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Moví la cabeza con asombro.

– ¿Realmente creéis que este monasterio seguirá abierto, prior Mortimus? ¿Después de todo lo que ha ocurrido en él?

El prior me miró con incredulidad.

– No puede ser que nuestra vida aquí… no puede acabar así como así. Ninguna ley puede obligarnos a cederlo. Sé que hay gente que dice que los monasterios desaparecerán, pero eso no se puede permitir. -El prior sacudió la cabeza-. No se puede permitir.

El prior dio un paso hacia mí y me acorraló contra la barandilla; su fuerte olor corporal inundó mis fosas nasales.

– Prior Mortimus -le dije con el corazón en un puño-. Apartaos, por favor.

El prior me miró fijamente y dio un paso atrás.

– Yo podría salvar este monasterio, comisionado -aseguró.

– El futuro del monasterio es un asunto que sólo puedo discutir con lord Cromwell -respondí con la boca seca; por un instante, había creído que iba a empujarme al vacío-. Ya he visto todo lo que quería ver. Aquí no hay nada escondido. Volvamos abajo.

Descendimos en silencio. En mi vida me había alegrado tanto de volver a pisar tierra firme.

– ¿Os pondréis en camino de inmediato? -me preguntó el prior.

– Sí, pero Mark Poer asumirá mis atribuciones mientras esté fuera.

– Cuando habléis con lord Cromwell, ¿mencionaréis lo que os he dicho, señor? Por favor. Yo podría ser su hombre.

– Tengo muchas cosas que decirle -le respondí con sequedad-. Y, ahora, debo marcharme.

Di media vuelta y me dirigí a la enfermería a toda prisa. De pronto, la impresión por la muerte de Gabriel me afectó como no lo había hecho en su momento; mientras cruzaba la sala camino de mi habitación, la cabeza me daba vueltas y las piernas amenazaban con dejar de sostenerme. No encontré a Mark, que no obstante había preparado una alforja con mis documentos, una muda de ropa y algo de comida. Me senté en la cama temblando de pies a cabeza. De pronto, rompí a llorar como un niño, y dejé que las lágrimas fluyeran libremente. Lloraba por Gabriel, por Orphan y por Simón, y también por Singleton. Y por mi propio terror.

Cuando empezaba a calmarme y estaba lavándome la cara en la jofaina, oí llamar a la puerta. Pensé que tal vez era Mark, que había venido a decirme adiós, pero al abrir me encontré con Alice.

– Señor, un criado ha traído vuestro caballo -dijo la muchacha, sorprendida de mi alteración-. Si no queréis perder el barco, deberíais poneros en camino.

– Gracias, Alice.

Cogí la alforja y me dirigí a la puerta, pero Alice no se apartó.

– Señor, me gustaría que os quedarais.

– Debo partir a Londres, Alice. Allí tal vez obtenga algunas respuestas que podrían poner fin a este horror.

– ¿Sobre la espada?

– Sí, sobre la espada. -Respiré hondo-. Mientras esté ausente, no salgas si puedes evitarlo.

Alice no respondió. Salí a toda prisa por miedo a decir algo que podría lamentar si permanecía a su lado un momento más. La mirada que me lanzó cuando pasé a su lado era indescifrable. El mozo de cuadra me esperaba ante la puerta de la enfermería sujetando las riendas de Chancery, el cual, al verme, azotó el aire con su blanca cola y soltó un relincho. Le acaricié el flanco, contento de que al menos hubiera un ser vivo que me demostraba afecto. Monté con las dificultades de costumbre y me dirigí hacia el portón, que Bugge mantenía abierto. Antes de abandonar el monasterio, me volví y contemplé el patio cubierto de nieve, aunque no sabría decir por qué lo hice. Luego, me despedí del portero con un leve movimiento de cabeza y conduje a Chancery hacia el camino de Scarnsea.

