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– No. Tenía el cuello fracturado.

– No debimos permitir que viniera -murmuró el tesorero negando con la cabeza-. Las mujeres son instrumentos del Diablo.

– Puede que vos os consideréis tímido, hermano Edwig -dije con voz pausada-, pero a mi modo de ver quizá seáis el hombre más duro del monasterio. Y ahora os dejo; tendréis cuentas que cuadrar.

Me detuve en el rellano para ordenar mis ideas. Momentos antes estaba convencido de que Gabriel era el asesino y había actuado obedeciendo a un impulso súbito. Pero, si el libro que acababa de hojear era el mismo que había descubierto Singleton, el hermano Edwig tenía un móvil claro para matar a mi predecesor. Sin embargo, Singleton había sido asesinado en un momento de arrebato, y lo único que parecía poder arrebatar al tesorero eran las cuentas y el dinero. Además, esa noche estaba lejos de Scarnsea.

Al volverme hacia las escaleras, una luz que brillaba en la marisma llamó mi atención. Me acerqué a la ventana y distinguí dos puntos amarillos que parpadeaban en la lejanía. En ese momento, recordé haber pensado que el producto de las ventas fraudulentas llenaría un cofre la mitad de grande que el de la contaduría, y que el día que fui a explorar la marisma me había encontrado con el hermano Edwig. Si alguien quería trasladar de allí una cantidad considerable de oro, ¿quién mejor para hacerlo que unos contrabandistas profesionales? Aguardé unos instantes para tranquilizarme y volví a la enfermería a toda prisa.

Alice estaba en la cocina, cortando las raíces de unas hierbas. Por un instante, me miró con inequívoca hostilidad; luego, esbozó una sonrisa forzada.

– ¿Preparando una de las pociones del hermano Guy?

– Sí, señor.

– ¿Ha vuelto el señor Poer?

– Está en vuestra habitación, señor.

La hosquedad que dejaba traslucir su distante cortesía me entristeció. Era evidente que Mark la había puesto al corriente de nuestra conversación.

– Vengo de la contaduría. He visto luces en la marisma desde una ventana del piso superior. Parece que los contrabandistas han vuelto a las andadas.

– No lo sé, señor.

– Le dijiste al señor Poer que nos mostrarías los senderos de la marisma.

– Sí, señor -respondió la chica con voz cautelosa.

– Me gustaría echarles un vistazo. ¿Podrías acompañarme mañana?

– Tengo trabajo en la enfermería, señor -contestó Alice tras una vacilación.

– ¿Y si hablara con el hermano Guy?

– Como deseéis.

– Además, hay un par de asuntos de los que quisiera hablar contigo, Alice. Me gustaría que fuéramos amigos, ¿sabes? La muchacha desvió la mirada.

– Si el hermano Guy dice que debo acompañaros, lo haré.

– Entonces hablaré con él -respondí en un tono tan frío como el suyo.

Herido e irritado, me dirigí a nuestra habitación, donde encontré a Mark mirando por la ventana con expresión sombría.

– Le he pedido a Alice que me enseñe los senderos de la marisma -le dije sin más preámbulos-. He visto luces allí hace un momento. A juzgar por su actitud, deduzco que le has contado lo que te dije sobre dejarla en paz.

– Le he dicho que nuestra relación os parece inapropiada.

Me quité la capa y me dejé caer en un sillón.

– Así es -respondí-. ¿Le has transmitido mis órdenes al abad?

– Mañana limpiarán la tumba del comisionado Singleton y a continuación drenarán el estanque.

– Me gustaría que estuvieras presente. Alice y yo iremos a la marisma, solos. Y, antes de que digas algo que podrías lamentar más tarde, le he pedido que lo haga porque pienso que los contrabandistas podrían tener alguna relación con nuestro asunto. Luego iré a la ciudad a ver a Copynger -añadí, y le conté lo que había encontrado en el despacho del hermano Edwig.

– Me gustaría volver a estar entre gente normal -murmuró Mark evitando mirarme-. Aquí no hay más que sinvergüenzas y ladrones.

– ¿Has pensado en lo que hablamos sobre lo que harás cuando regresemos a Londres?

