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– Es una gran fundación normanda de hermosos edificios y bien dotada de tierras. Viven sólo treinta monjes, con un mínimo de sesenta criados. Como buenos benedictinos, saben vivir. Según el visitador, la iglesia está escandalosamente recargada y llena de santos de escayola, y tiene, o más bien tenía, lo que se considera una reliquia del Buen Ladrón que fue crucificado con Nuestro Señor: una mano clavada en un trozo de madera perteneciente a su cruz. Al parecer, la gente acudía desde muy lejos para verla. Se suponía que curaba a los tullidos.

– Presumiblemente, la reliquia que menciona Goodhaps.

– Sí. Mis visitadores descubrieron un nido de sodomitas en el monasterio, cosa nada infrecuente en esas inmundas covachas. El antiguo prior, que era el principal culpable, fue expulsado. La nueva ley castiga la sodomía con la muerte, lo que supone un buen argumento como medida de presión. Quería que Singleton recavara información a ese respecto y que investigara las ventas de tierras de las que Copynger me hablaba en sus cartas.

– Ruedas dentro de ruedas -murmuré tras unos instantes de reflexión-. Complicado.

Lord Cromwell asintió.

– Lo es. Por eso necesito a alguien astuto. He ordenado que envíen a tu casa tu nombramiento, con las partes más relevantes de la Comperta. Quiero que te pongas en camino a primera hora de la mañana. Esta carta es de hace tres días, y puede que emplees otros tantos en llegar allí. En esta época del año, el Weald suele ser un cenagal.

– Hasta ahora el otoño ha sido seco. Puede que me basten dos días.

– Bien. No lleves criados. No se lo digas a nadie, excepto a Mark Poer. ¿Sigue viviendo contigo?

– Sí. Se ha ocupado de mis asuntos durante mi ausencia.

– Quiero que te acompañe. He oído que tiene una mente despierta, y podrías necesitar un par de brazos fuertes.

– Pero, milord, puede ser peligroso. Y, para seros franco, Mark no tiene mucho celo religioso. No entenderá lo que está en juego.

– No es necesario. Basta con que sea leal y haga lo que le ordenes. Esto podría ayudar al joven señor Poer a ganarse su vuelta a los tribunales, después de aquel escándalo.

– Cometió una estupidez. Debería haber comprendido que alguien de su posición no puede relacionarse con la hija de un caballero -suspiré-. Pero es joven.

Lord Cromwell gruñó a modo de asentimiento.

– Si el rey se hubiera enterado de lo que hizo, lo habría hecho azotar. Por otra parte, fue una muestra de ingratitud hacia ti, que le habías conseguido el trabajo.

– Era un compromiso familiar, milord; un compromiso importante.

– Si cumple bien esta misión, tal vez le pida a Rich que le permita volver a su puesto de escribiente, el mismo que le conseguí a petición tuya… -añadió significativamente.

– Gracias, milord.

– Ahora tengo que ir a Hampton Court. Debo intentar convencer al rey de que se ocupe de los asuntos de estado. Matthew, asegúrate de que no corra la voz y censura las cartas del monasterio. -Se levantó, dio la vuelta al escritorio y me rodeó el hombro con los brazos mientras me ponía en pie. Era una indudable muestra de favor-. Encuentra al culpable lo antes posible, pero sobre todo actúa con discreción. -Sonrió, se inclinó sobre el escritorio y me tendió una cajita dorada. En su interior había otro diminuto frasquito de forma esférica por cuyas paredes resbalaba un líquido blanquecino-. Cambiando de tema, ¿qué opinas de esto? Tal vez seas capaz de descubrir cómo está hecho. Yo no puedo.

– ¿Qué es?

– Llevaba cuatrocientos años en el convento de Bilston. Dicen que es leche de la Virgen María. -No pude reprimir una exclamación de asco, y Cromwell se echó a reír-. Me pregunto cómo harían para explicar que alguien pudiera conseguir leche de la Virgen María… Pero, para que se conserve líquida, deben de haberla reemplazado recientemente; esperaba encontrar un agujerito parecido al otro, pero parece perfectamente sellado. ¿Qué opinas tú? Mira, usa esto.

