. Al abrir la tapa de uno de ellos, descubrí que contenía negras y lustrosas sanguijuelas, que se removieron al sentir la luz. Todo era como cabía esperar: margaritas secas para la fiebre, vinagre para los cortes profundos y jugo de estramonio para el dolor de oído.

En un extremo del estante más alto había tres libros. Dos de ellos estaban impresos: uno era de Galeno y el otro de Paracelso, ambos en francés. El tercero, encuadernado con tapas de cuero repujado, era un manuscrito con extraños signos llenos de picos y rizos.

– Mira esto, Mark.

– ¿Qué es, algún código médico? -preguntó el chico mirando por encima de mi hombro.

– No lo sé.

Yo había permanecido atento por si oía ruido de pisadas, pero la educada tos que sonó a nuestras espaldas me hizo dar un respingo.