– No, señor -respondió Mark, y se encogió de hombros-. Allí también hay sinvergüenzas y ladrones en abundancia.

– Entonces, tal vez deberías vivir en un árbol, entre los pájaros, para que el contacto con el mundo no te manche -repliqué con sequedad-. Y ahora voy a tomar un poco de esa poción del hermano Guy y a dormir hasta la hora de la cena. Ha sido uno de los días más largos y duros de toda mi vida.

23

Esa noche, en el refectorio, reinaba un ambiente lúgubre. El abad nos exhortó a guardar silencio durante la cena y a rezar por el alma de la «desconocida» -así la llamó- cuyo cuerpo había aparecido en el estanque. Los monjes estaban tensos y preocupados, y fui objeto de numerosas miradas de angustia y miedo por su parte. Era como si el sentimiento de disolución al que había aludido el abad hubiera empezado a extenderse por el monasterio.

Mark y yo volvimos a la enfermería en silencio; ambos estábamos exhaustos, y él persistía en la frialdad que me había mostrado desde que le había prohibido cortejar a Alice. Cuando llegamos a la habitación, me dejé caer en mi mullido sillón y lo observé mientras echaba troncos al fuego. Le había hablado de mi encuentro con el hermano Edwig, asunto al que no paraba de darle vueltas en la cabeza.

– Si le pido a Copynger que comience a investigar mañana a primera hora, deberíamos tener alguna respuesta en un par de días. Bastaría con que nos confirmara una sola de esas ventas para tener una prueba contra Edwig.

Mark se sentó frente a mí sobre unos cojines y me miró con expectación. A pesar de nuestras diferencias, era evidente que tenía tantas ganas como yo de atrapar al asesino. En cuanto a mí, necesitaba contrastar mis ideas con las suyas, además de que resultaba reconfortante volverlo a oír hablar con entusiasmo.

– Siempre nos topamos con el hecho incuestionable de que el tesorero estaba ausente, señor. No estaba cuando Singleton encontró el libro y tampoco la noche que lo mataron.

– Lo sé. Athelstan era el único que lo sabía, y dijo que no se lo había contado a nadie.

– ¿Podría ser Athelstan el asesino?

– ¿Athelstan decapitando a un hombre, a un comisionado del rey? No. Recuerda lo asustado que estaba cuando me abordó para ofrecerse como informador. Ése no es capaz de matar ni a una mosca.

– ¿No es eso una reacción emocional a su personalidad? -me preguntó Mark con un deje sarcástico en la voz.

– Es posible. Cuando acusé a Gabriel, tal vez me dejé llevar por el edificio lógico que había construido en su contra. No obstante, todo parecía encajar. Pero sí, por supuesto que debemos tener en cuenta el carácter de las personas, e indudablemente Athelstan es débil.

– ¿Y por qué iba a importarle que el hermano Edwig acabe en la cárcel, o que cierren el monasterio? No parece muy devoto.

– Pero ¿cómo conseguiría la espada? Me gustaría conocer la historia de esa espada; en Londres, probablemente podría encontrar al armero a través de la marca que hay grabada en la hoja. En su gremio deben de conocerlo. Pero la dichosa nieve nos tiene atrapados en este agujero.

– ¿Y si Singleton le contó a alguien más lo que había encontrado en la contaduría y decidieron matarlo? Tal vez el abad. Las escrituras llevarían su sello.

– Sí. Un sello que deja encima del escritorio, bien a la vista, y que cualquiera podría utilizar cuando él no está.

– ¿El prior Mortimus, quizá? Es lo bastante violento como para matar, ¿no os parece? Además, ¿no es él quien controla realmente el monasterio, junto con el hermano Edwig?

– No lo sé, Mark. Necesito respuestas de Copynger -murmuré, y solté un suspiro-. ¿Cuánto hace que salimos de Londres? ¿Una semana? Parece que haya pasado una eternidad.

– Sólo seis días.

– Ojalá pudiera ir a Londres. Pero, con este tiempo, incluso un mensaje tardaría días en llegar. ¡Maldita nieve! ¿Es que no va a parar nunca?