27

El viaje a Londres transcurrió sin incidentes. Tuvimos vientos favorables, y el pequeño barco, un carguero de dos palos, se dejó arrastrar Canal arriba por una fuerte corriente. En el mar aún hacía más frío que en tierra, y navegamos sobre olas plomizas bajo un cielo gris. Yo me encerré en el pequeño camarote, del que sólo salía cuando el olor a lúpulo se me hacía insoportable. El patrón era un hombre hosco y de pocas palabras, ayudado por un muchacho enclenque; ambos rechazaron mis intentos de iniciar una conversación sobre la vida en Scarnsea. Sospecho que el patrón era papista, porque una de las veces que subí a cubierta lo sorprendí murmurando y desgranando un rosario, que se guardó en el bolsillo en cuanto me vio.

Pasamos dos noches en el mar, y dormí bien, abrigado con varias mantas y mi capa. En gran parte, tenía que agradecérselo a la poción del hermano Guy; además, ahora que estaba lejos del monasterio, comprendía hasta qué punto me angustiaba aquella vida de constante miedo y sobresaltos. En semejante ambiente, no era extraño que Mark y yo hubiéramos discutido; tal vez pudiéramos arreglar las cosas cuando todo aquello hubiera acabado. Imaginé al muchacho instalándose en casa del abad. Estaba seguro de que haría oídos sordos a mis instrucciones sobre Alice; después de todo, era lo que había dado a entender en nuestra última conversación. Supuse que Alice le contaría lo que yo le había confesado sobre mis sentimientos hacia ella durante nuestra excursión por la marisma, y noté que enrojecía de vergüenza. Tam bien estaba preocupado por su seguridad, pero me dije que, si Mark se quedaba en casa del abad, salvo para hacer las inevitables y frecuentes visitas a la enfermería, y Alice se limitaba a cumplir sus obligaciones, sin duda nadie tendría ningún motivo para hacerles daño.

Llegamos a Billinsgate la tarde del tercer día, tras una breve espera ante la desembocadura del Támesis para que cambiara la marea. Las márgenes del estuario estaban cubiertas de nieve, pero no tan uniformemente como en Scarnsea. Desde la cubierta, distinguí una reluciente placa de hielo en la orilla más alejada. El patrón siguió mi mirada y me dirigió la palabra casi por primera vez en todo el viaje.

– Está visto que el Támesis acabará helándose, como el año pasado.

– Podría ser, sí.

– Recuerdo que el invierno pasado el rey y la corte cruzaron el Támesis a caballo. ¿Lo visteis, señor?

– No. Estaba en un juicio. Soy abogado.

No obstante, recordaba la descripción que me había hecho Mark. El chico estaba trabajando en Desamortización cuando oyó que el rey cabalgaría sobre el hielo del Támesis desde Whitehall hasta el palacio de Greenwich, donde celebraría la Navidad, con toda la corte, y quería que los empleados de Westminster se unieran al cortejo. Por supuesto, era pura política; se acababa de acordar una tregua con los rebeldes del norte, y su cabecilla, Robert Aske, había llegado a Londres provisto de un salvoconducto para parlamentar con el rey. El rey quería exhibirse ante los londinenses para demostrarles que la rebelión no le amargaría las fiestas. Mark no se cansaba de contar que todos los escribientes tuvieron que presentarse en el río cargados con sus papeles y obligar a sus asustados caballos a bajar al hielo.

El suyo casi lo tiró cuando el rey en persona, una figura corpulenta en un enorme caballo de batalla, pasó junto a él, acompañado por la reina Juana en su diminuto palafrén y seguido por todas las damas y los caballeros de la corte y por los sirvientes de palacio. Por último, Mark y el resto de los maestros y escribientes se unieron a la magnífica comitiva, que avanzaba dando vivas y gritando sobre caballos y carruajes que resbalaban y patinaban eij el hielo, mientras medio Londres los contemplaba desde las ventanas. Los empleados sólo estaban allí para contribuir al espectáculo; aquella noche tuvieron que volver cruzando el puente de Londres, cargados con sus papeles y sus libros de contabilidad. Recuerdo haberlo comentado con Mark meses más tarde, cuando detuvieron a Aske por traición.

– Dicen que lo colgarán en York, cargado de cadenas -me contó Mark.

– Se rebeló contra el rey.

– Pero le concedieron un salvoconducto. ¡Si hasta lo agasajaron en la corte cuando vino por Navidad!