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– Me ha sorprendido oír hablar al hermano Guy contra el vicario general.

– Ha hablado contra la política del rey; para cometer traición tendría que haber criticado al rey como cabeza de la Iglesia. En el calor de la discusión ha dicho lo que todos piensan aquí.

– Solté un suspiro-. Hemos encontrado una pista…, pero conduce a otra persona.

– ¿A quién?

Lo miré, complacido al comprobar que se le había olvidado el enfado.

– Más tarde. Vamos, debemos llegar al estanque antes de que empiecen a limpiarlo por su cuenta. Necesitamos comprobar si había algo más -dije, y eché a andar por el pasillo con la mente en ebullición.

Cruzamos la huerta y nos dirigimos hacia un grupo de criados armados con largas pértigas que esperaban junto al estanque. Los acompañaba el prior Mortimus, quien se volvió hacia nosotros.

– Hemos desviado las aguas de la cloaca y drenado el estanque, comisionado. Pero tendremos que devolverlas a su cauce lo antes posible si no queremos que el pozo rebose.

Asentí. Ahora el estanque era una amplia y profunda hondonada, con el fondo cubierto de un limo negruzco y trozos de hielo.

– ¡Un chelín para el que encuentre algo ahí abajo! -les grité a los criados.

Dos de ellos se acercaron titubeando, descendieron al fondo del estanque y empezaron a remover el limo con las pértigas. Al cabo de un rato, uno profirió un grito y se volvió hacia nosotros levantando algo en la mano. Dos cálices dorados.

– Son los que creíamos que había robado Orphan… -murmuró el prior.

Tenía la esperanza de encontrar la reliquia; sin embargo, después de diez minutos de búsqueda, lo único que encontraron fue una vieja sandalia. Los criados salieron del estanque y el que había encontrado los cálices me los tendió. Le di su chelín y, al volverme, vi al prior, que miraba los cálices atentamente.

– Son éstos, no hay duda -aseguró, y soltó un resoplido-. Recordadlo, comisionado; si encontráis al hombre que mató a esa pobre muchacha, dejadme un rato a solas con él -masculló antes de dar media vuelta y desaparecer.

Miré a Mark y arqueé una ceja.

– ¿Creéis que siente de verdad la muerte de esa pobre muchacha? -me preguntó.

– El corazón humano tiene profundidades insondables, Mark. Vamos, debemos ir a la iglesia.

25

Con las piernas cansadas y la espalda dolorida, seguí a Mark hasta el patio del monasterio envidiando su agilidad. El muchacho caminaba con tal ligereza que levantaba copos de nieve a su paso. Cuando llegamos, tuve que hacer un alto para recobrar el aliento.

– La pista del pasadizo nos conduce una vez más al hermano Gabriel. Parece que, después de todo, nos está ocultando algo. Veamos si está en la iglesia. Cuando hable con él, quiero que te quedes donde no puedas oírnos. No preguntes por qué, existe una razón.

– Como queráis, señor.

Comprendí que mi reserva lo molestaba, pero era parte del plan que había elaborado. Lo que había descubierto en el pasadizo me había sorprendido, pero no podía evitar alegrarme de que, después de todo, mis sospechas sobre Gabriel no fueran infundadas. Realmente, las profundidades del corazón humano son tan extrañas como insondables.

El día aún estaba nublado y el interior de la iglesia permanecía en penumbra. Mientras avanzábamos por la nave, ni siquiera se oían murmullos de rezos procedentes de las capillas laterales; los monjes debían de estar disfrutando de un momento de asueto. Distinguí la figura del hermano Gabriel cerca del coro. Estaba dando indicaciones a un criado que limpiaba una placa metálica que había fijada al muro.

– Se está yendo el óxido. -Su profunda voz resonó por toda la nave-. La fórmula de Guy funciona.

– Hermano Gabriel… Parece que siempre estoy echando a vuestros criados -le dije-, pero debo hablar con vos una vez más.

El sacristán soltó un suspiro e indicó al criado que se marchara. Leí la inscripción latina escrita en una placa que había sobre la imagen de un monje en un ataúd.

