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Me quedé pensativo unos instantes, después cogí papel y pluma del escritorio y copié las entradas a toda prisa. Copynger podría confirmarme que aquellas ventas se habían realizado. No aceptaría más historias sobre anotaciones sueltas y cálculos de futuros ingresos; esta vez me presentaría ante el hermano Edwig con pruebas que no podría eludir fácilmente.

Guardé los libros en el cajón y me puse a dar vueltas por el despacho, reflexionando. ¿Estaban el tesorero, y también el abad, puesto que era el custodio del sello del monasterio, implicados en un fraude? No podían ignorar que, una vez cedido el monasterio, los funcionarios de Desamortización examinarían las cuentas y los descubrirían… ¿Cabía la posibilidad de que el tesorero tuviera acceso al sello y lo hubiera utilizado a espaldas del abad? No le habría sido difícil. ¿Y dónde estaba el dinero? Los ingresos por aquellas ventas habrían llenado de oro otro cofre la mitad de grande que el de abajo. Me quedé mirando los lomos de los viejos libros de contabilidad, intrigado.

De pronto, noté algo extraño. La llama de la vela vacilaba. Comprendí que se había producido una corriente de aire; alguien había abierto la puerta. Me volví despacio. En el umbral, fulminándome con la mirada, estaba el hermano Edwig, el cual lanzó una rápida ojeada a los cajones, que por suerte había vuelto a cerrar con llave.

– No sabía que hubiera alguien aquí, c-comisionado -dijo juntando las palmas de las manos-. Me habéis asustado.

– Me sorprende que no hayáis dado una voz.

– Estaba demasiado sorprendido.

– Estoy autorizado a acceder a todas las dependencias del monasterio. He decidido echar un vistazo a los libros de vuestras estanterías. Acababa de empezar.

¿Me habría visto junto al escritorio? No; la llama no se había movido.

– Me temo que sólo contienen cuentas antiguas.

– Ya me he dado cuenta.

– Me alegro de haberos e-encontrado, señor-dijo el tesorero esbozando una de sus fugaces y falsas sonrisas-. Deseaba d-dis-culparme por mi arrebato de esta mañana. La interrupción de la ceremonia me ha cogido d-desprevenido. Espero que no tengáis en cuenta unas palabras pronunciadas en un acaloramiento m-momentáneo.

Dejé el libro de contabilidad en su sitio e incliné la cabeza.

– Sé que muchos piensan lo mismo que vos, aunque no lo digan. Pero estáis equivocado. Todo el dinero que ingrese el Tesoro será empleado por el rey en beneficio de la nación.

– ¿De veras, señor?

– ¿Lo dudáis?

– ¿En una época en que el ansia de riqueza devora a los hombres? ¿No se dice que la codicia nunca fue tan perseguida ni tan atractiva? Los amigos del rey lo presionarán para que sea g-generoso. ¿Y quién va a pedir cuentas al rey?

– Dios. Que ha puesto el bienestar de su pueblo en manos del rey.

– Pero los reyes tienen otras p-prioridades -repuso el hermano Edwig-. Por favor, no me malinterpretéis. No critico al rey Enrique.

– Sería una temeridad.

– Me r-refiero a los reyes en general. Sé que acostumbran a lanzar el dinero a los cuatro vientos. He visto con mis propios ojos cómo se malgasta en el ejército, por ejemplo.

Los ojos del tesorero brillaban con una animación que no había visto en ellos hasta entonces y evidenciaban unas ganas de hablar que lo hacían parecer más humano.

– ¿Ah, sí? -dije alentándolo a explicarse-. ¿Cómo es eso, hermano?

– Mi padre era pagador del ejército, señor. Pasé la niñez de campamento en campamento, aprendiendo el oficio con él. Acompañé al ejército del rey Enrique en la guerra contra Francia, hace veinte años.

– ¿Cuándo el rey de España lo engañó, abandonándolo después de haberle prometido que lo ayudaría?

El tesorero asintió.

– Y todo por la gloria y la conquista. Seguí a los ejércitos que arrasaron Francia, pasé la niñez viendo cadáveres de soldados alineados en los campamentos y prisioneros colgados en la entrada. Estuve en el sitio de Therouanne.

