– Eso es lo que me contó. Y otras cosas, aunque creo que se trataba de patrañas para confundirme.
El hermano Guy no respondió. Me levanté y, al hacerlo, sentí Una punzada en la espalda y tuve que agarrarme a la mesa con una i mueca de dolor.
– ¿Qué os ocurre?
– Me he hecho daño al levantarme -respondí, e inspiré con fuerza varias veces-. Ahora me dolerá durante días. -Le sonreí con amargura-. Ambos estamos acostumbrados a que la gente nos mire como a bichos raros, ¿verdad, hermano? Pero al menos vuestro aspecto es un fenómeno natural y no os causa dolor. Y hay una tierra donde es normal.
Mark se había puesto otra camisa y otras calzas y estaba sentado en mi cama con expresión sombría.
– ¿Te encuentras bien? -le pregunté con hosquedad.
– Sí, señor -respondió Mark asintiendo con la cabeza-. Esa pobre chica…
– Lo sé. Siento haberte hecho pasar por ese trago. Ha sido una impresión terrible. No imaginaba…
– No. Nadie podía imaginar algo así… -Mark, tenemos que dejar a un lado nuestras… diferencias. Perseguimos el mismo objetivo, creo yo, encontrar al brutal asesino que está actuando en este lugar.
– Por supuesto, señor -respondió Mark al instante-. ¿Cómo podéis dudar de eso?
– No lo dudo, no lo dudo. Escucha, he estado pensando. El único motivo para arrojar al estanque el hábito de Gabriel es que estuviera manchado de sangre. El asesino lo llevaba puesto cuando mató a Singleton y lo arrojó al estanque con la espada.
– Sí, pero… ¿vos podéis creer que el hermano Gabriel es un asesino? -Mark sacudió la cabeza.
– ¿Por qué no? ¿Por qué no pudo ser él? Creía que lo despreciabas por sodomita…
– Y así es -admitió Mark-. Pero… no me lo imagino asesinando a nadie -repuso tras pensar unos instantes-. Parece un hombre de… fuertes afectos, si podemos llamarlos así, pero no alguien capaz de hacer daño deliberadamente. Ni lo bastante resuelto para matar.
– ¡Te aseguro que cuando quiere puede ser muy resuelto! Y es un hombre de afectos muy fuertes, sí. Violentos, diría yo. Y donde hay afectos violentos también puede haber odios violentos.
Mark volvió a negar con la cabeza.
– No consigo imaginármelo. Creedme, no es empecinamiento, pero no me imagino al hermano Gabriel asesinando a nadie.
– Sí, a mí ha llegado a inspirarme lástima, incluso simpatía, pero no podemos examinar estas cosas basándonos en emociones. Tenemos que emplear una lógica fría. ¿Cómo podemos saber si alguien es capaz o no de asesinar cuando sólo hace unos días que lo conocemos? Especialmente en este sitio, donde el peligro agudiza y distorsiona todos nuestros sentidos.
– Sigo sin imaginármelo, señor. Parece tan… blando.
– Según esa lógica, podríamos acusar al hermano Edwig basándonos en que es un ser despreciable, más parecido a un balance andante que a un hombre. También está lleno de engaños, y de lujuria, según parece. Pero eso no nos permite afirmar que es un asesino.
– Cuando mataron a Singleton, él estaba ausente.
– Pero Gabriel no. Y, en su caso, puedo ver una cadena de motivos. No, debemos dejar a un lado las emociones.
– Como queréis que haga con Alice…
– No es el momento de discutir eso. Bueno, ¿me acompañas a hablar con Gabriel?
– Por supuesto. Tengo tantas ganas de atrapar a ese asesino como vos, señor.
– Bien. Entonces vuelve a ceñirte la espada. Dejaremos la otra aquí, pero nos llevaremos el hábito. Escúrrelo un poco en la jofaina. Iremos a comprobar si nuestras especulaciones tienen fundamento.
21
Cuando salimos al exterior, tenía el corazón palpitante, pero la mente clara. Era bien pasado mediodía, y en el neblinoso cielo el sol empezaba a declinar; era uno de esos grandes soles invernales a los que se puede mirar directamente, pues es como si les hubieran arrebatado el fuego. Y, con aquel frío, era lo que parecía.
El hermano Gabriel estaba sentado en la nave de la iglesia con el viejo monje al que había visto copiando un manuscrito en la biblioteca. Examinaban un gran montón de volúmenes antiguos. Al acercarnos, levantaron la cabeza, y los ojos de Gabriel nos miraron alternativamente con inquietud.
