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Entré en la iglesia sin hacer ruido y cerré la enorme puerta con cuidado. Al otro lado del cancel había velas encendidas y se oía cantar un salmo. Los monjes celebraban el oficio nocturno de vísperas.

Tras hablar con la señora Stumpe, le había dicho a Mark que fuera a ver al abad para ordenarle que se asegurara de que el hermano Gabriel no abandonaba el monasterio y que se ocupara de hacer limpiar la tumba de Singleton y drenar el estanque por la mañana. Mark se había mostrado reacio a dar órdenes al abad, pero yo le había dicho que si quería hacer carrera en el mundo tenía que aprender a tratar con quienes ocupan una posición elevada. El muchacho se había marchado sin más comentarios, pero de nuevo molesto.

Yo me había quedado en la habitación; necesitaba estar solo para pensar. Sentado ante la chimenea, mientras fuera el día empezaba a declinar, y agotado como estaba, resultaba difícil no quedarse dormido al calor del fuego, de modo que me levanté y me eché agua a la cara.

El hecho de que el mayordomo hubiera confirmado que el hábito de Gabriel había desaparecido me había decepcionado profundamente, pues estaba convencido de que ya teníamos a nuestro hombre. No obstante, seguía pensando que nos ocultaba algo. Las palabras de Mark volvieron a acudir a mi mente, y comprendí que tenía razón: era difícil imaginarse a Gabriel como el bárbaro asesino que nuestro hombre debía ser. «Bárbaro», me dije; ¿dónde había oído esa palabra con anterioridad? Lo recordé; era el calificativo que había empleado la señora Stumpe para referirse al prior Mortimus.

Las campanas tocaron a vísperas; los monjes permanecerían en la iglesia durante al menos una hora. Eso, me dije, me proporcionaba la oportunidad de hacer lo que Singleton había hecho: registrar la contaduría mientras el hermano Edwig estaba ausente. A pesar del cansancio y la angustia que me oprimía, tuve que reconocer que me sentía mejor físicamente y tenía la cabeza más despejada. Tomé otra dosis de la poción del hermano Guy.

Me deslicé sigilosamente en la penumbra de la nave, invisible para quienes cantaban al otro lado del cancel, y me acerqué a uno de los ornamentados vanos practicados en la piedra, que proporcionaban a los seglares del monasterio una visión más atractiva del misterio de la misa que se celebraba al otro lado.

El hermano Gabriel dirigía el coro, aparentemente absorto en la música. No pude por menos que admirar la maestría con la que guiaba a los monjes en el canto del salmo; las voces subían y bajaban armónicamente mientras los ojos se movían entre las manos del director y los libros abiertos sobre los atriles. El abad estaba presente; a la luz de las velas, su expresión era sombría. Recordé su desesperado susurro: «Disolución.» Al pasear la mirada por el coro, vi al hermano Guy y junto a él, para mi sorpresa, el hábito blanco de Jerome, que contrastaba con el negro de los benedictinos. Debían de permitirle salir para participar en los oficios. Mientras los observaba, el enfermero se inclinó hacia el atril del anciano, pasó la hoja de su libro y le sonrió. El cartujo le dio las gracias asintiendo con la cabeza. En ese momento, caí en la cuenta de que el enfermero, con su austeridad y su devoción, debía de ser uno de los pocos monjes de Scarnsea que contaba con el aprecio del anciano. ¿Serían amigos, después de todo? El día que encontré al enfermero curando las llagas del cartujo no me lo pareció. Busqué con la mirada al prior Mortimus y advertí que no estaba cantando, sino mirando fijamente al frente. Recordé que, al ver el cadáver de la joven, se había mostrado horrorizado y colérico. El hermano Edwig, en cambio, cantaba con entusiasmo, flanqueado por sus dos ayudantes, Athelstan y el anciano William.

– ¿Cuál de ellos? -murmuré entre dientes-. ¿Cuál? ¡Señor, ilumina mi pobre mente! -No recibí ninguna inspiración. A veces, en aquellos días de desesperación, me parecía que Dios no escuchaba mis plegarias-. Por favor, que no haya más muertes -le rogué levantándome sin hacer ruido y abandonando la iglesia.