– La guerra es algo terrible -reconocí-. Por muy noble que la consideren algunos.

El hermano Edwig asintió con vigor.

– Y siempre había sacerdotes que iban de herido en herido, dando la e-extremaunción a los moribundos, intentando arreglar lo que había destrozado el hombre. Fue entonces cuando decidí hacerme monje y poner mis c-conocimientos de contable al servicio de la Iglesia. -El tesorero volvió a sonreír, y esta vez en su sonrisa había vida; vida e ironía-. Todos dicen que soy m-mezquino, ¿verdad?

Me limité a encogerme de hombros.

– Para mí, cada p-penique que va a parar a la Iglesia es un penique arrebatado al mundo del pecado y ganado para Dios. ¿Podéis entender eso? Se invierte en misas y limosnas. Si no fuera por nosotros, los p-pobres no tendrían nada. Tenemos que dar limosna; nos lo exige nuestra fe.

– Mientras que para los reyes es meramente una elección, una elección que podrían hacer o no, ¿no es eso?

– Exactamente. Y el dinero que recibimos para celebrar misas por los muertos, señor, es bueno a los ojos de Dios, porque ayuda a las almas del purgatorio y eleva al donante.

– Otra vez el purgatorio… ¿Creéis en él?

El tesorero asintió con convicción.

– Es un lugar real, señor; lo despreciamos a riesgo de padecer graves penas en la otra vida. ¿Y no es lógico que Dios pese nuestros méritos y nuestros pecados, y haga balance de nuestras vidas, como yo hago balance de mis cuentas?

– Entonces, ¿Dios es un gran contable?

El tesorero asintió.

– El más grande de todos. El purgatorio es real; está justo debajo de nuestros pies. ¿No habéis oído hablar de los grandes volcanes de Italia, que escupen el fuego del purgatorio sobre la tierra?

– ¿Lo teméis?

El hermano Edwig asintió lentamente.

– Creo que todos deberíamos temerlo. -Hizo una pausa para ordenar sus ideas y me miró con cautela-. Perdonadme, pero los Diez Artículos no niegan el purgatorio.

– Es cierto. Lo que habéis dicho es admisible. E interesante. Pero ¿no acabáis de sugerir también que el rey podría no actuar responsablemente como cabeza de la Iglesia?

– Ya os he dicho, señor, que me r-refería a los reyes en general, y he hablado de la Iglesia, no del Papa. Con todo respeto, mis o-opiniones no son heréticas.

– Muy bien. Decidme… Con vuestra experiencia en el ejército, ¿sabríais utilizar una espada?

– ¿Como la que utilizaron para matar al comisionado? -Arqueé las cejas-. Supuse que lo mataron de ese modo en cuanto me explicaron qué aspecto presentaba el cuerpo, a mi regreso de nuestras tierras. Siendo joven, vi a muchos hombres decapitados. Pero renuncié a ese mundo al hacerme hombre. Para entonces, ya había visto demasiada sangre.

– No obstante, la vida de un monje tampoco es fácil, ¿verdad? El voto de castidad, por ejemplo, debe de ser duro. El hermano Edwig se sobresaltó visiblemente.

– ¿Q-qué queréis decir?

– Además del asesinato del comisionado, ahora tengo que investigar el de una muchacha. -Le dije a quién pertenecía el cuerpo que habíamos encontrado en el estanque-. Vuestro nombre se menciona entre los de quienes se comportaron impropiamente con ella.

El tesorero se sentó al escritorio y agachó la cabeza para que no pudiera verle el rostro.

– El celibato es duro -murmuró-. No creáis que me c-complacen los deseos que me acucian, como complacen a otros. Odio esas pasiones demoníacas. Minan el edificio de una vida santa, que tanto trabajo cuesta levantar. Sí, señor, deseaba a aquella joven. Pero soy un hombre tímido: bastaba que me hablara con dureza para que me alejara de ella. Pero luego volvía. Me tentaba como la ambición de gloria tienta alos hombres a hacer la guerra.

– ¿Ella os tentaba?

– No podía evitarlo. Era una mujer. ¿Y para qué están las mujeres en la tierra más que para tentar a los hombres? -El tesorero respiró hondo-. ¿Se quitó la vida?