La galería estaba a la misma altura que la parte superior del cancel, que iba de un lado a otro de la nave. Tenía unos diez pies de anchura y soportaba las estatuas de san Juan Bautista, la Virgen y Nuestro Señor. Vistas desde abajo, parecían pequeñas, pero ahora que las tenía cerca advertí, a pesar de la penumbra, que eran de tamaño natural.
Con cuidado, agarrándome con fuerza al pasamanos, seguí avanzando por la galería y alejándome del cancel. La pasarela temblaba a mi paso y hubo un momento en que la barandilla se bamboleó bajo mi mano. Me dije que los canteros debían de utilizar la galería para trabajar, pero no pude evitar preguntarme si la caída de la estatua y el pedestal la habrían debilitado.
Al otro lado de la nave, distinguí a Mark, que avanzaba despacio procurando mantenerse a mi altura. Alzó la espada y yo le respondí haciendo lo propio con el bastón. Ahora el asesino estaba atrapado entre los dos. Aferré con fuerza el bastón. Habían empezado a temblarme las piernas, y las maldije entre dientes para que se estuvieran quietas.
Seguí caminando con paso decidido y los ojos clavados en la semioscuridad. Nada. Ningún ruido. Al acercarme a la cabecera de la iglesia, vi que la galería trazaba un semicírculo, y unos instantes después Mark y yo nos mirábamos boquiabiertos desde ambos extremos del presbiterio, separados unas veinte varas. Y, en medio, nada. Nadie.
– ¡Ha venido hacia aquí! -me gritó Mark mirándome con incredulidad-. Lo he visto.
– Entonces, ¿dónde está? Yo no veo a nadie en esta parte de la iglesia. Debes de haberte confundido; habrá ido hacia el otro lado, hacia la puerta -dije volviéndome hacia el cancel y la oscuridad que envolvía el final de la galería.
– Juraría por mi vida que ha venido en esta dirección, lo juraría.
– De acuerdo -respondí, y respiré hondo-. No perdamos la calma. Si está en el otro extremo de la iglesia, todavía lo tenemos. Nadie ha bajado por las escaleras; lo habríamos oído. Volveremos atrás y llegaremos hasta el final de la galería.
– Tal vez deberíamos bajar. Uno de nosotros podría ir a buscar ayuda.
– No, al otro le resultaría difícil mantener vigiladas las dos escaleras. En un sitio tan grande como éste, nuestro hombre podría bajar y escabullirse.
Volvimos sobre nuestros pasos, una vez más en paralelo. Me dolían los ojos de tanto forzarlos para escrutar la penumbra. Al pasar junto al cancel y las estatuas, noté algo extraño, pero no caí en la cuenta hasta que me había alejado unos pasos. Había visto las tres estatuas de costumbre, san Juan, Nuestro Señor y la Virgen. Pero había una cuarta.
En el preciso instante en que me detuve para dar media vuelta, algo silbó en el aire y chocó contra el muro muy cerca de mí. Una daga resonó contra el suelo de la pasarela y quedó a mis pies, al tiempo que me volvía comprendiendo que lo que había tomado por otra estatua era en realidad un hombre de carne y hueso en hábito de benedictino. En ese momento, una figura saltó a la galería por encima del pasamanos. Eché a correr hacia ella, pero el pie se me enganchó en la rejilla de la pasarela, y caí de bruces contra la barandilla. Por un segundo, me quedé asomado al vacío de cintura para arriba, mirando aterrorizado el suelo de la nave, pero conseguí echar el cuerpo atrás y apoyar los pies en la pasarela. La figura había desaparecido, pero sus pasos resonaban en la escalera.
– ¡Mark! -grité-. ¡Por aquí! ¡Se escapa!
Mark estaba a cierta distancia de la escalera del otro lado y, cuando llegó a ella, el monje ya había acabado de bajar. Lo oí correr bajo mis pies, arrimado al muro, de forma que era imposible verlo. Bajé las escaleras tan rápido como pude y llegué a la nave al tiempo que Mark aparecía en el otro extremo del cancel. En la distancia, la puerta de la iglesia se cerró con un fuerte golpe.
