– Sí. Yo también.
– Señor, el hermano Guy me ha dicho que encontrasteis otras cosas en el estanque, además del cuerpo de la muchacha. ¿Puedo preguntaros qué?
– Sólo un hábito, que parece no ser la pista que creía, y una espada. Voy a ordenar que vacíen el estanque para ver si encontramos algo más.
– ¿Una espada?
– Sí. Creo que se trata del arma que acabó con la vida del comisionado Singleton. La marca del armero podría permitirme seguirle el rastro, pero para eso debería ir a Londres.
– No os vayáis, señor, os lo suplico -me pidió Alice con inesperada vehemencia-. No nos dejéis solos. Señor, os pido perdón si he sido irrespetuosa con vos, pero, por favor, no os vayáis. Vuestra presencia aquí es mi única protección.
– Me temo que exageras mi poder -murmuré apesadumbrado-. No pude salvar a Simón Whelplay. No obstante, no podría llegar a Londres en menos de una semana, y no dispongo de tanto tiempo. -El alivio suavizó el rostro de Alice. Me aventuré a acercarme a ella y darle una palmada en el brazo-. Me conmueve que tengas tanta confianza en mí.
Alice retiró el brazo, pero me sonrió.
– Puede que vos tengáis poca en vos mismo, señor. Tal vez en otras circunstancias, sin Mark…
Su voz se apagó a media frase, y Alice bajó la cabeza recatadamente. Confieso que el corazón me daba brincos en el pecho.
– Creo que deberíamos volver, en lugar de intentar llegar al río -dije tras unos instantes de silencio-. Estoy esperando un mensaje del juez. Haré algo por ti, Alice, te lo prometo. Y… gracias por tus palabras.
– No, gracias a vos por vuestra ayuda.
Alice esbozó una rápida sonrisa, dio media vuelta y emprendió el camino hacia el monasterio.
El viaje de regreso fue más rápido, pues sólo teníamos que volver sobre nuestros pasos. Mientras seguía a Alice, no podía apartar los ojos de su nuca, y hubo un momento en que estuve a punto de estirar la mano y tocarla. Estaba claro que los monjes no eran los únicos capaces de hacer el ridículo y comportarse como unos hipócritas.
De pronto, la vergüenza se apoderó de mí, y apenas dijimos nada durante todo el camino de vuelta. Pero al menos el silencio parecía más cálido que a la ida.
Cuando llegamos a la enfermería, Alice dijo que debía volver al trabajo y me dejó. El hermano Guy estaba vendándole la pierna al monje grueso. Al verme, alzó la cabeza hacia mí.
– ¿Ya de vuelta? -me preguntó-. Parecéis helado.
– Y lo estoy. Alice me ha sido de gran ayuda; os lo agradezco a los dos.
– ¿Qué tal dormís ahora?
– Mucho mejor, gracias a vuestra milagrosa poción. ¿Habéis visto a Mark?
– Ha pasado hace un momento por aquí. Iba a vuestra habitación. ¡Seguid tomando la poción durante unos días! -me recomendó el enfermero mientras yo abandonaba la sala preguntándome si debía hablarle a Mark de mi conversación con Alice.
Llegué a la habitación y abrí la puerta.
– Mark, he estado en… -empecé a decir mirando a mi alrededor.
La habitación estaba vacía. Pero, de pronto, oí una voz, una voz que parecía surgir de la nada. -¡Señor! ¡Ayudadme!
24
– ¡Socorro!
En la apagada voz de Mark, que en mi confusión me parecía surgida del vacío, había un tono de pánico.
Al cabo de un momento, advertí que el aparador estaba ligeramente separado de la pared. Miré detrás y vi una puerta falsa en el revestimiento de madera. Tiré con fuerza del pesado mueble hasta que conseguí apartarlo un poco más.
– ¡Mark! ¿Estás ahí?
– ¡Me he quedado encerrado! ¡Abridme, señor! ¡Deprisa, podría volver en cualquier momento!
Accioné el viejo y roñoso picaporte, se oyó un clic y la portezuela se abrió, dejando pasar una ráfaga de aire húmedo. Mark salió disparado de la oscuridad, con el pelo revuelto y cubierto de polvo. Miré hacia la negrura y luego me volví hacia él.
– ¡Por las llagas de Cristo! ¿Qué ha pasado? ¿Quién podría volver?
