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– Milord, estoy tan en contra del papado como siempre.

Mientras pronunciaba estas palabras, pensé en todos los que, interrogados sobre su lealtad, le habrían dado la misma respuesta. Sentí una punzada de miedo y procuré respirar despacio para tranquilizarme, esperando que no lo advirtiera.

Lord Cromwell asintió lentamente.

– Tengo un trabajo para ti -dijo al cabo de unos instantes-, un trabajo adecuado a tu talento. El futuro de la Reforma podría depender de él -afirmó inclinándose hacia el escritorio para coger un cofrecillo y mostrármelo. En su interior, en el centro de una pequeña bandeja de plata primorosamente labrada, había un frasquito de cristal con un polvo rojo-. Esto -murmuró el vicario general- es la sangre de san Pantaleón, que fue decapitado por los paganos. Procede de Devon. Se supone que el día del santo se licuaba. Todos los años acudían a presenciar el milagro centenares de devotos, arrastrándose sobre pies y manos y pagando por el privilegio de verlo con sus propios ojos. Fíjate bien. -Lord Cromwell dio la vuelta al cofre-. ¿Ves este agujerito en la parte de atrás? Pues la pared a la que estaba arrimado tenía otro igual, por el que un monje introducía gotitas de agua coloreada con una pajita. Y, ¡oh, sorpresa!, la sangre del santo, o mejor el polvo de almagre, se licuaba.

Me incliné hacia el cofrecillo y tenté el orificio con el dedo.

– Había oído hablar de fraudes parecidos.

– Ésta es la verdad que pregonan en los monasterios. Fraude, idolatría, codicia y secreta lealtad al obispo de Roma. -Lord Cromwell giró la reliquia en su mano, y las minúsculas escamas rojas resbalaron por la pared del frasco-. Los monasterios son un cáncer en el corazón del reino, y no descansaré hasta extirparlo.

– Algo hemos adelantado. Los pequeños conventos ya han desaparecido.

– Eso apenas ha arañado la superficie, aunque nos ha proporcionado algún dinero, el suficiente para animar al rey a hacer lo mismo con los grandes, en los que hay auténticos tesoros. Doscientos monasterios, que poseen la sexta parte de la riqueza del país.

– ¿De verdad es tanto?

Lord Cromwell asintió.

– ¡Ya lo creo! Sin embargo, después de la rebelión del pasado invierno, con veinte mil rebeldes acampados en el Don pidiendo que les fueran devueltos sus monasterios, tengo que actuar con cautela. El rey no quiere más cesiones a la fuerza, y tiene razón. Lo que necesito, Matthew, son cesiones voluntarias.

– Pero ellos nunca se avendrán a…

El vicario general esbozó una sonrisa astuta.

– Hay muchas formas de matar a un cerdo. Ahora, escúchame con atención. Esta información es secreta. -Lord Cromwell se inclinó hacia mí y siguió hablado en voz baja-: Hace dos años, cuando ordené inspeccionar los monasterios, me aseguré de anotar cuidadosamente todo lo que pudiera perjudicarlos -dijo, indicando los cajones de los anaqueles con un movimiento de cabeza-. Todo está ahí. Sodomía, fornicación, predicación desleal, bienes vendidos en secreto… Además, cuento con informadores dentro de los monasterios. -El vicario general sonrió tétricamente-. Podría haber hecho ejecutar a diez abades en Tyburn, pero he preferido esperar, mantener la presión, promulgar leyes cada vez más estrictas que no tienen más remedio que cumplir. Los tengo aterrorizados. -Volvió a sonreír y, de pronto, lanzó la reliquia al aire y la cogió mientras caía. Luego la dejó sobre los documentos-. He convencido al rey para que me permita ejercer una presión especial sobre una docena de monasterios. En las dos últimas semanas, he enviado hombres cuidadosamente escogidos para que dieran a elegir a los abades entre la cesión voluntaria, con pensiones para todos y especialmente generosas para ellos, o el enjuiciamiento. Lewes, con sus sermones desleales; Titchfield, cuyo prior nos ha enviado información muy jugosa sobre sus hermanos; Peterborough… Cuando haya arrancado la cesión voluntaria a unos cuantos, los demás comprenderán que han perdido la partida y se irán pacíficamente. He seguido las negociaciones de cerca, y todo iba bien… hasta ayer -puntualizó cogiendo una carta del escritorio-. ¿Has oído hablar del monasterio de Scarnsea?

