– Muy bien. Señores, permanezcan aquí por el momento. Vamos, Mark.
Mientras nos dirigíamos hacia la puerta de la iglesia, vimos que los criados habían retirado el cuerpo de Gabriel. Dos de ellos estaban limpiando la sangre, envueltos en el vapor del agua caliente que ascendía de las losas. Cuando abrimos la puerta, un mar de rostros claváronla vista en nosotros; monjes y sirvientes murmuraban inquietos por cincuenta bocas de las que ascendían otras tantas nubes de vaho gris. Vi al hermano Athelstan, con los ojos brillantes de curiosidad, y al hermano Septimus, mirando a todas partes con cara de susto y retorciéndose las manos. Al vernos aparecer, el hermano Jude ordenó que nos abrieran paso. Avanzamos por el pasillo humano, siguiendo al monje que había venido a buscarnos.
Bugge nos esperaba ante el portón, con una carta en la mano.
– El mensajero ha dicho que era muy urgente, comisionado. Espero que me perdonéis la interrupción. ¿Es verdad que el hermano Gabriel ha muerto en la iglesia a consecuencia de un accidente?
– No, Bugge, no ha sido un accidente. Ha muerto para evitar que me asesinaran.
Cogí la carta y me alejé hasta el centro del patio. Después de lo ocurrido, me sentía más seguro lejos de las paredes altas.
– Dentro de una hora habrá corrido la voz por todo el monasterio -dijo Mark.
– Estupendo. Se acabaron los secretos. -Rompí el sello y leí la única hoja que contenía la carta mordiéndome el labio con impaciencia-. Copynger ha empezado a indagar. Ha citado a sir Edward y a otro terrateniente que aparecía mencionado en el libro azul. Le han enviado mensajes alegando que están aislados por la nieve en sus propiedades; pero, si los mensajeros han podido pasar, ellos también pueden hacerlo, así que les ha mandado otro requerimiento. Esto huele a táctica dilatoria. Esos dos tienen algo que esconder.
– Ya podéis enfrentaros al hermano Edwig.
– No quiero que esa escurridiza anguila vuelva a salirme con que sólo eran cálculos y presupuestos. Quiero ponerle delante pruebas sólidas. Pero no dispondré de ellas mañana, ni pasado, a este paso -dije doblando la carta-. ¿Quién podía saber que esta mañana íbamos a ir a la iglesia, Mark? Te lo he dicho cuando estábamos en el estanque, ¿lo recuerdas?
– El prior Mortimus estaba allí, pero no lo bastante cerca para oírlo.
– A lo mejor tiene el oído tan fino como tú… Es extraño, pues nadie sabía que íbamos a la iglesia. Eso suponiendo que quien intentó matarme nos estaba esperando, claro.
– Pero ¿cómo iba a saber ese alguien que os pararíais justo debajo de la estatua? -preguntó Mark tras pensar unos instantes.
– Es verdad. ¡Oh, Dios, no consigo pensar con claridad! -dije golpeándome la frente con los nudillos-. De acuerdo. ¿Y si nuestro asesino hubiera subido a la galería por otro motivo? ¿Y si simplemente decidió aprovechar la oportunidad que se le había presentado de librar al mundo de mí cuando me detuve debajo?
– ¿Y con qué motivo iba a subir allí? Ni siquiera están trabajando en las reparaciones.
– ¿Quién estará al corriente de las obras ahora que Gabriel ha muerto?
– El prior Mortimus es el responsable del día a día del monasterio.
– Creo que hablaré con él. -Hice una pausa mientras me guardaba la carta-. Pero antes, Mark, hay algo que debo decirte.
– ¿Sí, señor?
Lo miré muy serio.
– En la carta sobre las ventas de tierras que llevaste a Copynger le pedía que averiguara si había algún barco que fuera a zarpar a Londres, pues con estas nieves me llevaría una semana cruzar el Weald. Ahora que conozco el contenido de la carta de Jerome, necesito ver a Cromwell. Pensé que podía haber algún barco, y así es. Zarpará con la marea vespertina con un cargamento de lúpulo. Debería llegar a Londres dentro de dos días y regresar al siguiente. Si el tiempo nos acompaña, sólo estaría fuera cuatro días. No puedo desaprovechar la ocasión. Pero quiero que tú te quedes aquí.
– ¿Y es necesario que os vayáis ahora?