– Después de entrar ahí -dijo Mark entre jadeo y jadeo-, he cerrado la puerta, sin darme cuenta de que no se podía abrir desde dentro. Me he quedado atrapado. La portezuela tiene una mirilla; alguien ha estado espiándonos.
– Cuéntame lo que ha ocurrido, desde el principio.
«Al menos, con el susto se ha olvidado del enfado», me dije.
– Cuando os habéis marchado, he ido a hablar con el prior para que vaciaran el estanque -dijo Mark sentándose en la cama-. Ya lo están drenando.
– Sí, ya lo he visto.
– Luego, he vuelto aquí para coger las fundas de los zapatos y, cuando me las estaba poniendo, he vuelto a oír ruidos. Ya sabía yo que no eran imaginaciones mías -añadió lanzándome una mirada de reproche.
– Tu oído funciona mejor que tu cabeza. ¿A quién se le ocurre encerrarse ahí dentro? Continúa.
– Los ruidos parecían venir del aparador, como las otras veces. Se me ha ocurrido moverlo para ver lo que había detrás y he descubierto esa portezuela. He cogido una vela, he entrado y he visto el pasadizo. Luego he cerrado la puerta por si entraba alguien en la habitación y, al hacerlo, la corriente ha apagado la vela. Entonces, me he puesto a empujar la portezuela con el hombro, pero no había manera de abrirla. La verdad es que me he asustado -admitió Mark sonrojándose-. Tenía que haber cogido la espada… Luego he distinguido en la oscuridad el punto de luz de una mirilla, un agujerito practicado en el panel de madera -dijo Mark señalando un punto de la pared.
Me levanté y lo inspeccioné. Desde dentro de la habitación, parecía un agujero dejado por un clavo.
– ¿Cuánto rato llevabas encerrado?
– No mucho. Gracias a Dios que habéis vuelto enseguida. ¿Habéis ido a la marisma?
– Sí. Los contrabandistas han estado allí hace poco; hemos visto restos de un fuego. He tenido una charla con Alice; luego hablaremos -dije encendiendo dos velas en la chimenea y tendiéndole una a él-. ¿Qué, le echamos un vistazo a ese pasadizo?
Mark soltó un suspiro.
– Sí, señor.
Tras cerrar con llave la puerta de la habitación, nos deslizamos detrás del aparador y abrimos la portezuela. Ante nosotros se extendía un oscuro y estrecho corredor.
– El hermano Guy me explicó que había un pasadizo que conectaba la enfermería con la cocina -dije recordando mi conversación con el enfermero-. Al parecer, fue condenado en la época en que la peste asoló la zona.
– Éste ha sido utilizado recientemente.
– Sí. -Desde dentro, pude ver el punto de luz en el revestimiento de madera-. Se ve toda la habitación. Parece que lo han hecho hace poco.
– El hermano Guy fue quien nos ofreció esta habitación
– Sí. Una habitación en la que cualquiera podía espiarnos y oírnos. -Me volví hacia la portezuela. El picaporte sólo permitía abrirla desde la habitación-. Esta vez tomaremos precauciones -dije, entornándola y colocando mi pañuelo entre la hoja y el marco para impedir que se cerrara.
Avanzamos por el pasadizo, que discurría paralelo al muro de la enfermería. Una de las paredes estaba formada por los paneles de madera de las habitaciones y la otra, por el húmedo muro de piedra de los edificios claustrales, en el que se veían roñosas anillas colocadas a intervalos regulares para sujetar antorchas. Era evidente que no se utilizaba desde hacía mucho tiempo; apestaba a humedad y las junturas de los sillares estaban cubiertas de extraños hongos bulbosos. Tras un corto tramo, el pasadizo torcía en ángulo recto y, unos pasos más adelante, desembocaba en una cámara. Entramos en ella y la examinamos a la luz de las velas.
Se trataba de una mazmorra cuadrada y sin ventanas. En la parte inferior de uno de los muros había varios juegos de viejos grilletes fijados a la roca y, en un rincón, un mohoso montón de trapos y tablas que en otro tiempo había sido un catre. Examiné los muros a la luz de la vela y vi que estaban cubiertos de inscripciones. Leí una frase profundamente grabada en la roca: «Frater Petrus tristissimus. Anno 1339.»