– No, milord.

– No es extraño. Se trata de un monasterio benedictino situado en un viejo y cenagoso puerto del Canal, en el límite entre Kent y Sussex. En él hay monjes sospechosos de sodomía y, según el juez de paz, que es de los nuestros, el abad está vendiendo tierras por debajo de su valor. La semana pasada envié allí a Robin Singleton para ver qué podía sacar en limpio.

– Conozco a Singleton -le dije-. Me he enfrentado a él en los tribunales. Todo un carácter, aunque tal vez no sea el mejor abogado del mundo -añadí tras una vacilación.

– Lo sé, pero lo que me interesaba era su carácter. Había pocas pruebas concretas, y quería ver qué conseguía arrancarles. Hice que lo acompañara un canonista, un viejo reformista de Cambridge llamado Lawrence Goodhaps, para que lo asesorara. -Lord Cromwell rebuscó entre los documentos y me tendió una carta por encima del escritorio-. Esta carta de Goodhaps llegó ayer por la mañana.

La misiva estaba escrita con letra apretada en una hoja de papel arrancada de un libro de contabilidad.

Milord:

Os escribo apresuradamente y envío esta carta con un muchacho de la ciudad, pues no confío en nadie de aquí. Mi señor Singleton ha sido brutalmente asesinado en el interior mismo del monasterio, de un modo terrible por demás. Lo han encontrado esta mañana en la cocina, en medio de un charco de sangre, con la cabeza cortada limpiamente. Yo creo que ha tenido que ser obra de algún enemigo de Su Señoría, pero aquí todos lo niegan. La iglesia ha sido profanada y la Gran Reliquia del Buen Ladrón, con sus uñas ensangrentadas, ha desaparecido. Se lo he comunicado al juez Copynger y hemos conminado al abad a guardar silencio. Tememos las consecuencias si esto trascendiera.

Por favor, milord, enviadme ayuda y decidme qué debo hacer.

Lawrence Goodhaps

– ¿Un comisionado, asesinado?

– Eso parece.

– Pero, si hubiera sido un monje, eso sólo acarrearía la ruina al monasterio.

Cromwell asintió.

– Lo sé. Ha debido de ser obra de algún demente, algún loco enclaustrado que nos odia más de lo que nos teme. Pero ¿comprendes las consecuencias? Estoy intentando obtener la cesión voluntaria de esos monasterios como precedente para el resto. Las leyes y las costumbres inglesas se basan en el precedente.

– Y esto es un precedente de otro tipo.

– Exacto. La autoridad del rey por los suelos, literalmente. El viejo Goodhaps acertó al ordenar que este asunto se mantuviera en secreto. Si lo ocurrido trascendiera, imagínate qué ejemplo daría a los fanáticos y los lunáticos de todos los conventos del país.

– ¿Lo sabe el rey?

El vicario general volvió a mirarme con dureza.

– Si se lo digo, la situación explotará. Lo más probable es que envíe soldados y haga ahorcar al abad de lo alto del campanario. Y eso daría al traste con mi estrategia. Necesito resolver esto rápida y silenciosamente. -Comprendí adonde quería ir a parar y cambié de posición en el asiento, porque empezaba a dolerme la espalda-. Te quiero allí, Matthew, enseguida. En mi calidad de vicario general, te otorgaré plenos poderes como comisionado para dar cualquier orden y acceder a cualquier lugar.

– ¿No es una tarea más adecuada para un comisionado con experiencia, milord? Nunca he tratado oficialmente con monjes.

– Pero te educaste con ellos y los conoces bien. Mis comisionados son hombres decididos, pero no se distinguen por su tacto, y este asunto exige delicadeza. Puedes confiar en el juez Copynger. No lo conozco, pero nos hemos escrito, y es un reformista convencido. Nadie más en la ciudad debe saberlo. Afortunadamente, Singleton no tenía familia, así que no tendremos que lidiar con parientes.

Respiré hondo.

– ¿Qué sabemos de ese monasterio?

Lord Cromwell abrió un libro enorme. Era un ejemplar de la Comperta, el informe sobre las inspecciones de los monasterios que se habían llevado a cabo hacía dos años y cuyas partes más jugosas habían sido leídas en el Parlamento.