– Tengo que aprovechar esta oportunidad -dije caminando de un lado para otro. Recuerda que el rey no sabe lo que está ocurriendo aquí. Si Jerome consiguió enviar alguna otra carta y ha llegado a manos del rey, Cromwell podría estar en aprietos. No deseo marcharme, pero debo hacerlo. Y hay algo más. ¿Recuerdas la espada?
– ¿La que saqué del estanque?
– Tenía la marca del armero. Las espadas como ésa sólo se hacen por encargo. Si consigo encontrar al armero, tal vez descubra para quién la hizo. Es la única pista que tenemos.
– También podemos interrogar al hermano Edwig cuando tengamos pruebas sobre las ventas de tierras.
– Sí. Pero no me imagino al tesorero trabajando con un cómplice. Es demasiado independiente.
– El hermano Guy pudo matar a Singleton -dijo Mark tras una vacilación-. Está delgado, pero es alto y fuerte.
– Pudo hacerlo, pero ¿por qué él?
– El pasadizo secreto, señor. Esa noche, pudo utilizarlo con toda facilidad para ir a la cocina. No necesitaba llave.
Volví a golpearme la frente con los nudillos.
– Cualquiera de ellos pudo hacerlo. Esa pista apunta en demasiadas direcciones. Necesito algo más, y espero encontrarlo en Londres. Pero quiero que tú te quedes aquí. Quiero que te mudes a casa del abad. Revisa las cartas y no pierdas detalle de nada de lo que ocurre.
Mark me lanzó una mirada de reproche.
– Me queréis lejos de Alice.
– Te quiero en lugar seguro, como el viejo Goodhaps. Puedes ocupar su habitación; es un sitio muy adecuado para alguien de tu edad y tu situación. -Solté un suspiro-. Y, sí, preferiría que te mantuvieras alejado de Alice. He hablado con ella; le he dicho que vuestra relación podría perjudicar tu futuro.
– No teníais ningún derecho, señor -replicó Mark con súbita vehemencia-. El derecho a elegir mi camino es mío.
– No, Mark, no lo es. Tienes obligaciones, con tu familia y con tu propio futuro. Te ordeno que te mudes a casa del abad.
Vi hielo en los grandes ojos azules que habían cautivado al hermano Gabriel.
– Os he visto mirarla con lujuria -murmuró Mark despectivamente.
– Yo sé controlarme.
Mark me miró de arriba abajo.
– No tenéis más remedio.
Apreté los dientes.
– Debería lanzarte al camino de una patada en el culo. Ojalá no te necesitara aquí mientras estoy fuera, pero te necesito. Bueno, ¿vas a hacer lo que te he dicho?
– Haré todo lo que pueda para ayudaros a coger al hombre que ha matado a esas personas. Se merece la horca. Pero no os prometo nada sobre lo que haré después, aunque me repudiéis totalmente -dijo, y respiró hondo-. Tengo intención de pedirle a Alice Fewterer que se case conmigo.
– Entonces, sí, tal vez deba repudiarte -respondí con calma-. ¡Vive Dios que no lo haría por gusto, pero no puedo pedirle a lord Cromwell que readmita a un hombre casado con una criada! Eso es imposible.
Mark no respondió. En el fondo de mi corazón, sabía que, si ocurría lo peor, acabaría aceptándolo como pasante, a pesar de lo que acababa de decirme, y les encontraría una habitación en Londres para ellos dos. Pero no se lo pondría fácil. Le lancé una mirada tan acerada como la suya.
– Prepárame la bolsa -le ordené con sequedad-. Y ensilla a Chancery. Creo que el camino está lo bastante transitable para cabalgar hasta Scarnsea. Iré a hablar con el prior antes de partir -dije dando media vuelta y alejándome por el patio.
Me habría gustado que me acompañara a interrogar a Mortimus, pero, después de lo que acababa de ocurrir, estaríamos mejor separados.
En el despacho de Gabriel, los obedienciarios formaban un grupo patético, como pocas veces había visto. Me llamó la atención lo distantes que se mostraban entre ellos; el abad, con su altivez, cada vez más frágil; Guy, austero y solitario; el prior y el tesorero, los dos hombres que hacían funcionar el monasterio, y que, a pesar de ello, seguían sin parecerme amigos. Ésa era su fraternidad espiritual.