– No parece.
Instantes después, Mark se acostó en su pequeño catre con ruedas y se metió con él debajo de mi cama. Yo me quedé sentado en el sillón, con los ojos clavados en el fuego. A través de la ventana, que empezaba a cubrirse de hielo una noche más, oí las campanadas que llamaban a completas. Ocurriera lo que ocurriese, por terribles que fueran los acontecimientos, los oficios se sucedían inexorablemente.
Pensé en lord Cromwell, que esperaba respuestas en Londres. Procuraría mandarle un mensaje cuanto antes, aunque no fuera más que para decirle que, en lugar de respuestas, tenía otros dos asesinatos que resolver. Me imaginé su expresión colérica, sus juramentos, sus renovadas dudas sobre mi lealtad. No obstante, si Copynger confirmaba las ventas de tierras, podría detener al hermano Edwig por fraude. Me vi interrogando al tesorero, cargado de cadenas en alguna oscura mazmorra de Scarnsea, y descubrí que la idea me agradaba. Turbado, me dije que la antipatía hacia un hombre y la perspectiva de ejercer el poder sobre él lleva a la mente por caminos torcidos. Embargado por el sentimiento de culpa, volví a pensar en Mark y Alice. ¿Hasta qué punto eran puros mis motivos en lo tocante a su relación? Todo lo que le había dicho a Mark sobre las diferencias de posición que lo separaban de la muchacha y sobre el deber de prosperar que tenía hacia su familia era cierto. No obstante, sabía que el gusano de los celos me roía por dentro. Volví a verlos abrazándose en la cocina y cerré los ojos con fuerza; poco a poco, en el fondo de mi mente, la imagen fue transformándose en otra muy distinta: la de Alice abrazándome a mí. En medio de mis cavilaciones, oía la pausada respiración de Mark, que dormía profundamente.
Recé para que Dios guiara mis acciones por un camino recto y justo; el camino que habría seguido Cristo. Luego debí de quedarme dormido, porque lo siguiente que recuerdo es que di un respingo en el sillón y vi que los troncos se habían consumido. Debían de haber pasado horas; me dolía la espalda y estaba aterido. Me levanté del sillón, me desnudé y me dejé caer en la cama.
Me dormí enseguida, y cuando me desperté, a la mañana siguiente, estaba más descansado que ningún otro día de aquella semana. La infusión del hermano Guy hacía su efecto. Después de desayunar, escribí una carta al juez Copynger y se la entregué a Mark.
– Llévasela de inmediato y pregúntale si podría enviarme la respuesta mañana.
– Creía que queríais verlo personalmente.
– Quiero ir a la marisma antes de que el tiempo empeore -respondí mirando al cielo, que un día más estaba cubierto de negros nubarrones-. Dile al abad que no limpien la tumba de Singleton hasta que hayas regresado. ¿Está todo dispuesto para drenar el estanque?
– Hay un pozo al que pueden desviar las aguas sucias. Al parecer, quitan el limo cada diez años, más o menos.
– ¿Cuándo lo hicieron por última vez?
– Hace tres.
– Así que el cuerpo habría seguido hundido en el cieno unos cuantos años más…, aunque no eternamente.
– Puede que el asesino necesitara deshacerse de él de inmediato.
– Sí. Y resultaría difícil que el cadáver volviera a salir.
– Ya no hace falta que registremos la iglesia.
– No, de momento drenaremos el estanque. Vas a tener un día muy ajetreado -añadí tratando de ser amable; pero tuve la sensación de que mi esfuerzo conseguía justo el efecto contrario al que pretendía.
– Sí, señor -murmuró Mark con frialdad antes de abandonar la habitación.
Leí otro fajo de correspondencia rutinaria que me había entregado el mayordomo del abad y fui en busca de Alice. La idea de volver a verla me producía una mezcla de nerviosismo y excitación más propia de un jovenzuelo que de alguien como yo. El hermano Guy me dijo que la muchacha se encontraba colgando hierbas en el secadero, pero que enseguida estaría libre, de modo que salí al patio para echarle un vistazo al cielo. Las nubes estaban altas, y aunque el frío me hizo tiritar, no presagiaban una nevada inminente.