El patio del claustro estaba desierto. Busqué la llave con la etiqueta en la que ponía «Tesoro» y la introduje en la cerradura de la contaduría. Dentro hacía un frío tan húmedo que empecé a temblar y tuve que arrebujarme en la capa. Todo seguía igual; los escritorios, las estanterías llenas de libros de contabilidad, el cofre arrimado a la pared del fondo… Sobre una mesa había una vela encendida, que cogí y llevé junto al cofre. Busqué la llave y lo abrí.

El interior estaba dividido en departamentos llenos de bolsas provistas de etiquetas en las que figuraba el valor de las monedas y el importe total. Saqué las que contenían monedas de oro: ángeles, medios ángeles y nobles. Abrí un par de ellas al azar, conté las monedas y comprobé las cantidades que indicaban las etiquetas. Todo cuadraba, y la cantidad que figuraba en el cofre coincidía con las de los libros de cuentas. Lo cerré. Allí había una suma tan grande como en cualquier contaduría de Inglaterra, y mejor guardada, porque era más difícil entrar a robar en un monasterio que en la cámara fuerte de un mercader.

Cogí la vela y abrí la puerta que daba a la escalera. Una vez arriba, hice una pausa. El edificio de la contaduría era un poco más alto que el resto y, por el día, desde la ventana que daba al patio del claustro se veía el estanque y, al otro lado de la muralla, la marisma. Me pregunté si la mano del Buen Ladrón también estaría en el fondo del estanque; a la mañana siguiente lo sabría.

Abrí la puerta del santuario particular del tesorero, dejé la vela en el escritorio y hojeé algunos de los libros de contabilidad que llenaban las estanterías de la claustrofóbica habitación; contenían cuentas rutinarias que se remontaban a varios años atrás. Sobre el pulcro escritorio, los documentos y las plumas estaban colocados con geométrica precisión. El hermano Edwig parecía un hombre obsesionado por el orden y la exactitud.

El escritorio tenía dos grandes cajones. Probé una llave tras otra hasta dar con una que abría ambos. El primero contenía un par de libros en latín, que coloqué sobre el escritorio: la Summa ContraGentiles y la Summa Theologiae de Tomás de Aquino. Los miré con desagrado; de modo que el hermano Edwig era un adepto del viejo y desacreditado escolasticismo del santo italiano… Como si se pudiera probar la existencia de Dios mediante la lógica, cuando la única respuesta es la fe; pero era de esperar que los estériles silogismos del de Aquino atrajeran a un alma tan árida como la del tesorero.

Volví a guardar los libros y abrí el otro cajón. Dentro había una pila de libros de contabilidad. Al verlos, esbocé una sonrisa sarcástica: todos tenían las tapas azules.

– Gracias, Alice -murmuré.

Tres o cuatro de ellos contenían anotaciones y cálculos que se remontaban a varios años atrás, como el que ya había examinado. El siguiente tenía una mancha de vino en la cubierta, pero para mi decepción contenía lo mismo que los anteriores. Saqué el último, que también estaba manchado. Al parecer, al tesorero se le había derramado el vino de la jarra. Se habría llevado un buen disgusto, teniendo en cuenta lo escrupuloso que era con sus libros.

Aquél contenía entradas relativas a las ventas de tierras de los últimos cinco años. El corazón empezó a golpearme el pecho y, durante unos instantes, la emoción me dejó paralizado. Al fin, deposité el libro sobre el escritorio y acerqué la vela con mano ligeramente temblorosa, tosiendo a causa del humo del pabilo. Detalles sobre parcelas vendidas, los compradores, los precios y las fechas en que se firmaron los documentos. Examiné las más recientes. Según el libro, durante el último año se habían efectuado cuatro grandes ventas que no figuraban en los libros de contabilidad del monasterio. El importe total ascendía a mil libras, una suma enorme. En una de ellas, la mayor, el comprador había sido el pariente de Jerome. Solté un silbido. Aquél tenía que ser el libro que había descubierto Singleton.