Lord Cromwell me tendió una lupa de joyero, con la que examiné la cajita en busca de algún diminuto agujero, pero no conseguí encontrarlo. Luego, presioné y hurgué esperando descubrir un resorte oculto. En vano.

– No lo entiendo. Parece completamente sellado.

– Lástima. Quería enseñárselo al rey, le habría hecho gracia.

Me acompañó hasta la puerta y la abrió sin dejar de estrecharme los hombros, para que los escribientes vieran que gozaba de su favor. Al salir del despacho, mis ojos volvieron a posarse en las dos calaveras, en cuyas órbitas vacías jugaba la luz de las velas. Con el brazo de mi señor aún sobre los hombros, no pude reprimir un escalofrío.

2

Por suerte, cuando salí de Westminster había dejado de llover. Cabalgué despacio hacia mi casa en la creciente penumbra del atardecer. Las palabras de lord Cromwell habían conseguido asustarme. Comprendí que me había acostumbrado a gozar de su favor, y la idea de perderlo me helaba la sangre; sin embargo, lo que más me intranquilizaba era su insinuación sobre mi falta de lealtad. Debía tener cuidado con lo que decía en los tribunales.

Aquel mismo año había comprado una espaciosa casa en Chancery Lañe, la amplia avenida que lleva el nombre del tribunal del rey y el de mi caballo. Era un hermoso edificio de piedra con las ventanas acristaladas, por el que había pagado una suma considerable. Joan Woode, mi ama de llaves, me abrió la puerta. La bondadosa y enérgica viuda, que llevaba conmigo algunos años, me recibió calurosamente. Le gustaba mimarme, lo que no me molestaba en absoluto, aunque a veces se excediera en sus atribuciones.

Estaba hambriento, de modo que, aunque era temprano, le dije que preparara la cena y entré en la sala. Estaba orgulloso de aquella habitación, cuyos paneles había hecho decorar con una clásica escena campestre que me había costado una fortuna. En la chimenea ardía un buen fuego y, ante ella, sentado en un taburete, estaba Mark, con un aspecto que me sorprendió. Se había quitado la camisa y, con el blanco y musculoso torso al aire, cosía unos botones de ágata adornados con un complicado dibujo. Tenía una docena de agujas con sus respectivos hilos clavadas en la bragueta, tan aparatosa como las que se llevaban entonces. Tuve que hacer un esfuerzo para no echarme a reír.

Como de costumbre, me sonrió de oreja a oreja enseñando los dientes, que tenía sanos aunque algo grandes para el tamaño de su boca.

– Señor… Sabía que habíais llegado. Un mensajero de lord Cromwell ha traído un paquete para vos y me ha dicho que habíais vuelto. Perdonad que no me levante, pero no me gustaría clavarme una de estas agujas.

A pesar de la sonrisa, su mirada era cautelosa; sin duda, había deducido que si yo venía de ver a Cromwell, era muy probable que su situación hubiera salido a relucir.

Me limité a gruñir. Advertí que llevaba el pelo muy corto. El rey Enrique se lo había cortado al rape para disimular su creciente calvicie y había ordenado que toda la corte hiciera lo mismo, por lo que se había convertido en moda. El nuevo estilo favorecía a Mark, pero yo había decidido seguir llevando melena, porque disimulaba mis facciones angulosas.

– ¿No podía coserte eso Joan?

– Ha estado ocupada preparando vuestra llegada.

Cogí el volumen que descansaba sobre la mesa.

– Veo que has estado leyendo mi Maquiavelo…

– Dijisteis que podía hacerlo.

– ¿Y te gusta? -le pregunté, dejándome caer en mi mullido sillón con un suspiro.

– No demasiado. Aconseja a su príncipe que emplee la crueldad y el engaño.

– Cree que esas cosas son necesarias para gobernar bien, y que las exhortaciones a la virtud de los escritores clásicos olvidan las realidades de la vida. «Si un gobernante que desea actuar con rectitud está rodeado de hombres sin escrúpulos, su caída es inevitable.» Mark cortó un trozo de hilo con los dientes. -Es una sentencia amarga.