– Así que el primer abad está sepultado ahí, en el muro…

– Sí. Ese grabado es excepcional -dijo el sacristán lanzando una mirada a Mark, que se había quedado a cierta distancia, tal como le había ordenado-. Por desgracia, la placa es de cobre -añadió volviéndose hacia mí-; pero el hermano Guy ha dado con una fórmula para limpiarla.

El sacristán, visiblemente nervioso, hablaba de manera atropellada.

– Sois un hombre muy ocupado, hermano Gabriel. Sois responsable de la dirección del coro y de la decoración de la iglesia… -Alcé la vista hacia la galería y vi la estatua de san Donato. Junto a ella, había un montón de herramientas y una maraña de cuerdas de la que pendía el cajón de los canteros-. Veo que las obras no han avanzado. ¿Seguís negociando con el hermano Edwig?

– Sí. Pero supongo que no habéis venido a hablar de eso… -respondió el sacristán con irritación mal disimulada.

– No, hermano. Ayer os planteé una hipótesis que calificasteis como propia de un picapleitos. Era una acusación de asesinato. Dijisteis que estaba retorciendo mis argumentos y forzando mis conclusiones.

– Y lo mantengo. No soy un asesino.

– Sin embargo, uno de los instintos que más desarrollados tenemos los picapleitos es el de saber cuándo nos están ocultando algo. Y rara vez nos equivocamos.

El sacristán me miró con inquietud, pero no dijo nada.

– Permitidme que os plantee otra hipótesis, una cadena de suposiciones, por así decirlo. Vos me corregiréis cada vez que me equivoque. ¿Os parece?

– No sé qué nuevo truco pretendéis utilizar conmigo. -No es ningún truco, os lo prometo. Empezaré con una reunión de los obedienciarios que se celebró hace unos meses. El prior Mortimus mencionó el antiguo calabozo de los monjes y la existencia de un pasadizo que une la enfermería con la cocina.

– Sí…, sí, lo recuerdo.

Ahora el sacristán respiraba más deprisa y parpadeaba más a menudo.

– La cosa quedó ahí, pero eso os dio una idea. Fuisteis a la biblioteca, donde sabíais que se hallaban los viejos planos del monasterio. Yo mismo los vi cuando me enseñasteis la biblioteca y recuerdo lo nervioso que os pusisteis al ver que los ojeaba. Así pues, encontrasteis el pasadizo, entrasteis en él y practicasteis un agujero en la pared de la habitación que ocupamos. El cocinero me dijo que os vio merodeando por el pasillo de la cocina, donde, como ahora sé, está la puerta del pasadizo. -El sacristán tragó saliva-. ¿No me contradecís, hermano?

– No sé de qué estáis hablando…

– ¿No? Mark llevaba varias mañanas oyendo ruidos. Yo me reía de él y le decía que eran ratones. Pero hoy se le ha ocurrido mirar detrás del aparador y ha descubierto la portezuela y la mirilla. Al principio he sospechado del enfermero…, hasta que he encontrado algo en el suelo, bajo la mirilla. Algo que brillaba. Y he comprendido que quien había estado observándonos no tenía intención de espiarnos. Su propósito era otro. -El hermano Gabriel emitió un gruñido que parecía salir de las profundidades de su ser y dejó caer los hombros como una marioneta a la que le aflojan las cuerdas-. Os gustan los jovencitos, hermano Gabriel. Vuestra afición debe de dominaros por completo si os hace llegar a esos extremos para ver a Mark Poer vistiéndose por las mañanas.

Noté que le fallaban las piernas y por un momento temí que fuera a desmayarse, pero apoyó una mano en el muro y consiguió rehacerse. Luego se volvió hacia mí, y en un abrir y cerrar de ojos su rostro pasó de una palidez cadavérica a un rojo encendido.

– Es verdad -murmuró-. Que Dios me perdone.

– A fe que es un paseo extraño ir dando traspiés en la oscuridad por esa siniestra celda con el miembro erecto.

– Por favor…, por favor -suplicó el sacristán alzando una mano-, no se lo digáis al chico.