– ¿Más libros antiguos, hermano? -le pregunté.
– Son nuestros libros de coro, señor, con las anotaciones musicales. No los imprimen, de modo que cuando se estropean no tenemos más remedio que copiarlos.
Cogí uno de los volúmenes. Las páginas eran de pergamino; las palabras latinas, escritas con signos fonéticos y salpicadas de notas musicales, pertenecían a salmos y oraciones diferentes para cada día del calendario; los largos años de uso habían descolorido la tinta.
– Tengo que haceros algunas preguntas, hermano -dije, depositando el libro en un banco y volviéndome hacia el anciano-. ¿Os importaría dejarnos solos?
El viejo copista asintió y se marchó arrastrando los pies.
– ¿Ha ocurrido algo? -me preguntó el sacristán con un ligero temblor en la voz.
– ¿No os habéis enterado? ¿No habéis oído que hemos encontrado un cadáver en el estanque?
El sacristán me miró con los ojos muy abiertos.
– He estado ocupado. Acababa de llegar de la biblioteca con el hermano Stephen. ¿Un cadáver?
– Creemos que se trata de la chica que desapareció hace dos años. Una tal Orphan Stonegarden.
El hermano Gabriel abrió la boca e hizo ademán de levantarse, pero volvió a sentarse.
– Tenía el cuello fracturado. Al parecer, fue asesinada y arrojada al estanque. También hemos encontrado una espada; creemos que es el arma que utilizó el asesino de Singleton. Y esto… -dije volviéndome hacia Mark, que me tendió el hábito-, vuestro hábito, hermano Gabriel -afirmé poniéndole la insignia ante los ojos. Él la miró boquiabierto-. ¿Es vuestra esta insignia?
– Sí, lo es. Debe… debe de ser el hábito que me robaron.
– ¿Os lo robaron?
– Hace dos semanas mandé un hábito a la lavandería y no he vuelto a verlo. Pregunté por él, pero no lo encontraron. No es la primera vez que los criados roban un hábito; los de invierno son de lana de buena calidad. Por favor, señor, ¿no creeréis…?
– Gabriel de Ashford -le dije inclinándome hacia él-, os conmino a que neguéis que matasteis al comisionado Singleton. Él conocía vuestro pasado y descubrió algún delito reciente por el que podía haceros juzgar y ejecutar. De modo que lo matasteis.
– No -replicó el sacristán sacudiendo la cabeza-. ¡No!
– Arrojasteis la espada y el hábito ensangrentado al estanque, que considerabais un escondite seguro, porque ya lo habíais utilizado para hacer desaparecer el cuerpo de la chica. ¿Por qué matasteis a Singleton de un modo tan rebuscado, hermano Gabriel? ¿Y por qué asesinasteis a la chica? ¿Estabais celoso del afecto que le mostraba el hermano Alexander? ¿Era vuestro amante? Y el novicio Whelplay, vuestro otro amigo, sabía lo que le había ocurrido a Orphan, ¿verdad? Pero él nunca os habría traicionado. Por desgracia, empezó a delirar, y tuvisteis que envenenarlo. Desde entonces, el dolor parece torturaros como a alguien a quien le pesa la conciencia. Todo encaja, hermano.
El sacristán se puso en pie, inspiró con fuerza un par de veces agarrándose al respaldo del asiento y se encaró conmigo. Mark echó mano a la espada.
– Sois el comisionado del rey -dijo el sacristán con voz temblorosa-, pero argumentáis como un picapleitos de tres al cuarto. Yo no he matado a nadie. ¡A nadie! -gritó de pronto-. ¡Soy un pecador, pero no he violado ninguna de las leyes del rey en los últimos dos años! Podéis preguntárselo a cualquiera, aquí o en la ciudad, si queréis, y no descubriréis nada. ¡Nada!
Sus gritos resonaban por toda la nave.
– Calmaos, hermano -le dije en tono más mesurado-. Y respondedme sin gritar
– El hermano Alexander no era ni mi amigo ni mi enemigo, era un viejo estúpido y perezoso. En cuanto al pobre Simón… -El sacristán soltó un suspiro que casi era un gruñido-. Sí, trabó amistad con la chica en sus primeros días como novicio; creo que los dos se sentían perdidos y amenazados aquí. Le dije que no debía mezclarse con los criados, que no le haría ningún bien. Me contestó que la muchacha le había dicho que la estaban molestando…