De pronto oí voces destempladas. Desvié la mirada hacia el portón y vi a dos figuras que forcejeaban, una vestida de negro y otra de blanco. Eché a correr hacia ellas. El prior Mortimus zarandeaba a Jerome, que tenía un brazo levantado para impedir que le quitara un papel. A pesar de sus achaques, el cartujo se defendía con vigor. Junto a ellos, Bugge sujetaba a un rapaz por el cuello de la camisa.
– ¡Dame eso, hijo de mala madre! -farfulló el prior. Jerome intentó meterse el papel en la boca, pero el prior le puso una zancadilla, haciéndolo caer de espaldas sobre la nieve. Sin darle tiempo a reaccionar, se inclinó hacia él, le arrancó el papel de la mano y volvió a erguirse respirando pesadamente.
– ¿Qué es este escándalo? -le pregunté.
Antes de que el prior pudiera responder, Jerome se incorporó sobre un codo y le lanzó un escupitajo, que aterrizó en su hábito. Mortimus profirió una exclamación de asco y le propinó una patada en las costillas. El anciano soltó un grito y volvió a derrumbarse sobre la sucia nieve.
– ¿Os dais cuenta, comisionado? ¡Lo he sorprendido intentando pasar subrepticiamente esta carta!
Cogí el pliego de papel y leí el nombre del destinatario.
– ¡Va dirigida a sir Thomas Seymour!
– ¿No es uno de los consejeros del rey?
– En efecto, y hermano de la difunta reina. Me volví hacia el cartujo, que nos miraba desde el suelo con la ferocidad de un animal salvaje, y abrí el pliego. En cuanto empecé a leer, un escalofrío me recorrió la espina dorsal. El cartujo llamaba a Seymour «primo», le hablaba de su encierro en un monasterio corrupto en el que habían asesinado a un comisionado del rey y anunciaba que quería contarle una historia sobre las felonías de lord Cromwell. A continuación, relataba su encuentro en prisión con Mark Smeaton y persistía en afirmar que Cromwell había torturado al músico.
Ahora estoy confinado aquí por otro comisionado de Cromwell, un jorobado de cara agria. Os cuento esta historia con la esperanza de que podáis utilizarla contra Cromwell, ese instrumento del Anticristo. El pueblo lo odia y aún lo odiará más cuando se sepa esto.
– ¿Cómo ha conseguido salir? -le pregunté al prior haciendo un rebujo con la carta.
– Ha desaparecido después de prima, e inmediatamente me he puesto a buscarlo. Entretanto, este muchacho del hospicio se ha presentado ante nuestro buen Bugge diciendo que venía a recoger un mensaje de un monje. A Bugge le ha parecido sospechoso y no lo ha dejado entrar.
El portero asintió satisfecho y aferró con más fuerza al huérfano, que había dejado de forcejear y miraba al cartujo con los ojos desorbitados por el terror.
– ¿Quién te ha enviado? -le pregunté.
– Un criado trajo una nota, señor -contestó el chico con voz temblorosa-. En ella me pedían que viniera a recoger una carta para el correo de Londres.
– Llevaba esto encima-dijo Bugge abriendo la mano libre y enseñándonos un anillo de oro.
– ¿Es vuestro? -le pregunté a Jerome, pero el cartujo miró a otro lado-. ¿Qué criado te lo dio, muchacho? Contesta, estás metido en un buen lío.
– El señor Grindstaff, señor, de la cocina. El anillo era para pagarme a mí y al cochero del correo.
– ¡Grindstaff! -rezongó el prior-. Es quien lleva la comida a Jerome. Siempre se ha opuesto a los cambios. Lo pondré de patitas en la calle esta misma noche, a no ser que queráis tomar medidas más severas, comisionado…
Negué con la cabeza.
– Aseguraos de que Jerome permanece cerrado con llave en su celda las veinticuatro horas del día. No debisteis dejarlo salir para asistir a los oficios. Ya veis el resultado -dije, y me volví hacia Bugge-. Deja que el chico se vaya.
El portero arrastró al huérfano hasta la entrada y lo arrojó al camino con un coscorrón.