– ¡Estaba en lo alto del cancel, entre las estatuas! -le grité a Mark-. ¿Lo has reconocido? Ha desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.
– No, señor, cuando he llegado a vuestra altura, él ya estaba abajo -contestó Mark alzando la vista hacia el cancel-. Debe de haberse deslizado entre las estatuas mientras subíamos. Hace falta tener sangre fría para quedarse ahí quieto, sin barandilla ni sitio al que agarrarse.
– Confiando en que, como buenos reformistas, evitaríamos mirar las estatuas. Nos ha burlado.
Examiné la daga, que había recogido del suelo de la galería. Era un arma de acero, puntiaguda y sin adornos. No nos proporcionaba ninguna pista. Pegué un puñetazo en el muro y sentí que una descarga de dolor me recorría el brazo.
– Pero, señor, ¿y Gabriel? Después de todo, ¿no creíais que era el asesino? ¿Qué visteis en el suelo del pasadizo?
– Estaba equivocado -respondí tras una vacilación-. Completamente equivocado. No tenía nada que ocultar. Y ahora alguien más ha muerto por mi culpa. A pesar de mis oraciones -murmuré mirando colérico hacia el techo-. Pero juro que será el último.
26
Había hecho llamar a la iglesia a los cuatro obedienciarios que seguían con vida. El abad Fabián, el prior Mortimus, el hermano Edwig y el hermano Guy esperaban junto a nosotros a que los criados retiraran los restos de la estatua de encima del cadáver de Gabriel. Para mi sorpresa, descubrí que la impresión me había insensibilizado y podía contemplar la terrible escena con calma y observar las reacciones de los obedienciarios con frialdad. El hermano Guy y el prior Mortimus permanecían impasibles; el hermano Edwig tenía el rostro contraído en una mueca de repugnancia, y el abad Fabián tuvo que apartarse unos pasos para vomitar en el pasillo central.
Les ordené que me acompañaran al pequeño despacho de Gabriel, en cuyo interior la deteriorada estatua de la Virgen seguía melancólicamente apoyada contra la pared, rodeada de pilas de libros por copiar. Les pregunté dónde estaban los monjes una hora antes, en el momento en que había caído la estatua.
– Por todo el monasterio -respondió el prior-. Es la hora de descanso. Con este tiempo, la mayoría estarían en sus celdas.
– ¿Y Jerome? ¿Sigue en la suya?
– Cerrado con llave desde ayer.
– ¿Y vosotros cuatro? ¿Dónde os encontrabais?
El hermano Guy respondió que leyendo en su gabinete, solo; el prior Mortimus, en su despacho, también solo. El hermano Edwig dijo que sus dos ayudantes me confirmarían que se encontraba en la contaduría, y el abad, que estaba dando instrucciones a su mayordomo. Me senté y los observé con atención; no podía confiar ni siquiera en los que tenían coartada, pues podían convencer o amenazar a quienes estaban a sus órdenes para que mintieran. Lo mismo valía para las coartadas que los monjes se proporcionaran mutuamente. Podía interrogar a todos los monjes y criados del monasterio; pero ¿cuánto tardaría y de qué serviría? De pronto, sentí una enorme impotencia.
La voz del prior rompió el silencio.
– Entonces, ¿os salvó el hermano Gabriel?
– Así es.
– ¿Por qué? -preguntó-. Con todo respeto, señor, ¿por qué iba a dar la vida por vos?
– Tal vez no sea tan sorprendente. Creo que se había convencido a sí mismo de que su vida tenía poco valor -respondí mirándolo con dureza.
– Entonces, espero que su acto le ayude ante Dios. Tenía muchos pecados que expiar.
– Tal vez no fueran tan graves a los ojos de Dios.
Oímos unos débiles golpes en la puerta, y al cabo de un momento un monje asomó la cabeza con temor.
– Os ruego me perdonéis. Ha llegado una carta del juez Copynger para el comisionado. El mensajero dice que es urgente.